domingo, 6 de marzo de 2011

“¡A redoblar, muchachos, esta noche!…”

¡Arriba el carnaval de los que luchan!!!
¡Abajo el carnaval de los adulones!!!.

El carnaval ha sido en las esquinas de barrio del capitalismo dependiente de este lado del Plata --por largas y fecundas décadas--, la más extendida y genuina expresión de cultura popular --audaz e irreverente--, en pié de aguda crítica lapidaria contra el poder político y sus abusos.
No hubo ni hay otra actividad artística que compita con “dios Momo” en participación de multitudes y espontánea y sana algarabía colectiva siempre atenta a las veleidades nada edificantes de los personajes más destacados del aparato burocrático del Estado.
Aquello era pueblo en movimiento insurrecto desenfadado y pertinaz –prolijamente, cada verano --, algo así como la conspiración alegre y buyanguera de la clase trabajadora y sus artistas del asfalto “sin diploma”, sin academia y sin mercantilismo, contra la hipócrita burguesía dependiente y entreguista, que tenía su propio carnaval de promesas, mentiras e inmoralidades durante todo el resto del año.
Fundidos en la sublime acción de masas de dejar “pegada” a la corrupción y la ineptitud de gobernantes e incondicionales del poder, pueblo trabajador y carnavaleros desplegaban todo su humor clasista y “desestabilizador”, mediante la técnica más antigua y efectiva del escrache político conocido desde épocas casi legendarias de la historia: la sátira, la parodia, la puesta en ridículo del que domina y manda y en definitiva es odiado o despreciado por el pueblo.
Puede afirmarse sin temor a la equivocación, que el carnaval oriental existe –aún degradado-- gracias a la iniciativa y la acción pionera y sistemática de miles y miles de asalariados del medio siglo XX oriental, que se iban compenetrando profundamente con esta manifestación artística “subterránea”, punzante y “bizarra”, no exenta, sin embargo, de cautivante poesía semi lunfarda y apenas alfabeta, a la que debemos considerar como antecedente fundamental de lo que ahora llamamos canto popular ciudadano.
Lo hacían como si el carnaval fuera algo natural al espíritu de los explotados y los oprimidos, contando muchísimas veces con la colaboración “militante” de magistrales y corrosivas plumas pertenecientes a un mundo literario de fuerte extracción proletaria y de ojo certero para ejecutar jocosamente a los poderosos soberbios e impunes en el implacable paredón de la burla popular, casi que como el sustituto artesanal de una justicia institucional ausente por indolencia cómplice, de hecho y de derecho.
Muy especialmente las murgas –integradas mayoritariamente por obreros con cierta vocación “lírica”, salidos de la esquina, las fábricas, los clubes y los boliches de barrio, que prácticamente no dormían durante un mes entero alternando interminables actuaciones nocturnas honorarias con severos madrugones para ir a trabajar-, practicaban magníficamente, y, en general, sin saberlo, la más contundente agitación, denuncia y concientización de impronta subversiva, gracias a la impactante y perdurable penetración psicológica de la técnica sencilla del escarnio cupletero, basado en la representación sarcástica y mordaz de las situaciones sociales impugnadas y ridiculizando sin miramientos a sus principales y reales “personajes”.

Pero, bien decimos, “fue”…

El carnaval actual es por cierto de una naturaleza bien distinta a aquella que en realidad hoy añoramos y reinvindicamos y tiene una nueva razón de ser que en buena medida debe buscársela embrionariamente en el período dictatorial 1972 / 1985 y, luego, en los retrocesos culturales engendrados en él y desarrollados al regreso a la legalidad burguesa, llegándose hoy al punto culminante que permite sospechar, ya, desafortunadamente, su muerte inminente. O, al menos, una severa decadencia que en algún momento habrá de convertir al carnaval en algo nada más que negocio pseudo turístico, socialmente prescindible, funcional a expectativas alejadas del alma popular… o a su misma revolución.
Estrictamente hablando, el carnaval de hoy anticipa su misma antítesis como fenómeno histórico-cultural de los “de abajo”..
La dictadura –entre otras podas criminales y aberrantes-- mutiló la esencia crítica y satírica del carnaval, no tan solo sometiendo a murguistas, humoristas y parodistas, y aun a las comparsas de negros lubolos, a la censura previa de letras y guiones, sino también llegando a encarcelar e incorporar a las “listas negras” a aquellos carnavaleros que osaban desafiar tímidamente la “pretensión punitiva del Estado”, animándose a cuestionar oblicuamente al fascismo aun de la manera más pueril e inofensiva imaginable.
La “necesidad” de un lenguaje apenas atrevido y a la vez muy sutil e indirecto y la imposición de hecho de temáticas únicamente permitidas por el poder “cívico-militar”, trastocaron radicalmente el ejercicio murguero y afines, alejando de él a su principal protagonista: el simple laburante ahora desestimulado por la presión y la represión que liquidaban la libertad de expresión crítica y la alegría punzante y directa, y que, además, en el contexto general de la dictadura, significaban el repliegue del pueblo todo de un carnaval que apenas mantenía su carácter festivo, pero no permitía funcionar la “válvula de escape” del cuestionamiento burlesco que todo el mundo ansiaba escuchar y ver –“en democracia”-- después de once meses de desvergonzado ejercicio del abuso de poder de la clase dominante, invariablemente implicada en fraudes, estafas, negociados, verdaderas rapiñas e inmoralidades varias encubiertas por la cultura dominante, que contrastaban con su predicamento falaz de las “buenas costumbres” y los llamados fallutos a la “honradez” política y la honra sagrada a las “instituciones democrático-republicanas”…
Paulatinamente, desde el año 1973, el lugar del viejo murguero-proletario, fue siendo ocupado por una élite cultural más próxima a las “capas medias cultas” ideológicamente apequeñoburguesadas, al teatro y al mega espectáculo “profesional”,  que al “populacho” de las típicas “carnestolendas” anuales. Fue surgiendo un “dios Momo” más refinado, más preocupado por la estética visual y la sofisticación perfeccionista coral-musical, y más impelido por las mismas circunstancias políticas a recursos intelectuales que no condecían en todo caso con las expectativas “vulgares” esperables del público clásico del tablado  barrial.
En una década bestial y cruel, el carnaval se sumió en un letargo aburrido y sumiso, a pesar de brillantes destellos estéticos y magníficas exhibiciones corales y puestas en escena auxiliadas por efectos audiovisuales impresionantes y cinematográficos. Un letargo que a la luz de lo que sobrevendría luego, pareció ser el sueño que precede a la muerte, con un breve y fenomenal paréntesis de “resurrección” tardía y agónica ocurrida desde la muy relativa vuelta de los milicos a los cuarteles y hasta los comienzos de la avasallante avalancha “progresista” de los ´90.
Así fue, objetivamente, que el empobrecimiento de contenidos cuestionadores desde una óptica cabalmente popular, pareció contrastar con un cierto enriquecimiento de las formas artísticas, a tal punto que por primera en la historia, algunas murgas llegaron a ofrecer espectaculares y costosísimas actuaciones en escenarios europeos, con bastante más espectadores, obviamente, que los posibles en el empobrecido “paisito” de origen. No puede subestimarse en absoluto su valor artístico intrínseco, pero era ya el anticipo de cuánto se iría perdiendo como expresión cultural autóctona de los “de abajo”, por más que aquellas viejas murgas pre dictadura desentonaran un poco y a veces no se entendiera muy bien qué decían los improvisados y desafinados coros callejeros de laburantes que al menos se sacaban las ganas de gritar fuerte una vez al año las injusticias padecidas (ganas que a veces nos atacan a los oprimidos desde siempre, sin que en general nos animemos; todo un tema extra carnavalero: el tema del acostumbramiento a la docilidad y sus secuelas espirituales-culturales inhibitorias, por llamarle de algún modo).

Los momentos finales de la dictadura y sobre todo el primer lustro de “democracia” aggiornada y otra vez edulcorada, representaron un notable reverdecimiento del carácter burlón y viviseccionador carnavalero, volviéndose a la ridiculización de la burguesía cipaya tan corrompida como antes. Pero con una peculiaridad especial y hasta cierto punto comprensible: el humor crítico era lambién el llamado nada velado y entusiasta a apoyar la opción electoral “progresista”.
Este proceso de verdadera mutación cultural, tuvo también su correlato en cuanto a la desaparición de la inmensa mayoría de los múltiples escenarios públicos de barrio de antaño, generalmente armados sobre chatas de camiones o simplemente con tablas aportadas por los vecinos más “pudientes” (hubo en algunos barrios hasta dos o tres tablados montados en alguna esquina o a mitad de cuadra, bajo el farol del alumbrado público, muchas veces con actuaciones a capela, casi). El tablado venía a ser el segundo lugar de nucleamiento social después de las fábricas a las que el neoliberalismo fascista iría bajándole las cortinas hasta convetirlas en cementerios de una cierta prosperidad “nacional” que también fue apagándose junto a las voces portentosas y francas del viejo y emblemático murguero devenido ahora en desocupado crónico o changador manoseado, marginalizado y entristecido de por vida.
Nos encontramos hoy con un carnaval profesionalizado y mercantilizado a extremos impredecidos, con divas y divos más parecidos a estrellas de cine en la entrega de los Oscar, re-producidos e impostados en toda su conducta social externa, poco creíbles, poco queribles, pero sobre todo poco y casi nada comprometidos con el legado netamente popular de aquel “dios Momo” proletario y contestatario, devenido ya en dios desclasado que a la hora de la creación artística, escribe con la buena letra del que espera los favores de un poder que asegure el buen morfe, el cero kilómetro pequebú y el estrellato efímero adulado por la caterva de fanáticos más bien estupidizados que aguardan la llegada del “bus” refrigerado y desolorizado –en lugar del camión promiscuo y hediondo-- con sus pequeños dioses de voz asexuada, aspecto olímpico y broncilíneo, y, en general, re-copados y súper agradecidos con el respaldo oficial a lo que ellos mismos están contribuyendo a dinamitar junto a sus colaboradores con rango ministerial: la mejor cultura popular propiamente dicha, la que reivindica al pueblo trabajador también en sus fibras artísticas clasistas e independientes de la parafernalia politiquera al servicio de los poderosos.
Se lo mire por donde se lo mire, no hay expresión que mejor defina en general al actual carnavalero vernáculo y su pasaje por los modernosos escenarios alejados del barrio, que la de obsecuencia lisa y llana al sistema y sus gobernantes de turno, siendo tan solo una ínfima minoría los que tratan de mantener a salvo las raíces proletarias y cuestionadoras del carnaval criollo, que no exhiben grandilocuentes frases pseudo filosóficas o comprometidas, pero que no se equivocan a la hora de apuntar la sátira y el escarnio sobre quienes lo tienen merecido.
Claro que muchos dirán lo que es evidente, pero no justificante: el carnaval refleja el movimiento de la lucha de clases, traduce sus vicisitudes nerviosas y contradictorias en sátira y buen humor y, cuando corresponde, saluda también los grandes cambios históricos que representan avances para el pueblo trabajador y la misma sociedad… Pero, aún suponiendo la existencia de esos “grandes cambios”, ¿qué es lo que explica que el murguero se haya convertido en cuestionador del trabajador organizado?, ¿por qué ni siquiera lo que vemos y oímos en estas “mega carnestolendas” es satirización inteligente y sana, y sí ataque furibundo y animoso contra los que no dejan de luchar debido a que los “grandes cambios” no les abarcan o debido a que creen justamente que los “grandes cambios” pasan por cumplir la misión histórica de la clase trabajadora de emanciparse de los chupasangre y de liberar las capacidades creadoras populares hoy sofrenadas por la dominación capitalista?.
Efectivamente, el carnaval refleja todo eso y mucho más. Y lo que refleja, aunque nos duela, es que aquella consustanciación proletaria de hace medio siglo y más –en un país todavía muy distante del “progresismo”--, ha venido transformándose en apropiación desclasada de sectores sociales que actúan más parecido al legendario y tristísimo bufón del rey –alegre e ingenioso, pero alcahuete y adulón, interesadamente adulón, al fin de cuentas— que al laburante que no vive del carnaval, sino para el carnaval y que las ocho horas y todo el oprobio cotidiano suyo y de su familia, no le permiten la liviandad lameculo de subirse a un estrado para cantar rastreramente estrofas que califican a los sindicalistas y sus sindicatos en lucha, de “mafia corporativa”, “enemigos del progreso”, “trancapelotas”, etc., etc., etc.
Ese lujo, hoy, se lo pueden dar los que están jugados al acomodo “cultural”; los que invadieron un espacio de pueblo ya invadido por el fascismo, los que contrabandean obediencia y ruindad disfrazada de talento “constructivo”, los que ya ni siquiera intentan disfrazarse de proletarios y romper con su propio corsé ideológico incondicional con el poder, por sentirse ellos mismos, el poder, la cultura, la imagen del país que hay que venderle-regalarle a inversores y turistas ansiosos por conocer a un “dios Momo” que solamente conocerán cuando “los mafiosos” que luchan, vuelvan a asaltar el tablado y canten a grito pelado, vestidos con bolsas de harina, fusilando sin temblarle la voz a los viejos corruptos y a los nuevos y castos poderosos circunstancialmente aptos para comprar murguistas y murgas y afamadas y decadentes estrellas “de la cultura post modernista”, al nada bajo precio de bonitos contratos en dólares o euros, en aras de la “difusión y la popularización artística” y el “bienestar cultural del pueblo”.
Por más pueril y trasnochado que parezca, como que ha llegado la hora de ir pensando en ocupar no solamente el centro de trabajo del cual se nos escupe, la tierra de la que se nos expulsa o la ruta donde asesinos al volante aplastan a nuestros hijos, sino en reocupar también el territorio cultural ciudadano que nos pertenece y que nos coparon los que aplauden la venalidad y la genuflexión que no pueden ni quieren disimular letras ni letristas que, a diferencia de aquellos poetas del medio siglo carnavalero del Uruguay pre progre, no provienen del proletariado y sí del lúmpemproletariado cuyos paladares se han hecho adictos compulsivos a los dietéticos sabores de una neo-pequeñoburguesía para la que no podrá cumplirse ya aquello de la oscilación entre revolución y contrarevolución: “su revolución” ya está hecha, hay que hacerles “su contrarevolución” desde abajo, bien de abajo, con el boicot a sus “cidi” y sus “dividí” y el escrache cotidiano en la parada, el bondi y la  vieja-nueva murga y el viejo-nuevo tablado que en cualquier lugar y con cuatro tablas locas, podemos volver a montar desde esos espacios de la miseria y el desamparo en los que las niñas y los niños casi desclasados, sienten el carnaval como cuestión de pobres y muy pronto comprenden que su vida no tiene nada que ver con las bufonadas de los buchones del rey, del presi o de la primera dama.
¡A redoblar, muchachos, esta noche, esta noche que hay que convertir en nueva alborada de pueblo trabajador y liberación cultural de los de abajo, desde todos los barrios, todas las esquinas y todos los rincones a los que jamás podrán ni querrán llegar los mil letristas del poder y los inversores, para los que “dios Momo” es sinónimo de tarjeta de crédito, “respeto por el jurado” y piel erizada por los elogios del Banco Mundial “de desarrollo” y las horribles revelaciones de un “wikisistema” tan pero tan desagradecido por los servicios prestados, que hasta se da el lujo de difundir cibernéticamente remedos de cuplé satiricón con los que ni se atreven los que sí se atreven a criminalizar “artísticamente” a los que no han dejado ni dejarán de luchar ni transan con los que transan!.
¡A redoblar, muchachos, que el supremo acto cultural de la revolución, sigue estando donde debe estar; abajo, donde en lugar de tarjeta de crédito, apenas hay tarjeta alimenticia para pagar el boleto y comprar 200 gramos de azúcar en el almacén!!!.
¡Arriba el carnaval de los que luchan!!!
¡Abajo el carnaval de los adulones!!!.

Gabriel Carbajales, Santa Catalina, marzo de 2011 (unos minutos después de oír a la anti murga alcahueta que seguramente saldrá primera).

1 comentario:

  1. El cambio de tuerca se dió cuando le vendieron los derechos a Tenfield.
    Ahí entregaron su alma al dinero y empezo el proceso mercantil de bola de nieve cuyo resultado vemos hoy. Y se hacen los giles como que nada cambió, que siguen siendo rebeldes y que hablan de cosas realmente importantes. Pff...

    Una pena

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