sábado, 11 de abril de 2009

El escuadrón en BRECHA


Mi testimonio hunde a Bardesio


En una declaración ante escribano público, y teniendo como testigos a Zelmar Michelini, Hugo Batalla, Daniel Sosa Díaz, Héctor Gutiérrez Ruiz, Juan Pablo Terra, Guillermo García Costa y Juan José Sotuyo (resulta significativa la ausencia de legisladores colorados), el entonces policía Mario Benítez dio detalles sobre la existencia del Escuadrón de la Muerte, testimonio que fue leído en la sesión del 7 de junio de 1972 de la Cámara de Senadores.



El relato de Benítez, quien había sido reclutado por Nelson Bardesio para integrar un grupo de inteligencia que se dedicaría a la vigilancia y seguimiento de personas, tenía dos características excepcionales y una conclusión inevitable: había sido ofrecido voluntariamente (sin las presiones que ciertos parlamentarios oficialistas adjudicaban a las “actas de Bardesio”), y había surgido antes de la divulgación de las confesiones a los tupamaros del ex agente de la cia hoy detenido en Argentina en espera de su extradición. La conclusión era que la existencia del Escuadrón estaba confirmada por dos fuentes independientes y que coincidían exactamente en algunos aspectos. Una mayoría blanca y colorada optó por desconocer esa declaración de Benítez y así eludir la “limpieza” que el senador Enrique Erro reclamaba para sanear el aparato represivo del Estado de las formaciones parapoliciales y paramilitares.
Hoy, 36 años después, Brecha ubicó a Benítez en Montevideo, y en una prolongada conversación logró establecer las razones que impulsaron al antiguo policía a revelar la existencia del Escuadrón. Su testimonio presente ratifica lo que dijo en 1972. Afirma que está dispuesto a reiterarlo ante la justicia, consciente de que con ello “hundo definitivamente a Bardesio”, a pesar de que “los sujetos que conocí siguen por ahí y tienen apoyos”.
Benítez fue contactado por Bardesio a mediados de 1970, a instancias del subsecretario del Interior Carlos Pirán, cuando aún estaba en la Escuela de Policía. Bardesio le ofreció integrar un equipo de inteligencia que actuaría por fuera de las estructuras formales del ministerio. “Acepté, pero con la condición de que no habría riesgo de vida en mis trabajos y que no utilizaría armas”, dice ahora. Bardesio lo entrenó en tácticas de seguimiento, según manuales de origen mexicano;; las clases se realizaban en el Club Naval. Viajó a Buenos Aires, junto con los otros cuatro policías del grupo, para hacer un curso de tres meses en la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), después de que Bardesio les entregara unos cheques para comprar ropa.
En su papel de funcionario policial, Benítez realizó vigilancias a casas de particulares señaladas por Bardesio hasta que, muy pronto, discrepó con el sesgo que tomaban las actividades del grupo de inteligencia. “Había quienes comenzaban a hablar de la necesidad de eliminar a los cabecillas tupamaros. Yo planteé que en ese caso pedía la baja, y Bardesio me dijo que las puertas estaban abiertas para que me fuera cuando quisiera.”
En la planificación de un atentado contra el domicilio del abogado Alejandro Artuccio, en el que participó también el comisario Hugo Campos Hermida, uno de los integrantes del grupo propuso, puesto que era una casa de dos plantas, ametrallar el piso superior para que los habitantes bajaran de modo que fueran víctimas de la explosión. Bardesio y Campos Hermida, según supo Benítez por los comentarios de sus compañeros, se opusieron a que hubiera víctimas fatales.
Ese in crescendo del terrorismo, y diferencias con Bardesio por cuestiones de dinero, llevaron a Benítez a desvincularse del grupo. Lo trasladaron como custodia del embajador paraguayo Atilio Fernández, y después prácticamente lo mantuvieron sin destino. Hasta que se produjo el secuestro de Bardesio: “A los pocos días vinieron a buscarme –contó Benítez a Brecha–;; el grupo estaba comandado por el capitán (de la Armada Ernesto) Motto. Me llevaron a Jefatura, a un calabozo del cuarto piso, me desnudaron, me golpearon y me amenazaron. En el interrogatorio, el que llevaba la voz cantante era el capitán (de navío Jorge) Nader. Estaban convencidos de que yo era responsable del secuestro de Bardesio. Querían saber dos cosas: dónde estaba Bardesio y a quién le había pasado yo la información”. A los pocos días lo liberaron. “Andate nomás, que sabemos dónde encontrarte”, lo amenazaron.
Convencido de que el Escuadrón intentaría asesinarlo, Benítez tomó contacto con un conocido, Juan José Sotuyo, y éste lo conectó con el senador Juan Pablo Terra. “Tuvimos varias reuniones en la casa de Sotuyo. Yo solicité que me sacaran del país, y Terra propuso mandarme para Venezuela o Chile, donde tenía contactos con la Democracia Cristiana de esos países. Me solicitaron que pusiera por escrito todo lo que sabía del Escuadrón y fue entonces cuando se ofrecieron como testigos del documento los legisladores que firmaron mi declaración. Pero como pasaban los días, tuvieron que esconderme;; incluso Hugo Batalla me llevó un día a una casa de 18 Julio y Gaboto donde permanecí en un sótano.”
Benítez fue embarcado en un avión hacia Santiago de Chile, antes de que Terra difundiera su testimonio. Vivió en una pensión, ayudado por dirigentes de la Izquierda Cristiana. “Estoy convencido de que me siguieron hasta Chile, y por eso durante un tiempo estuve sujeto a protección, incluso por tupamaros que estaban allá exiliados.”
Benítez cuenta que debió ratificar las declaraciones que había formulado ante los legisladores y que debió protocolizar el documento en la embajada de Uruguay en Santiago. “Viví en Chile un año y medio. Después, a instancias de Juan Pablo Terra, regresé a Uruguay.” Desvinculado de la Policía, no tuvo sobresaltos hasta 1977, en que fue nuevamente detenido y trasladado al local de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia. “Pude alertar a mi hermano, que vivía frente a la cárcel de mujeres en Punta de Rieles y que conocía a un coronel del Ejército. Me interrogaron sobre el testimonio que fue leído en el Parlamento. Después me dejaron en libertad.”
A los 59 años, Benítez sigue manteniendo contra Bardesio los mismos sentimientos que lo enemistaron en 1971. “Es un hijo de puta”, afirma vehementemente, y parece estar dispuesto a volver a contar, ahora ante la justicia, los detalles de su participación en el Escuadrón de la Muerte.

http://www.radio36.com.uy/entrevistas/2004/07/310704_dcumento_9.htm

Con Pedro Freitas, el tercer integrante

El gordo y el secuestro de Castagnetto

Pedro Walter Freitas Martínez es un hombre clave para la investigación judicial. Fue ubicado por Brecha en su casa del Chuy. El oficial de Policía retirado responsabiliza a Bardesio (el gordo) en la desaparición de Héctor Castagnetto, pero a la vez se autoincrimina (involuntariamente) en el hecho. Además, relata aspectos centrales de la gestación del Escuadrón de la Muerte y revela nombres de la organización.





—¿Cuándo empezó su carrera policial y cómo fue su periplo como funcionario hasta los años setenta?
—El ingreso fue el 15 de noviembre de 1955, como guardia civil en la Seccional 24, en el Cerro. Eso hasta agosto o setiembre del 57. Un día vino el subcomisario y me dice: “Mañana a las ocho tiene que estar en la oficina. ¿Sabe escribir a máquina?”;; “No, señor”;; “Bueno, va a tener la oportunidad de aprender”. Y ahí me metieron en la máquina. A partir de ese momento, en los casi 30 años de servicio, no sé si estuve un año de mi vida en la calle, siempre atrás del escritorio.
—Pero usted pasó a la Jefatura de Policía.
—Estuve en la 24 desde el 55 hasta agosto o setiembre del año 57. Luego pasé por la Seccional 20 –la actual 8, en Millán y Raffo– y en el 61 se reintegra el finado Copelo, inspector, que había sido herido de bala, le habían pegado un tiro en la sien y perdió un ojo. Quería un ayudante secretario.
—¿Eso en la Jefatura?
—Sí, en Investigaciones. El jefe de Policía era Aguerrondo, y Balestrino era capitán. Yo voy de ayudante de Copelo;; ya había hecho el curso para sargento, pero no había ascendido porque tiro y no le pego a una vaca a cinco metros…
—Seguro que un día dio en el blanco, ascendió a sargento, y ya trabajaba en un lugar importante como Investigaciones.
—Ahí en Investigaciones empieza toda mi tarea.
—¿Cuánto tiempo está en Investigaciones?
—Bueno, unos años, cuando más o menos viene el asunto caliente, o sea que viene el período de las elecciones, que ganó el finado Gestido, él me mandó de destino con Otero, al Departamento de Inteligencia y Enlace, cuando Inteligencia y Enlace dependía de Investigaciones. Eso fue en el 65 o 66.
—¿Cuál era su cargo?
—Era oficial
—¿Y qué hacía en Inteligencia?
—Yo siempre estuve sentado, tecleando en una máquina. Después estuve un período largo en Ayudantía General de Investigaciones, un cuchitril chiquito pero que recepciona toda la actividad burocrática de Investigaciones. Recibía y mandaba todos los informes, los memorandos, las cosas que vienen de todas las comisarías.
—Ahí el país ya tenía una situación complicada con la evolución de las acciones de los tupamaros y la represión del gobierno.
—Sí, pero nosotros en ese momento no sabíamos nada. Salvo el conocimiento que podía tener Otero.
—A nadie le era ajena la situación del país. Y hay un momento de quiebre, Otero por su lado y, por otro, el tema por el cual vinimos a hablar con usted.
—Lógico. Pero no sé si yo tomo conocimiento ahí. Lo que recuerdo es que estando en Inteligencia hubo un momento… Tiene que haber sido por el 67.
—¿Qué pasó?
—Hubo un movimiento, que incluso se había gestado antes. En el 67 ya se habían ido algunos muchachos que trabajaban en Inteligencia.
—Se fueron unos cuantos y usted se queda.
—Lógico, yo qué sé. Después de la conferencia de presidentes en el 67, Emilio Máximo Guerra, que era el director de Investigaciones, me pide que fuera a trabajar con él. Yo era oficial ayudante.
—Lo llaman para la época brava.
—Sí, pero le repito, aquello era papel, nada más que papel, no hay otra cosa más.
—Pero igual tiene en el 68 un año clave, no sólo para Uruguay, sino para el mundo.
—Sí, porque incluso en esa fecha es que aparece en mi oficina, como refuerzo de personal, Nelson Bardesio, que estaba permanentemente en la oficina de los americanos, la dea.
—¿Qué cargo tenía Bardesio?
—Era guardia civil, agente;; yo ya era oficial ayudante, después fui oficial inspector. En realidad, de encargado me puso el comisario Arévalo. Se lo nombro porque luego usted lo va a encontrar por otros lados...
—¿Qué era Arévalo dentro del departamento?
—Comisario. Lo que me llamó la atención fue que nunca le dieron un destino fijo.
—¿Y qué hacía Bardesio?
—Lo de Bardesio me llama la atención. Es sugestivo que después de 36 años de izquierdista radical
–por lo menos se decía que él era tupamaro infiltrado en la Policía– ahora le pase esto.
—¿Cómo era su relación con él?
—Era un gordito, trajecitos de alpaca que cambiaba todos los días, cuello duro.
—¿Qué hacía en la oficina?
—Nada. Era un tipo que llegó un día. “Este funcionario va a trabajar acá ahora”, me dijeron. Porque el personal éramos ocho o diez, más o menos.
—¿Quiénes eran sus compañeros ahí?
—Antonio de Paula y Rolando Salvia, que eran los oficiales;; también estaba el cabo Ramón Martínez, Jorge Laguna, había una señora de edad, Piedracueva;; José Tortajada Macedoni, y otro agente que era descendiente de italianos.
—Según su descripción, Bardesio parecía un ser extraño: llegaba, traje de alpaca, no lo ven hacer nada…
—Le explico. La Secretaría General de Investigaciones era un cuchitril, y ahí había cuatro escritorios. Frente a la puerta de acceso se sentaba el gordito. Y yo tenía un despachito chiquitito allí, con un sillón, porque trabajaba de noche en el Banco Comercial.
—Pero lo tenía bastante tiempo a su lado, como para saber un poco de su vida.
—No, qué voy a saber, a mí no me interesaba. Allí las máquinas no paraban, había que trabajar, había que sacar todo aquel papeleo…
—Pero llega un momento en que se da la formación de una organización paralela en la que participa Bardesio. No sé qué nombre le daban ustedes, pero era una organización…
—Déjeme llevarlo hasta el quid del asunto. En el 68 termina la conferencia (de presidentes) y todo lo demás. En el 70 me ofrecen una beca para ir a Estados Unidos. Me mandaron a hacer un curso intensivo de inglés. Yo en principio no sabía por qué era, me mandó el director: “Usted vaya allá a hacer un curso intensivo de inglés, que lo preciso”.
—¿El director de Investigaciones era Guerra?
—Sí, Emilio Máximo Guerra. El viejo me apreciaba mucho. Yo no fui, pedí para no ir porque no se hacía plata y a la vuelta podía perder el trabajo. El viejo se calentó, pero a partir de ahí se me acabó el mundo.
—¿Por qué?
—El día que viene Dan Anthony Mitrione, el viejo Guerra, que estaba caliente conmigo, me dice: “Freitas, venga. Se prepara, más o menos a las once va a venir un funcionario americano. Llega de Carrasco, viene directo acá;; usted va a tener que acompañarlo, quiere ir al Polígono de Tiro”. Pero en ese interín, a las diez, viene una orden de que yo pasaba en comisión al Ministerio del Interior, a la Oficina de Estadística, de Prensa y Estadística…
—¿Quién era el ministro?
—Antonio Francese.
—Usted se va al ministerio.
—Lógico, pero hubo una advertencia de un inspector, una gran persona, Alfredo Pereira Martínez. Me dice: “No, Negro, no vayas, no vayas”.
—¿Por qué le decía que no fuera?
—Nunca le pregunté, pero evidentemente ya sabría lo que se estaba gestando: el gordo Arévalo y Grau a la cabeza, y el gordo Bardesio, por supuesto. Y otro elemento que la justicia ya sabe y no vale la pena mencionar.
—Usted habla de Federico Bacher.
—Sí, no sé si se escribe con ge o con jota, pero se pronuncia “Bacher”, es austríaco.
—¿Quién es este personaje?
—Por lo que oí, fue un espión de la Commonwealth, espiaba para los ingleses, en plena guerra nazi y todo lo demás. No sé cómo apareció acá.
—Pero ¿qué hace en el ministerio?
—Le explico: posible y lógicamente es el ideólogo de todo, cabeza pensante. Yo a este hombre lo conozco mientras estoy allí en la Secretaría de Investigaciones…
—Finalmente usted empieza a trabajar en el Ministerio del Interior. ¿Qué función cumple allí?
—Tengo una oficina cerca de la secretaría, del subsecretario.
—¿Quién era el subsecretario?
—Carlos Pirán. Llegué allí, me presentó a un ayudante militar, un coronel joven que no me acuerdo el nombre.
—¿No era Machado?
—No;; Machado, ese de la Fuerza Aérea, estaba también allí, porque había de las tres armas.
—¿Era ayudante militar de Pirán?
—No, del ministro. Él tenía un coronel de cada arma, de cada fuerza, no sé cómo le llaman. Llego allí, me presento, me lleva el portero: “Vengo a una nueva oficina que se está inaugurando acá, de Estadística”;; “Sí, venga que lo voy a poner en contacto con el coronel”.
—Y ese coronel, ¿adónde lo lleva?
—Ese coronel me atiende en la puerta de acceso;; había una mampara y del otro lado el despacho del subsecretario, y hacia el fondo la oficina del ministro. Me atienden en ese pequeño espacio que comunicaba con la secretaría y el ministro y todo lo demás. Allí me traen un escritorio, máquina de escribir, y me dicen: “Usted va a trabajar acá. Ya se impartieron las órdenes –dice el ministro– para todas las direcciones nacionales y todas las jefaturas de Policía. Le van a pasar a usted todos los días los comunicados, todos los hechos de gravedad”. Pero eran hechos comunes de las jefaturas departamentales, Bomberos, Caminera, no se hablaba nada de terrorismo.
—Usted habló de que en el ministerio se habían organizado Arévalo, Grau, Bardesio, Bacher. ¿Y a usted lo mandan a trabajar justo ahí?
—Bueno, Pereira Martínez me avisó, porque quizá conocía las andanzas de Arévalo. Entonces entro ahí, me parece que estaba cocinado por todos lados, y no le puedo decir al juez que no los conozco, porque eran estos bandidos que me tenían ensartado en la pelela.
—¿Estaba cocinado? ¿A qué se refiere?…
—El gordo Bardesio empezó a aparecer. Y se suscitan las cosas.
—¿Qué cosas?
—Un día el gordo, que tenía un Fusca, me invita a salir: “Salí de esto, estás podrido, hermano, no puede ser. Estás podrido allá (en Investigaciones), venís para acá (el ministerio) y seguís en la misma”.
—Usted sale con Bardesio.
—Sí, ese día me saca, macanudo, voy. Lógico, es un compañero. Era un fin de semana, creo que sábado, de tarde.
—Y ese día sábado Bardesio lo invita a salir.
—Seguro, a tomar sol, a subir al auto.
—¿Adónde fueron?
—Me llevó allá, para el autódromo (de El Pinar).
—¿Usted y él, solos?
—Sí. “Vení que te voy a mostrar una cosa, una casita que tengo allá”;; “La mierda, gordo, están bien tus cosas;; una casita, yo me mato con el alquiler…”, le dije.
—¿La casa era de él?
—Él dice que es de él.
—¿Qué pasó luego?
—Llego allá, me presento, había un pibe de unos 15 años, más o menos. “¿Qué?, ¿es hijo tuyo?”, le digo. “No –dice–, este es correo tupa”;; “¿Qué está haciendo acá?”, le pregunto;; “No, tengo que entregárselo a unos amigos de la marina”;; “¿Cómo?, ¿no te diste cuenta de que es un pendejo, un chiquilín?”;; “Sí, no, pero ya está todo resuelto, eso está todo coordinado”.
—¿Y cómo estaba el chiquilín?
—No, bien, bien, aparentemente, parecía que estaba bien.
—Pero ¿dónde lo ve? ¿Lo ve dentro de la casa?
—Dentro de la casa, estaba sentado. Yo, un ignorante, plenamente ignorante, que después saco a colación las cosas como son.
—¿Pero usted dice que estaba el muchacho solo, sin custodia?
—’Ta, soy estúpido perdido, porque seguramente ahí, con el botija, tenía que haber alguien, o sea el escuadrón del gordo, los que trabajaban con él.
—¿Pero a qué lo lleva a usted, entonces?
—Lo que quería…, me llevaba para que los otros supieran que había llevado al jefe, al comandante. (Se ríe socarronamente.)
—¿Usted dice que lo quería hacer pasar a usted como el jefe?
—Lógico, es lo que les dijo a los otros.
—¿Quiénes eran los otros?
—Mire, sé que había un muchacho… Ellos fueron a hacer cursos, me enteré por las conversas que tenían allí con el viejo Bacher y todo, ellos fueron los cinco, los seis. No sé si eran el gordo y cinco o el gordo y cuatro, que fueron a hacer cursos de contrainteligencia, esas cuestiones, allá a Buenos Aires, a la escuela Halcón, la escuela de suboficiales, en la calle Moreno.
—Bardesio y Grau, ¿o quiénes?
—No, olvídese de Grau y de Arévalo, esos eran los jerarcas de acá. Eran Bardesio y otros…
—¿Y usted dice que no vio a nadie en la casa del autódromo?
—A nadie. Me llamó un poquito la atención que el botija estuviera solo. Lo suben al coche, caminamos…
—¿Quién lo sube al coche?
—Con el gordo lo suben.
—¿Pero no estaban usted y Bardesio, solos?
—Lógico, yo me siento allí, macanudo.
—Usted dice que el tipo estaba solo, un correo tupamaro solo en una casa, pero no se escapaba.
—No me pregunte esas cosas, yo soy estúpido, soy estúpido, está, macanudo.
—Pero alguien tenía que estar en la casa. Usted acaba de decir que Bardesio lo quería presentar como el comandante, el jefe o algo así.
—No, yo presumo que como el tipo me lleva desde el ministerio para ahí, pensé: “el botija solo no puede estar, alguien tiene que estar con él”. Yo saco las conclusiones a posteriori, después de que pasa todo, que revienta toda la mierda. Yo entré a la casa, y el gordo me llevaba para presentar allí, para que los otros… para certificar, mejor dicho, que yo era ese, el jefe.
—¿Para certificar ante quién?
—Esos agentes que estaban…, porque revienta la bronca, ¿qué dice el… (se frena, se traba)? El jefe, el comandante… Déjeme terminar esa parte y después ataca por el otro lado, donde quiera.
—Adelante.
—Entonces sube al coche, ta, macanudo, lo lleva, el botija sin ninguna resistencia, nada de nada… No sé, no me digas cuánto se caminó, te repito, porque para mí… Pocitos, Buceo, Malvín, Costa de Oro, me tirás ahí y me pierdo. Bueno, el botija en el asiento de atrás y yo adelante con el gordo. Entonces caminamos, no sé, no me preguntes cuánto tiempo, despacio, porque no me recuerdo, pero creo que fue cerca la cosa. Paramos, el gordo para el coche, y se aprecia a unas tres o cuatro cuadras una camioneta medio chica, de esas que tienen carrocería atrás, pero con toldo. Dice: “Allá están los muchachos”. Entonces ahí levanta la mano el gordo, como que lo saludan. Sigue caminando, va hasta allá…
—¿Era de día o de noche?
—No, no, era de tardecita, estaba medio claro. Yo no sé, a mí me habrán visto también todos los que estaban allí. Y el gordo me dijo que eran de la marina.
—¿Y qué pasa ahí?
—No sé más nada.
—¿El chiquilín es entregado?
—Ah sí, se lo entrega, sí. Y nos vamos.
—¿Quiénes eran? ¿A quién identifica?
—Yo qué sé.
—¿Pero son dos, son tres?
—Había como tres.
—¿Y qué hacen? Paran los autos al lado…
—No, el gordo lo lleva hasta allá abajo. Los tipos lo levantan al pibe, se lo llevan, macanudo, el gordo viene: “’Ta, misión cumplida”, dijo. A mí me quedó la espina esa. Tanto que llego al ministerio: “Llevame, gordo, que voy a terminar, tengo que sacar los comunicados de prensa”, le dije. Llego allá y era Acosta y Lara el subsecretario. Yo qué sé, lo mataron;; para mí como persona, un señor, un caballero. Fui, como era un sábado de noche prácticamente, el hombre solo allí. Estaba medio acongojado el hombre en esa época. Llego allí: “Si usted me permite, señor, tengo que informarle algo”. Entonces le dije lo sucedido. Y dice: “No, pero no puede ser, Freitas”;; “Yo le cuento lo que vi, yo quiero que usted sepa las cosas”. Después de ese suceso no sé si estuvo dos días más en el Ministerio del Interior el hombre, lo sacaron;; le sacaron hasta la custodia, le sacaron todo, el auto, todo.
—¿A Bardesio?
—No, a Acosta y Lara.
—¿Bardesio le dice que las personas a las que le entregan el muchacho eran de la marina?
—Sí, sí, seguro;; no se olvide de que el gordo fue muy amigo de Tito (Ernesto) Moto.
—Por la descripción que usted hace, evidentemente estamos hablando del caso Castagnetto.
—Yo no conozco a Castagnetto, al que vi fue a un muchacho;; para mí era un pibe de 15 o 16 años.
—Castagnetto tenía 17. ¿Y cómo lo vio vestido?
—Como un joven de esa época, de vaquero y championes, no sé si llevaba un jogging.
—¿Llevaba algo en la mano?
—No, el gordo me muestra una lapicera de esas tipo bic, saca la cuestión así y me dice: “Mirá, acá llevaba el correo, envuelto en la lapicera”.
—¿Y alguna otra cosa que recuerde que llevara?
—No, no me acuerdo de más nada. Es que no le presté mucha atención. El gordo me llevó, ’ta, macanudo, pero el objetivo del gordo era otro. Ahora que yo caigo, bueno, está, caí, si soy estúpido, mala suerte.
—¿Y Acosta y Lara estaba ese fin de semana en el ministerio?
—Estaba, un tipo que se pasaba todo el día allí. Cuando le conté, Acosta y Lara meneó la cabeza: “Este hombre está haciendo las cosas sin conocimiento de la Policía, entregando detenidos”.

Sofía, Nader y la metralleta del gordo

—¿Usted no sabe cómo es la historia de Castagnetto?
—Después me enteré con el tiempo.
—Con el tiempo se habrá enterado entonces de que lo llevaron a la casa de la calle Araucana, en Carrasco, donde vivía el embajador de Paraguay…
—Eso es lo que oí.
—Pero ¿qué sabe de ese tema? En la casa de Araucana vivía específicamente un paraguayo.
—Le juro por Dios que no tengo la más mínima… Un fin de semana Arévalo me mandó ahí… Me dice: “Freitas, vaya, acompañe a Bardesio;; van a ir a una finca y van a esperar ahí al director, a Castiglioni”.
—¿Qué pasa ahí en Araucana cuando ustedes llegan?
—Está la puerta abierta. El gordo entra. Nos sentamos en un sofá grande a esperar a Castiglioni. Estamos ahí, se iban las horas. Allá, de tardecita, aparecen Castiglioni, Campos Hermida con todo su equipo.
—¿Nunca se enteró de quién era esa casa?
—No, no.
—Allí vivía el embajador paraguayo Atilio Fernández, el que andaba con Crossa Cuevas.
—Escuché de él;; creo que andaba con Miguel Sofía.
—¿Y qué sabe de Sofía?
—Para mí Sofía era un estudiante;; era muy íntimo de Acosta y Lara. A ese lo trajo Acosta y Lara… Pero un doctor Crossa… escuché algo de él, pero después de que revienta toda la bronca. Además eran dos señores, de esos pituquitos.
—¿Quiénes eran los dos pituquitos?
—Ese Sofía y Crossa. Por la pinta de ellos se veía que eran personas importantes.
—Estamos hablando del Escuadrón de la Muerte.
—Eso es lo que dijeron, que había un Escuadrón de la Muerte y que yo lo comandaba. Pero eso es evidente… reventó la bronca y ’ta…
—Cuando dice “reventó la bronca” se refiere al 14 de abril del 72…
—No, no, no, para mí revienta… creo que fue el 26 de febrero. Ahí Nader… 26 de febrero… sí. Nader dice: “Venga, oficial, acompáñeme”. ¿Sabés adónde fuimos? A la casa de fotos Sichel.
—Mmm, mire usted.
—Allá, el gordo me había dicho que había hecho un negocio, que Sichel se había retirado y que le había dejado el estudio para él. Trabal era el jefe de Inteligencia del Ejército, ¿no?, fue al ministerio a decir que Bardesio… tatatá… era tupamaro… que lo había entregado… blablablá… Y ahí se movió, entró en efervescencia la cosa. Y ahí viene Nader, que estaba de ayudante ese día y me dice: “Venga, acompáñeme”, y vamos hasta Sichel. Entramos, y Nader agarra una metralleta, que era del gordo. Con la metralleta en la mano me dice: “Mirá, este gordo la tenía toda preparada”.





Con Óscar Rodao, otra pieza del esquema paramilitar
¿Escuadrón, qué escuadrón?

Es un policía jubilado de 64 años que consume su tiempo jugando a las bochas y al billar. Vive en una casa modesta de la calle Baltasar Brum, en Durazno.

No goza de la particular estima de los vecinos, quizás por su dilatada actuación en varias comisarías de la ciudad;; quizás porque su condición de miembro del Escuadrón de la Muerte alimentó un rechazo social que ahora, con la detención de Nelson Bardesio en Buenos Aires y la reactivación de la investigación judicial sobre las actividades de la banda, volvió a fortalecerse.
Corpulento, afectado por la diabetes, Óscar Rodao no tiene precisamente una memoria flaca;; exhibe en cambio una determinación a negar todo, o casi todo, aun sabiendo que su discurso no es convincente, y a menudo incurre en contradicciones flagrantes. Cuando Brecha lo ubicó en su domicilio dio la sensación de que aguardaba la presencia de la prensa, como aguarda la inevitable citación judicial.
En sus confesiones al mln, en marzo de 1972, Bardesio identificó a Rodao como uno de los cinco policías reclutados por orden expresa del entonces subsecretario de Interior, Carlos Pirán, para conformar un “grupo de inteligencia” compartimentado, dedicado a la vigilancia y seguimiento de personas.
El equipo entrenado por Bardesio pronto pasó de la vigilancia a la colocación de bombas, y más tarde se sumó a las actividades del llamado Comando Caza Tupamaros, responsable de los asesinatos de Manuel Ramos Filippini e Íbero Gutiérrez, y de las desapariciones de Abel Ayala y Héctor Castagnetto.
Bardesio ubicaba a Rodao participando en los dos atentados con bomba contra el domicilio del abogado Alejandro Artuccio, contra la casa de la abogada y periodista María Esther Gilio y contra el domicilio del médico Manuel Liberoff, después secuestrado y desaparecido en Buenos Aires, el 19 de mayo de 1976, por la patota del sid que operó en el centro clandestino Automotores Orletti. En este último atentado, Rodao personalmente arrojó la bomba de gelinita contra el garaje de la casa;; en los restantes integró el equipo de apoyo, según Bardesio.
—Nada de eso es cierto –dice Rodao a Brecha–. Yo no tengo nada que ocultar. Estoy aquí y me conoce toda la gente, soy amigo de un diputado y del subsecretario de Defensa.
—¿Por qué, entonces, Bardesio lo incriminó en sus confesiones?
—No sé –dice desganadamente Rodao, sin emitir ningún reproche contra el ex agente de la cia, aunque su mirada desmiente la ausencia de emociones de su respuesta.
Hay algunos capítulos en esta truculenta historia de parapoliciales que Rodao no puede eludir: “Claro que conocía a Bardesio, era mi amigo. Me lo presentó Mario Benítez mientras hacíamos cola para cobrar nuestro sueldo”, pero deja sin explicar por qué un amigo lo acusa de algo que él nunca hizo. La referencia al cobro de sueldos es significativa porque el otro amigo, Benítez, lo identifica como el responsable de retirar del Ministerio del Interior el dinero en negro que el “grupo de inteligencia” recibiría por concepto de viáticos para un grupo que formalmente no existía.
Puesto que nada de lo que se le acusa es cierto, no puede admitir que Bardesio fuera su responsable y no puede tampoco admitir que, como miembro del Escuadrón, funcionaba en el estudio fotográfico Sichel, que alquilaba Bardesio como pantalla para las reuniones donde se planificaban las acciones. “Sí –dice Rodao–, conocía el estudio fotográfico, pero fui allí a retirar unas fotos que Bardesio había tomado de mi casamiento.”
Rodao admite que junto con otros cuatro policías viajó a Buenos Aires para hacer un curso de entrenamiento en la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), curso de tres meses que el subsecretario Pirán había acordado, a cambio de lo cual el Escuadrón haría un atentado contra un exiliado, el mayor Pablo Vicente. Uno de los panes de gelinita que Bardesio trajo desde Buenos Aires para el atentado que finalmente no se realizó, fue el que Rodao arrojó contra el garaje de la casa de Liberoff. Desde su total inocencia, Rodao explica que “el curso fue de entrenamiento en vigilancia y seguimiento”.
Tampoco puede Rodao desconocer –porque sería fácilmente demostrable– que fue designado como custodio del embajador de Paraguay Atilio Fernández, en cuyo apartamento del Edificio Panamericano los miembros del Escuadrón realizaron varias reuniones. Rodao recuerda con cierta nostalgia los días al servicio del diplomático –aunque resultara extraño que el Ministerio del Interior designara como custodia a personal de inteligencia en lugar de personal uniformado, como era y es costumbre–. Rodao manifiesta gratitud hacia el embajador Fernández –hoy ministro del Interior en su país–, quien generosamente lo invitó a viajar a Asunción en su propio auto. “Estuve allí unos días y regresé en un vuelo de lap”, cuenta, eludiendo el hecho de que ese viaje fue parte de lo que el hoy senador Julio María Sanguinetti califica como una “dispersión” de los miembros del Escuadrón identificados por Bardesio, para evitar nuevas represalias de los tupamaros.
Esas represalias estallaron el 14 de abril de 1972 cuando los tupamaros ejecutaron a varios miembros del Escuadrón. Pero Rodao dice que el 15 de abril (“me acuerdo perfectamente porque era el día anterior a mi cumpleaños”) él –junto con su esposa– se trasladó a Durazno para ocupar un cargo en el Departamento de Investigaciones de la Jefatura. Cuando se le señala que ese traslado ocurrió inmediatamente después del 14 de abril, Rodao comenta: “El 14 de abril, ¿qué ocurrió ese día?”.
Rodao reitera que no tiene nada que ocultar. “En aquel momento concurrí a una comisión investigadora donde los senadores me preguntaron sobre las acusaciones de Bardesio, y también fui interrogado en un juzgado de la calle Misiones.”
Al final de la entrevista, Rodao reitera: “No sé por qué Bardesio dijo eso de mí”. Y acepta, como una fatalidad, que deberá volver a declarar ante la jueza y el fiscal que investigan los crímenes del Escuadrón de la Muerte.






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