domingo, 31 de enero de 2010

Ascensor realidad


"Este país se va a la mierda" dice mi vecino del piso siete, mientras entramos al viejo ascensor.
Mi vecino es uno de esos cobardes retóricos con que el mundo cuenta, como lo soy yo. Él tiene casi setenta. A pesar de coincidir en nuestra afición retórica y en el viaje de ascensión que nos reúne todas las tardes, nuestros puntos de vista son siempre antagónicos -hasta por una cuestión de lógica generacional- y la mutua antipatía resulta evidente para cualquier agente externo que ocasionalmente pueda acompañarnos.
El desagrado, a fin de cuentas, acaba conturbándonos inevitablemente, trastornando nuestro trayecto ascendente con incómodas descargas de mala emoción que se diluyen -más bien se ocultan- diestramente en miradas esquivas, falsetes y, eventualmente, puños apretados.
Ésta educación de práctica de la voluntad evita, además de golpes, toda clase de agresiones verbales y de otra especie -como escupitajos- y curiosamente determina que nos las arreglemos para buscarle la vuelta al desagradable comentario del interlocutor, de manera de hacerlo cuadrar con el propio, logrando que los argumentos de cada quien se sumen -como en un solo y único vector- a la crítica de la irremediable realidad, que por cierto, es siempre destructiva.

Hace años que nos encontramos en el ascensor, casi a la misma hora, casi todos los días, y si coincidimos de pleno en algo es en que las cosas siempre están peor que aquella vez en que nos decidimos a tirar la primera piedra contra la injusta realidad, con el fin de que el otro la recogiera y la lanzara con mayor destreza, con más elegancia. Es que lo nuestro es una suerte de competencia insana pero leal. Si yo digo blanco, él dice gris, y si él dice negro, yo le recuerdo que negro no es más que la composición de todos los colores juntos.
De ésta manera nuestros puntos de vista se amplían y se bifurcan, se entrelazan y se enriquecen con miserias invariablemente ajenas, distantes, que nos salpican pero no nos mojan. Yo, influido por mi idealismo culposo, radicalizado, cortoplacista, unilateral, estaqueado a mis principios y finales de siempre. Él, ya en la madurez de su existencia y de la prosperidad, con el semanario doblado bajo el brazo, sosteniendo consignas cóncavas y diciendo que podemos ser mucho, que podemos ser tanto, o no. Que podemos incluso ser otra cosa nueva -dice- después, incluso una rara cosa nueva.
E insiste que hay algo que uno sabe muy bien que es que nunca sabe mucho y cosas así, que no dicen nada, para terminar diciendo que no todo lo que reluce es oro y que todos son la misma mierda.

De seguro que si por casualidad la energía eléctrica se cortara algún día, en medio de nuestro viaje de ascenso hacia el estro crítico del piso siete, apagados quedaríamos, mi vecino y yo, callados e ingrávidos, conscientes de que en ese punto oscuro en el que estamos varados, en el que la existencia pende de un par de cables de acero, ya no hay más argucias para exponer ante el otro. Pasmados nos veo, el uno ante el otro, sin nada que decir. Sin nada que hacer excepto odiarnos, ahí sí, quizás desembozadamente.
No nos imagino sentados en el piso del ascensor sin luz, comentando los titulares de su semanario de confianza, despotricando contra los periodistas de la izquierda que escriben bien afirmados con la dereceha o el técnico de la selección, ese oscuro señor que ni siquiera podemos votar, en fin, preguntándonos con sincera cara de consternación si se le puede patear el culo a esa oligarquía ambiciosa que es el tres por ciento de la población y hacer de este país algo mejor, algo por lo que valga la pena llorar aunque sea. Y mucho menos imagino que ahí a lo oscuro, el vecino empiece a atosigarme con su cátedra de rigor, la monserga posmarxiana, con todo y su teoría de que lo social constituido discursivamente no significa una reducción idealista de lo social y material al lenguaje o al pensamiento. Justo a mí, que soy corto de entendederas, y que la paciencia no me sobra.

Y no nos imagino por una cuestión simple: lo nuestro es un momentáneo y perpetuo viaje de ida enmarcado en factores artificiales, como la luz y el confort de un ascenso eléctrico. De ellos dependemos a la hora de hacer nuestros discursos filosos, carentes de trascendencia. Lo básico, la inmanencia, queda en la oscuridad y tanto mi vecino como yo le tememos a lo que es básico, puramente real. Como el resto de ese mundo al que odiamos, componemos nuestras obras retóricas para ser expuestas en la luz, en lo efímero, en lo que dura un viaje de ascensor.
Mi vecino y yo tenemos miedo. Pero yo tengo más miedo que él porque tengo la mitad de sus años y me niego a asumir que la existencia se consuma en vituperaciones vertidas cotidianamente contra el mundo en una caja de lata que me lleva de la planta baja al piso siete.

Miedo porque algo en mí no sabe juzgar la realidad y persiste en ignorar que, dado que hay varias clases de ser, habrá también otras tantas clases de realidad, y que se puede elegir como en el ascensor, pulsar el botón incorrecto que nos llevará a otro piso, a otras casas, a otra realidades; aunque mi casa y la de mi vecino estarán siempre en el mismo lugar, que no necesariamente es el correcto. Lo que es, no es.
Ese sofisma nos mantiene vivos -aunque inermes- emitiendo juicios de valor sobre todo lo que nos rodea. No sé si sirva para algo, pero a partir del lunes puede que empiece a usar las escaleras. Mientras tanto, soy yo el que cierra la segunda reja del ascensor -instante de hierro que se despliega ante nosotros- despidiéndome del vecino hasta mañana:
"Este país se va a la mierda".

F.Leicht postaporteñ@_______________________________________

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