martes, 21 de agosto de 2012

El Coronel "Tordillo" Ramas tiene quien le escriba

Nacer muriendo 

 Ruben Bouvier

 Fue una noche inolvidablemente mágica. A ningún ser humano habitante del planeta esa noche le resulto tan especial como a mí. Fue mi noche y también la de aquellos que fueron compañeros de viaje hasta ese día de mi corta y especial existencia. Fue mi noche del 17 de Julio del 72 donde mágicamente nací desde la muerte.

En un viejo Barracon de Infantería, de una histórica Colonia del Sacramento, se planificó militarmente un andrajoso baile siniestro del terror donde danzaron los muertos y los recién nacidos.

Fue un baile cruel, interminable, sádico, húmedo, de aullidos sin nombre, sin rostro. Una especie de baile de mascaras, donde nadie pudo elegir su propia representación.

Todo fue ordenado desde un mando verde, con botones dorados en los hombros, con bastones de madera, fustas, y botas de cuero negro. No era un baile con entrada libre. Todos eran invitados especiales

El frío era seco, intenso, cortante y mis pensamientos se desbocaron como un caballo del futuro en una frenética carrera donde mis jóvenes 21 años supieron por primera vez, de la existencia de algo que llamaban taquicardia, pulsaciones disparadas, miedo a un precipicio que me invitaba a una caída vertiginosa, en un solitario vuelo hacia la muerte.

Los hombres verdes vinieron a buscarme para ser los parteros de una casi-muerte que alumbro un nacimiento diferente, de otro ser que ya no era, que nunca seria igual.

Ya no volvería a ser el que fui. Nadie de forma natural puede volver a nacer a los 21 años y por eso fue mágico y lleno de una singular belleza, pese a estar en una escenografía pulverizada de dolor.

Lizette en mis brazos entendió con sus diecinueve meses de vida, que los hombres verdes que entraron en tropel con sus bayonetas en ristre eran autómatas portadores de una historia que comenzaba a cambiar para todos y para ella en especial.

Los hombres verdes eran sepultureros y portadores del dolor humano.
La capucha, las manos a la espalda y el frió metal que ajustaba mis muñecas eran el prologo de un viaje corto-eterno-imborrable-adrenalinico-histórico e impredecible.
La capucha de tela gruesa y verde se incrusto con fuerza en mi cabeza y el rostro de Lizette paso a ser un recuerdo permanente que impregno mi piel y endureció mis mandíbulas con un dolor nuevo para mí durante once años.

Todo se hizo intangible, me quede sin tacto, sin visión, con mi boca reseca. Me quede solo con el olor a “tumba” de cuartel que impregnaba la áspera tela de la capucha.
Mis oídos pasaron a ser la referencia con un mundo en lo que todo indicaba que me iba de él.
Solo un hilo fino, tenue, me ataba a la vida que no quería perder y una estrella fugaz de cinco puntas se vio caer en picada hundiéndose masivamente en el fondo de una derrota histórica en el Uruguay. que le cambio la vida radicalmente a decenas de miles de hombres, mujeres y niños. Caíamos en el fondo oscuro de un rió cualquiera del Uruguay.
La energía que esa estrella irradio al tocar la profunda soledad, me incito a pelear por  un mundo nuevo que habría que construir.

Mi familia quedaba cada vez más atrás en la medida que el jeep verde cargado con hombres  y bayonetas caladas, devoraba las calles que tantas veces transite con el sol o la luna acariciando mi cara.
Atrás quedaban para siempre mis años de  niñez y adolescencia y a su vez frenéticamente se acercaba un nacimiento parido por la muerte.
La noche se hizo noche total y fue como sentir una extraña, placentera y tibia especie de muerte aun no descubierta por los hombres de ciencia.
El triciclo rojo alrededor del aljibe y bajo el parral de aquella Colonia Suiza de América.
Las mañanas dando de comer a las gallinas, el campito cruzando la carretera, el alambrado y los chircales con una mirada deseosa de ver a Mariel jugando en su casa y contemplarla sin que ella me viera, sin enterarse jamás de mis sueños de besar su virgen y carnosa boca roja.
Los partidos de fútbol en verano. A morir a diez. Al rayo del sol (como gritaba mi madre).
Con olor a niños pobres El Negro Burgueño, los hermanos Onequer, Miguel, mi hermano y yo.
El monte de eucaliptos adonde me escapaba cuando la goleada anunciaba el final.
 Corría por dentro del monte esquivando esos grandes troncos y pisando las hojas a las que el otoño ordenaba morir. Era el otoño de mi niñez y buscaba en mi aventura solitaria llegar a un lugar secreto, intimo, jamás pisado y conocido por nadie, preparando sin saber futuras clandestinidades.

 Allí supe tener  largas charlas con aquel caballo alazán, muy alto y que seguramente pesaba más de 600 kilos. De largas crines y de una  mirada azul cercana, secreta y cómplice de historias futuras.
 Yo no paraba de correr hasta ubicar aquel árbol que identificaba fácilmente con  un hueco en su corteza.
 Dentro de ese hueco le di sepultura a una pequeña rana que encontré muerta debajo del duraznero.
 En una cajita de plástico le realice un pequeño y desolado velatorio donde solo yo y algunas gallinas fueron testigos.
 En ese árbol ella estaría para siempre, hasta la eternidad, tan lejos como la utopía del hombre nuevo que empezaba a volverse inalcanzable.  
Ya sin aire corría, llegaba y comprobaba que seguía allí. La observaba y estaba igual que la vez anterior.
 Era un cementerio seguro para ella y también descansaba en paz como los humanos.
 Luego me sentaba sobre el colchón de hojas muertas. Estiraba mis piernas y levantaba mi cabeza viendo como las nubes corrían sobre una pista celeste donde yo pensaba que estaba Dios, mirándome, controlando mis actos. Rezaba en un susurro casi, un Padre Nuestro que aun memorizaba de mi primera comunión. Luego me sentía diferente, absuelto de todos los pecados cometidos esos días.
 Después de algunos minutos el enorme alazán llegaba con un caminar lento y casi humano. Se aproximaba y muy cerca podía sentir la tibia humedad de su hocico en mi cara. Su altura, su brillo y su manera de ser lo hacían único. Jamás vi un caballo cercanamente parecido a el en el resto de mi vida.
Solo mantenía conversaciones conmigo. Me lo confeso la primera vez que lo vi llegar a mi eucaliptos-cementerio.
Yo con mis nueve años era un tembloroso y voraz oyente de sus leyendas. Siempre me hablaba de lejanas tierras y de historias en las que seguramente fue protagonista central.
 Eran luchas de pueblos que se unían por la verdad y la justicia.
 El fue el primero en decirme que un Hombre Nuevo estaba en gestación.
 Luego pegaba un golpe seco con su mano izquierda en el piso y se iba. Nunca supe desde donde venia y a que lugar pertenecía.
  Una mañana decidí seguirlo para ver hasta donde llegaba. Se paro abruptamente. Dio vuelta su cabeza y sus venas se marcaron como alambres tensados en una fragua de fuego. Su mirada fue esta vez de un color azul incandescente. Era como si el Sol estuviera allí en sus ojos.
Tiernamente me pidió que no lo hiciera y fueron sus últimas palabras, nunca mas lo vi.
Serenamente me dijo: gran parte de tu vida será la de guardar secretos y no saber ciertas cosas.
Atrás quedaban las esquinas derrapadas por ese monstruo verde que apuraba el paso
para llegar en hora al baile de los andrajosos “pichis” a los que había que bautizar con
 angustiantes aguas eléctricas, que no serian benditas ni de manantial.
Atrás quedaba mi niñez con aquella cercanía desconocida para mí, a un  Tiro Suizo que
 provoco  los cuentos confusos de mi padre sobre algo extraño que allí sucedió.
Todo se quedaba muy atrás y también aquella mi primera masturbación escondido entre
 los limoneros y pensando en Mariel.
 Comenzaba a marcarse mi  rara adolescencia donde mis compañeros de liceo me veían como el “bicho raro” que leía a Marx, a Lenin, al Che, escuchaba a Cafrune y sabia quien era Fidel.
Los soldados hablaban de sus guardias, de sus relevos, como si ese viaje fuera uno más de los tantos en el que cargaron a hombres y mujeres como un precioso botín de guerra.  Hablaban del “pata e bolsa “que tenia una nueva víctima. Esa víctima era yo.
 Lo entendí meses después cuando de tanto escuchar, supe que el “pata e bolsa “era una especie de monstruo que salía por las noches buscando casas donde habitaban mujeres que habían quedado solas.
Casas de oficiales, de soldados y de los “pichis” tupas también.
 No paraban de hablar de él, era un ser que les inspiraba mucho miedo, angustia y daban como un hecho que nadie se salvaba de sus apariciones nocturnas.
 Existía y actuaba, pero nadie sabía su nombre y sus fechorías no eran penadas por la Ley.
 Era un ser especial, casi extraterrenal, que gozaba mujeres ajenas y sin violación, todo era a pura seducción.
Ellos hablaban permanentemente de él, pero también sabían que estaba ahí sentado con
ellos, esperando una guardia nocturna para hacer gozar a una mujer que esa noche
quedaría sola.
 Ella estaría pronta para abrir una puerta y tener orgasmos diferentes, placenteros,
secretos, tal vez vengativos o simplemente fuertes orgasmos prohibidos.
Por once años esas serian conversaciones que escucharía todos los días, pero de noche eran mas sombrías, inundadas de miedo y de un sufrimiento enorme para aquel que nada podía hacer, pues estaba muy lejos, muy desamparado. Cuentan que hubieron soldados que llegaron a escuchar los gritos y gemidos de placer  de sus mujeres en las frías noches del Penal de Libertad cuando cumplían guardia por un un mes. Ese mes se les hacia terriblemente interminable.
Frente a la barrera que cruzaba la entrada del Cuartel el soldado que manejaba grito la contraseña.  La barrera se levanto. Era la entrada a uno de los Infiernos que día a día se construían en el Uruguay de la década del 70.
Corrí para aferrarme fuertemente a los brazos y al cuerpo de mi madre, cuando aquel enorme perro-lobo me corrió por aquella angosta calle de tierra rumbo a la Escuela 10, pasando el Club Artesano.
Me aferre a todas las preguntas y respuestas que debería dar para ganar tiempo o para callar y no delatar, para no entregar.
 Me sacaron entre dos, tres o tal vez yo sentí que fueron miles desde dentro del jeep.
Sentí que el perro era muy grande y que mis piernas no llegarían a los brazos de mí madre para salvarme de sus colmillos de acero.
Caí pesadamente en un piso duro, militar, sediento de golpes y sentí voces, muchas voces.
Como en un espejismo vi que mi madre se alejaba, se diluía y el enorme perro toco con su poderosa mano derecha sedienta de dolor, mi talón izquierdo débil, de niño aun.
Pase a ser un eslabón más de la derrota de muchas guerrillas latinoamericanas. Caíamos en las babeantes fauces de los seres del terror.
Rodé y di vueltas sin cesar mientras el perro trataba de atraparme definitivamente para morder mi rostro.
Era el umbral entre un mundo que se iba y otro nuevo que era necesario construir.
Fue un parto doloroso, sangriento, violento, eléctrico, místico y único.
Dentro de mi capucha, Lizette planeaba junto conmigo y me alentaba a nacer en una noche llena de magia, profundamente fría y nuestra.
Mi extraña y nueva madre pujaba y pujaba para traerme al mundo de los golpes, los aullidos de dolor y de la resistencia.
 Sentí correr el agua helada por mi cabeza y por mi espalda.
En ese torbellino mi cerebro se inundaba y mis pensamientos se disparaban, mi adrenalina se electrificaba y súbitamente  a la luz de un relámpago vi el monte y sus ojos azules que me decían dulce y lentamente de un Hombre Nuevo que debería nacer.
Manoteaba desesperadamente a mi estrategia que quería escaparse de ese lugar. Le explique a ella que debería estar no a mi lado, sino dentro mió.
Fueron segundos el tiempo que me llevo elaborar una estrategia para no morir, para permanecer, para no claudicar, para no enloquecer, para no dejar de ser.
El agua entraba salvajemente, fría, decidida, en torrente. La capucha se inundo, se cerró en el cuello y sentí los gritos de otros muertos, de otros nacimientos, de otras estrategias que también lucharon para no abandonar nunca más el mundo milenario de la lucha de los pueblos.
Mi espalda y mi piel sintieron como el agua se electrizaba y quemaba mis neuronas.
Pero la lucha de los pueblos pudo más.
En ese primer minuto de vida se decidía todo. Mi cabeza daba vueltas y la estrategia se debatía para no morir ahogada.
Boqueaba y buscaba oxigeno desesperadamente donde no lo había. El gemido, el vomito y mi cuerpo que se tenso en un espasmódico movimiento de gigante fueron de una intensidad y fuerza brutal.
El hombre verde acicateado para matar, dejo por un momento su automatismo y pensó (lo que estaba terminantemente prohibido para él).
Fue un momento y fue la causa de que la estrategia no muriera y de que Joaquín este hoy a mi lado.
Ese hombre verde nunca supo que levantando su brazo y sacando a ese nuevo ser desde el fondo del tacho, estaba siendo partero de la vida y de la lucha.
A cientos de kilómetros, en un Tacuarembó lejano, en una vieja casa de la calle 33, construida en la década del 40, una niña de 10 años jugaba a la rayuela y a las maestras.
En una vereda impregnada con olor a jazmines, Marta jugaba y saltaba, sin imaginar que en su vientre,  Joaquín comenzaba a ser protagonista de una historia que habría de comenzar 28 años después.
De pronto esa noche, ella sintió sensaciones extrañas y un latido distinto de su corazón la llevo a emprender un vuelo nocturno, silencioso, extraño, agotador, para poder llegar hasta aquel viejo Barracón. Allí se poso en un añoso roble y pudo ver a un joven muchacho de 21 años que luchaba por nacer, para ser parte de un futuro, que en aquel momento para nadie existía.
Inconscientemente su pensamiento rezo un Ave María.
Aquel era un tiempo solo de trágicos presentes, de morbosos electrodos, cuerdas que levantaban cuerpos que a cada segundo pesaban más y más y parecían estallar.
Era una mordedura filosa, atroz, que masticaba los cuellos, los brazos y las espaldas tensadas a más no poder. Y en ese infierno eléctrico y planificado para matar, violar, destrozar cuerpos y vencer resistencias, en ese infierno usted era el Jefe Supremo, usted era el Diablo personificado, el que pegando con su fusta en su bota lustrosa gozaba como en un orgasmo de crueldad cada aullido de dolor y de cercanía a la muerte.
Era usted Coronel Ernesto “Tordillo” Ramas. Usted aun desde su celda lujosa y con todos los beneficios que le da el sistema, puede escribir y ser entrevistado por la prensa.
Usted si tiene quien le escriba Coronel Ramas. Somos muchos los que podemos escribirle para recordarle cuanto dolor gesto en su vida.

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