miércoles, 11 de abril de 2007

Haití: La acción de la ONU respalda a los escuadrones de la muerte

Por Guillermo Chifflet





¿Misión de paz o apoyo al crimen? :: Todos los días en Cité Soleil los soldados asesinan pobres a causa de nada. “El nombre ‘Misión de Paz’ es para tranquilizar a la gente”, declaró uno de los soldados que agregó: “En verdad, no hay un día en el que las tropas no maten a un haitiano en un tiroteo. Yo mismo maté al menos dos”

¿Por qué la tragedia de Haití no sobrepasa la actual cortina de silencio? Con este pueblo hermano sucede como con los graves problemas de los pobres en países de nuestra América; por ejemplo: el tema carcelario, la realidad de los menores abandonados, la de los asilos de ancianos estallan de pronto, conmueven la opinión, despiertan el interés de la prensa por algunos días, y luego todo vuelve al silencio...

Después del baño de sangre que acabó expulsando en 2004 al presidente Jean–Bertrand Aristide, el silencio ha ocultado el horror. Eduardo Galeano denuncia esa realidad: “Nada tiene de nuevo el ninguneo de Haití –ha dicho– un pueblo que desde hace dos siglos sufre desprecio y castigo. Luego de páginas dramáticas, crímenes, golpes de Estado, asesinatos, Haití –indica Galeano, voz de la realidad de nuestra América– pasa a ser invisible. Y deja de ser percibido hasta la siguiente carnicería”.

El último y espectacular capítulo del drama de Haití comenzó –como está probado– con un golpe de Estado promovido por Estados Unidos que destituyó al gobernante electo en ejercicio. Y a esa intervención exterior, absolutamente ajena a las normas del derecho internacional, siguió la exitosa maniobra de los invasores buscando legitimar la violación de la soberanía con una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para que el “trabajo” complementario quedase a cargo de tropas de diversos países.

Sintomáticamente, entre esas fuerzas no hay soldados de la comunidad del Caribe, integrada por países que conocen de cerca esa realidad y que solicitaron, además, una investigación por Naciones Unidas que no se llevó a cabo. Numerosos testimonios que atraviesan las hendijas del silencio de las agencias de información han permitido saber que las operaciones en Haití tenían el efecto de “proteger los intereses de Estados Unidos en el Caribe”, según explicó el general James T. Hill, jefe del Comando Sur del Pentágono ante la Cámara de Representantes de su país.

Jorge Rivas, diputado socialista argentino, ha denunciado cómo el golpe se gestó y potenció por acción de Estados Unidos. “Su génesis –señaló– han sido las reformas neoliberales que Washington impuso en Haití desde 1994 en una doble oleada y que aumentaron la venta de las empresas ensambladoras estadounidenses, favorecieron a los acreedores externos y profundizaron la ancestral miseria en la que vive la inmensa mayoría de los haitianos, al tiempo que impidieron al gobierno de Jean–Bertrand Aristide concretar sus tibios propósitos redistribucionistas”.

Una vez debilitado el gobierno en su acción, desarrolló su labor una oposición con respaldo político y financiero del Instituto Republicano Internacional, un sector del partido del presidente George W.Bush que apoya a los contrarios a gobiernos de América Latina que actúan al margen de la voluntad de la Casa Blanca. Para justificar la intervención, Naciones Unidas, con el apoyo de los gobiernos que han enviado tropas, habló de “la dimisión de Aristide”.

¿Alguien duda hoy de que esa renuncia no existió? Los testimonios que reconocen los hechos tal cual fueron son numerosos y los hay provenientes del propio país interventor. Ya en febrero de 2006 Maxime Waters, diputada demócrata por California, envió una carta a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos apoyando las denuncias sobre el rol cumplido por la administración Bush en el golpe. “Hace dos años –indicó– nuestro gobierno participó en un golpe de Estado en Haití. El presidente democráticamente electo, Jean–Bertrand Aristide, fue forzado a abandonar Haití en un cambio de régimen apoyado por Estados Unidos”.

Aristide vive en Sudáfrica, también rodeado del silencio de los grandes medios de comunicación. ¿No será el suyo un testimonio esencial para una investigación de los hechos?

En los países que han enviado tropas a Haití no se informa, por lo general, cuál es la actuación de las mismas.

En noviembre de 2006 una declaración de la Asociación Americana de Juristas, organismo no gubernamental con estatus consultivo en el Consejo Económico y Social de Naciones Unidas, denunció la incompetencia de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH, por sus siglas en inglés) reclamando el cese de sus acciones represivas. Esta alarma fue, también, seguida de silencio.

Hacia fin de 2006, en Haití se registró una nueva masacre. A las tres de la madrugada del viernes 22 de diciembre, 400 soldados asaltaron con vehículos blindados Cité Soleil. El ataque con armas pesadas duró todo el día.

Observadores de una organización de derechos humanos aportaron testimonios sobre los muertos. Se supo, por ejemplo, que una mujer embarazada de seis meses recibió un balazo en el estómago que mató a su niño. Que un hombre y su hijo de 8 años fueron heridos a balazos en sus camas mientras dormían, por un helicóptero que disparó contra las precarias viviendas de la zona. Otro hombre, del que trascendió su apellido –Olivier– también murió alcanzado por balas que atravesaron las paredes de su casa. Dejó a su esposa y a un niño de tres años.

Los militares intentaron justificar la acción alegando que las bandas criminales utilizan esa zona –Cité Soleil– para retener a secuestrados. Rose Martel, un residente del lugar replicó: “No creo que hayan matado a ningún criminal, salvo que nos consideren criminales a todos”.

La agencia haitiana de prensa indicó que las víctimas fueron personas inocentes cuyo único crimen fue vivir en el vecindario. Pierre Alexis, coordinador de la Cruz Roja Haitiana, reveló que soldados de la ONU “impidieron la entrada de vehículos de la Cruz Roja para asistir a niños heridos”. Lovinski Pierre Antoine, activista de derechos humanos, afirma que “la acción de las fuerzas de la ONU es una expresión de la continuidad del golpe de Estado de 2004”.

Todos los días en Cité Soleil los soldados asesinan pobres a causa de nada. Este hecho fue confirmado en voces de integrantes de la propia tropa. A comienzo de 2006, por ejemplo, el diario Folha de Sao Paulo recogió el testimonio de soldados brasileños que participaron en la misión desde diciembre de 2004 a junio de 2005 y aportaron numerosas fotografías y videos. “El nombre ‘Misión de Paz’ es para tranquilizar a la gente”, declaró uno de los soldados que agregó: “En verdad, no hay un día en el que las tropas no maten a un haitiano en un tiroteo. Yo mismo maté al menos dos”. Y algunas de las fotografías muestran cadáveres abandonados en las calles de Cité Soleil y a perros devorando cuerpos de los muertos.

Una misión integrada por haitianos y personalidades como el argentino Adolfo Pérez Esquivel ha reclamado el cese de la intervención. Camile Chalmers, profesor de economía de la Universidad de Haití, afirma que “Desde el punto de vista de la seguridad estamos peor que antes de la intervención militar”. La MINUSTAH gasta 25 millones de dólares todos los meses, cifra que para la situación que vive el pueblo haitiano podría destinarse a muchas otras cosas. Integrantes de esa misión han denunciado que en la práctica la acción de la MINUSTAH respalda a los escuadrones de la muerte.

Todos estos hechos, ¿no deberían motivar una investigación? ¿No despiertan el interés de quienes creyeron en la acción pacificadora de Naciones Unidas? ¿No es el momento de pensar en una amplia política de apoyo económico, tecnológico y social que abra caminos para que el propio pueblo haitiano pase a estabilizarse y decidir por sí su futuro? Los legisladores que en diversos Parlamentos de América Latina creyeron en las posibilidades de la paz por el fuego, ¿no debieran apoyar una investigación de los hechos? ¿Hasta cuándo el dolor del pueblo haitiano continuará cercado de silencio?


(*) NdE: Chifflet es periodista desde la década del 50, integrante del staff del legendario semanario Marcha, fundador del Frente Amplio en 1971, impedido de ejercer su oficio durante la dictadura (1973–1985), fue diputado por el Partido Socialista en el Parlamento uruguayo desde 1989 hasta fin de 2005. Renunció a su banca después de votar en contra de la participación del Ejército uruguayo en la MINUSTAH.

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