miércoles, 10 de febrero de 2010

Agonía

(cuento)

El golpe y el grito me despertaron repentinamente en la madrugada.

Instintivamente busqué en la mesita de luz, el interruptor de la portátil, antes de recordar que no había en esa habitación inmunda, ni portátil, ni interruptor, ni mesita de luz. Apenas un cajón de verduras parado al costado del catre, donde depositaba el vaso de agua por las noches. Busqué a tientas sobre la improvisada mesita, la linterna de leds que dejaba al lado del vaso, en prevención de tener que realizar alguna incursión nocturna al cagadero. La blanca luz, huérfana de haz, difusa como un sueño apenas recordado, iluminó el conjunto de objetos anodinos sobrevivientes apenas del reciente naufragio de mi ruina. Un par de cajas de cartón con ropa amontonada de cualquier manera sobre ellos, un perchero que encontré apoyado en un contenedor de basura y que reparé de cómo pude, de donde cuelga mi gabardina añeja como un ahorcado, abandonado en el lazo para ejemplarizante horror de potenciales delincuentes, mis zapatos polvorientos y una radio portátil que sólo capta sin ruidos la Sport 890 por la mañana, como si hubiera hecho un pacto electrónico con Da Silveira.

El corazón me palpitaba de puro sobresalto, pero sólo silencio y polvo cohabitaban en el aire de la habitación apenas iluminada. Supuse que el susto había sido ocasionado por un mal sueño como sucede a veces cuando el último estertor de una pesadilla parece prolongarse en la vigilia, me giré en el catre derruido que un eufemístico dotado de una no menor dosis de optimismo podría haber llamado cama, y me dispuse a seguir durmiendo rezando para que ninguna pulga persistente me lo impidiera.

Como si mi intención de dormir provocara el escándalo, ni bien acomodé mi cabeza en la almohada, un grito alcohólico y potente, atravesó la noche como un trueno:

-¡Hija de puta, la concha tu madre, salí del baño hija de puta salí de ahí con ese guacho que me clavaste cuando estaba en cana!-

Inmediatamente después, el sonido inconfundible de un puño furioso estrellándose contra una puerta cerrada.

Me incorporé en la cama una vez más con la linterna encendida sin saber ni como ni cuando había llegado ésta a mis manos. Antes de que hubiera siquiera terminado de pararme, otro grito, esta vez de mujer:

¡Dejame, andate y dejanos en paz! ¡Andate antes de que hagas otra vez lo que ya sabés!-
-Hija de puta, abrime la puerta o te voy a matar, abrime te digo!-
Más golpes, rabiosos, desesperados.
-¡Andate borracho, merquero de mierda!- ella.
Mierda pensé, lo único que me faltaba, un llanto de niño, tal vez poco más que un bebé.

Y al fondo, un susurro como si la madre intentara arrullarlo, consolarlo o tan sólo hacerlo callar.

Los gritos provenían decididamente del apartamento que estaba a la derecha del mío, la siguiente puerta de un pasillo oscuro cuyos confines difusos jamás había visto claramente. Me había cruzado sólo ocasionalmente con algún vecino en la escalera, pero nunca en el pasillo de mi propio piso. No tenía como ponerle cara a esas voces que me llegaban desde el otro lado.
Sin embargo se las puse.

El seguramente un hurgador y chorro de a ratos, o un vendedor minorista de pasta, probablemente peludo, desdentado, con la camiseta de peñarol y todo el alcohol posible circulándole por las venas.
Ella, probablemente prostituta - había una casa tres pisos más arriba donde se prestaban ese tipo de servicios- seguramente bonita con esa belleza efímera de los 18 o 20 años mal usados, olería a perfume barato dulce y penetrante como el de un jazmín machacado con canela, y tendría en sus brazos, a un niño de dos años, con el cabello pobremente rubio, apelmazado contra el cráneo por la escasez de encuentros con el agua.
Ambos estarían apretados uno contra el otro en el extremo más alejado de la puerta, del baño derruido. Ella probablemente buscaría con desesperación, un arma cualquiera con la cual defenderse del invasor si éste lograba vencer al fin la resistencia dudosa de la puerta.
Supongo que la escena imaginada, estaría fuertemente en duda con el Resplandor, aquella vieja película con Jack Nicholson, pero protagonizada en mi imaginación, por actores mucho más prosaicos y tercermundistas.

Los golpes continuaban sincopados como si el perpetrador siguiera un ritmo dictado por su rabia. Ella seguía gritándole que se fuera, que los dejara en paz y repentinamente cesaron los intentos del sujeto como si éste al fin hubiera reconsiderado la conveniencia de su furia y se hubiera tranquilizado.
A todo esto, yo ya había recorrido los escasos pasos que me separaban de la pared lindera, aún con la linterna en la mano y buscando por la cocina desvencijada, lo que recién se me ocurrió era un arma. ¿Un arma para qué? me pregunté y me contesté al instante con un dudoso "por las dudas" sin entrar a considerar por las dudas de que. Me serví agua en el otro vaso y me quedé recostado al los tablones que hacían las veces de mesada.
Del otro lado de la pared, se escuchaban pasos furiosos que iban y venían por la habitación y el estrépito inconfundible de los cajones de una cómoda que se estrellaban contra el suelo desnudo. De fondo, como la música de una película de terror concebida por un director demente, los lamentos constantes del niño y el llanto agudo de la mujer acorralada. Ahí me di cuenta de dos cosas, una que tenía miedo, la otra, que no tenía la más puta idea de que hacer.

¡Laconchatumadre, hijadesietemilputas, ya vas a ver cuando encuentre el fierro!¡Te vas a arrepentir de haberte pasado cogiendo con el Bartolo mientras yo estaba en el comcar!

Ahora sí, podía quedarme mucho más tranquilo. El borracho estaba armado y aparentemente desbarataba la habitación en busca del revolver. Cerré los ojos y recé para que la mujer lo hubiera sacado de la casa, se lo hubiera tirado a la mierda o él mismo lo hubiera perdido al sevelé o lo hubiera cambiado por pasta, recé por cualquier cosa que me evitara escuchar el sonido definitivo de los tiros que me sabía perfectamente tan incapaz de impedir como de soportar.

Los gritos de la mujer eclosionaron como huevos de miedo a los que le ha llegado su momento y ascendieron una escala o dos tanto en agudeza como en volumen ni bien el tipo concluyó la última frase.
Ambos sabíamos ahora, él y yo, que el arma estaba definitivamente en algún lugar del apartamento.

¡Qué cagada!
El sujeto al otro lado de la pared, redobló sus esfuerzos exploradores con un ahínco cada vez más cargado de furia. Se le notaba en los pasos presurosos que repercutían en todas las paredes como truenos en miniatura, en la saña con la que pateaba los cajones caídos y arrastraba la cama de un lado a otro mientras el mueble se quejaba con un chirrido de maderas agonizantes. La intensidad de los gemidos de la mujer, ascendía más y más y me pregunté cómo era posible, ¿cuál era el límite de esa garganta aterrada más allá del cual se rompería como la cuerda de una guitarra desgastada por infinitos punteos, como una campana de cristal cuyo badajo se agitara más y más con la incansable y perentoria necesidad del estallido final?

Parecía imposible que esos gritos no se escucharan desde cinco cuadras a la redonda y me pregunté por que no venía nadie en tren de socorro o aunque fuera para callar los gritos y proseguir el sueño en paz. Era impensable que el escándalo no hubiera despertado absolutamente a todo el edificio, y sin embargo, ningún sonido de pasos se auscultaba desde el pasillo o la escalera.

Del otro lado, se oyó una especie de explosión de madera y vidrio. Probablemente, un aparador que se estrellaba contra el piso. Platos de loza, cubiertos, algún elefantito de porcelana con un billete añejo hecho un canuto dentro de la trompa.
El tipo aulló ¡Aaaaaaaay, me corté, hijadeputa, me corté por tu culpa laconchatuvieja! e inmediatamente después una inconfundible corrida a través del apartamento un fuertísimo golpe contra una puerta, probablemente, el tipo se había lanzado furioso con el hombro para intentar de una vez por todas penetrar en ese baño que le parecería inexpugnable. La mujer gritó "¡hijo de puta, ojalá te hubieras cortado la garganta!" y el hombre, mientras modulaba sonidos ininteligibles, golpeaba la puerta con algo que, definitivamente, no eran sus puños. Los golpes sonaban sólidos como si pegara el la puerta con un palo. Tal vez una silla de caño y cármica.

Paralizado por el pánico, tenía los dedos agarrotados de aferrarme al tablón de la cocina. Me pregunté si gritar serviría de algo, probablemente no, me dije. Dudo que mis gritos pudieran atravesar, no tanto la pared, sino sobre todo el otro muro, el de aullidos desesperados, golpes furiosos e insultos vociferados con la pastosa cadencia del borracho que ha cortado el último cabo que le sujeta a la cordura.

¿Golpear la pared? Eso podría funcionar. Los golpes en la pared parecen tener una frecuenta especial que los hace audibles aún en las circunstancias menos propicias. A punto estaba de empezar a golpear la pared con un cucharón, que seguramente no habría resistido íntegro más de tres o cuatro intentos, cuando pensé que los golpes tenían la desventaja de que denunciarían al destinatario, mi presencia al otro lado del muro.

La puerta del baño donde se refugiaban la mujer y el niño, parecía ser lo bastante sólida como para resistir, al menos hasta ahora, los embates del energúmeno, es más, probablemente resistieran hasta que el tipo se agotara por el esfuerzo y la bebida, pero mi propia puerta, apenas si podía llamarse así con propiedad. La original había sido seguramente robada tiempo atrás y la suplente, era apenas un pedazo de duraboard sujeto al marco por dos bisagras minúsculas y como toda defensa a la privacidad, un pasador apenas más grande que las bisagras. El vecino furibundo atravesaría con seguridad esas menguadas defensas, no con un golpe, sino con un soplido. La única arma que tenía a mano, era un Tramontina cuyos dientes habían desaparecido tiempo atrás desgastados en su lucha contra los platos. Ah, y el cucharón que aún sujetaba mi mano indecisa aunque tampoco es que pudiera hacer mucho para defenderme con semejante adminículo.

Los gritos y los golpes continuaban al otro lado.

Yo ni siquiera tengo una silla para apartarlo como hacen los domadores, pensé incoherente. Estaba aterrado. El celular no tenía saldo, ni tampoco carga. Ocasionalmente lo dejaba cargando en el bar de la esquina, pero ayer, fatigado hasta el desaliento por la búsqueda infructuosa de un empleo durante el día entero, había olvidado llevarlo. Aún estaba seguramente hibernando como un oso, dentro del bolsillo de la gabardina ahorcada.

Seguía aún preguntándome que hacer, sin dejar de atender los sonidos provenientes del apartamento vecino. Ahora el hombre había dejado de aporrear la puerta, otra vez los pasos de león enjaulado, otra vez la búsqueda del revólver matizada con insultos y lo que ya no eran amenazas de muerte, sino certezas.

Se me ocurrió asomarme a la ventana del dormitorio, la más alejada de la pared lindera y pedir socorro a través de ella. Me pareció una buena idea sobre todo porque no era demasiado arriesgada. Fui hasta allí y deslicé la hoja móvil sin ninguna dificultad. Era de las pocas cosas que funcionaban en ese nido de okupas.

Me asomé hacia la calle y miré en una y otra dirección. Nadie se veía de una a la otra esquina. Sólo un perro que intentaba abrir con sus patas y sus dientes, una bolsa de supermercado abandonada negligentemente contra un plátano vetusto. A una cuadra y media, por 18 de julio, ocasionales autos transitaban con la mansedumbre de quien trilla. Por San José y por Soriano, no pasaba un alma. El aire estaba frío y el viento que soplaba del sur sin mucha convicción, arrastraba entre sus dedos reminiscencias del río con un toque de olor a creolina.

Mientras seguía buscando alguien a quien pedir auxilio, me percaté de que los gritos habían disminuido hasta casi desaparecer. Volví a introducir el medio cuerpo que tenía afuera. Tal vez el borracho derrotado por la resistencia de la puerta y el oportuno disimulo del revólver, hubiera cejado en su intento homicida y caído a fin dormido sobre el colchón que seguramente reposaría fuera de la cama tirado de cualquier manera como un animal cansado.

Mis esperanzas se demostraron totalmente vanas.

Los gritos y los golpes continuaban si es posible, con aún mayor intensidad y violencia ni bien mi cabeza estuvo otra vez dentro del dormitorio. Nunca pensé que la aislación acústica del edificio fuera tan eficiente, volví a mirar hacia la calle. Se me ocurrió que si debido a la aislación, nadie de fuera escuchaba los gritos bien podría gritar yo a través de la ventana abierta pidiendo socorro. Me daba un poco de vergüenza, pero tal vez lograría que algún vecino normal, llamara a la policía.
Era evidente que mis marginales vecinos que habitaban el edificio de okupas, habían decidido unánimemente prestar oídos sordos a los desesperados aullidos de la mujer acorralada.

Pero al primer intento, que no fue precisamente llevado adelante con todo el esfuerzo posible y necesario me sentí tan absurdo gritándole a la noche, que decidí esperar a que algún transeúnte noctámbulo estuviera a tiro para escucharme.

Desde atrás y a la derecha, desde el apartamento donde transcurría esa guerra doméstica de resultado incierto, se escuchó un nuevo grito masculino. Esta vez no era de furia, no era de dolor como cuando el energúmeno se cortó. Era decididamente un grito de triunfo. La embriaguez parecía haberse esfumado repentinamente en ese alarido victorioso.

Inmediatamente después, cuatro o cinco pasos veloces como el galope de un caballo, una carcajada a la vez cuerda y demente y los tiros.
Uno, dos, ... tres, cuatro... cinco.. seis, ... siete, ocho, nueve. ¿Cuántas balas lleva un arma? ¿Habré perdido la cuenta?, pensé inconexo y aterrorizado mientras el telón caía con un décimo y definitivo balazo.

En el silencio que persistió tras la tormenta, ahí pude gritar. Ahí sí grité.

Ahí sólo mis gritos desgarraron la noche de otoño a través de una ventana abierta a la calle silenciosa durante un lapso de tiempo inconmensurable, hasta que la sirena de un patrullero deteniéndose bajo la ventana, le puso fin a mi propia agonía de cobarde.

Germán

postaporteñ@_______________________________________


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