martes, 7 de abril de 2020

Fin de la cuarentena

Luz al final del tunel

-Tuve este sueño el 30 de marzo de 2020; dicen que hay sueños premonitorios...-

Por Sirio López Velasco


Juan Pueblo salió de su casa y se cubrió los ojos. La luz lo había cegado por un instante. Se miró los zapatos que había abandonado por varias semanas. Las baldosas grises mostraban su indiferencia de siempre. 
Caminó primero vacilante, como el que aprende a andar en bicicleta. Luego fue apretando el paso y se juntó a la marcha alegre de quienes habían abandonado sus casas. No se hablaron pues sabían a lo que iban. 
Cuando desembocaron en la gran avenida un helicóptero camuflado sobrevoló aquella multitud creciente. A pesar del ruido de las aspas, el mensaje llegó nítido y repetido desde el aparato. 

Por orden del gobierno toda manifestación estaba prohibida y cada uno debía retomar sin falta su  trabajo. Y amenazaba disparar si la manifestación no se dispersase. A los que dirigiesen la protesta aseguraba una larga cárcel. Un hombre cincuentón que llevaba una gabardina puesta sacó de debajo de su axila derecha una escopeta. 
Quienes lo rodeaban se pararon a su alrededor para verlo hacer puntería. El helicóptero se acercó a la altura del edificio más cercano.  El hombre tiró dos veces. 

La multitud detuvo su rápida marcha y miró al cielo. El helicóptero empezó a echar una humareda negra y a girar cada vez más rápido. Buscó la plaza que se abría en la otra esquina  y ya sin motor aterrizó con un tumbo. 
La fuerza del impacto lo hizo ladearse y quedar de costado, mostrando sus patines como un ave herida. Cuatro uniformados salieron por la puerta que había quedado apuntando al cielo y huyeron en disparada. Uno rengueaba de la pierna derecha. 

La multitud rugió de alegría y prosiguió su marcha. Algunos cientos de metros después la avenida estaba cerrada por dos tanquetas y dos camiones lanza-agua. Una fila de uniformados vestidos como astronautas blandían, intercaladamente,  escopetas de balas de goma y armas de guerra.   

Un oficial se adelantó algunos pasos y empuñó el megáfono. Anunció que nadie podría transponer aquella línea y que era inútil reagruparse en calles paralelas, pues el dispositivo cubría toda la zona. 
Reiteró la orden de que cada cual retomara sus labores de antes del encierro. El gentío, que a esa altura ya era una muchedumbre compacta, se detuvo unos instantes. Pero muy rápidamente algunas voces arengaron a cumplir lo que había sido pactado a través de las redes. 
Una mujer agregó que aquellos uniformados estaban tan  cansados del pasado como ellos. Y que querían vivir sin virus salidos de laboratorios de guerra, sin desocupados y sin represión, y con la alimentación sana, la salud, la educación, la vivienda gratis y el gozo al alcance de todos. 
Para eso, remató, debe acabarse la era de los patrones, los políticos profesionales y los ejércitos. A cada cincuenta metros aquel mensaje fue relevado hasta las hileras más distantes de la cabecera de la marcha. Otra mujer llamó a no tener miedo porque muchísimas otras marchas como aquella estaban ocurriendo en el país y en el mundo. 
Su mensaje también recorrió todas las hileras. Y de inmediato la muchedumbre reanudó su camino. El oficial del megáfono dio la orden de que sus subordinados apuntaran. Las tanquetas hicieron girar sus cortos cañones, dirigiéndolos directamente a los manifestantes. Los camiones lanza-agua tiraron dos chorros cortos que se estrellaron contra el asfalto aún vacío. 

La multitud no se detuvo. El oficial se hizo a un lado y desde un extremo de la fila de sus hombres mandó tirar. La marcha apuró el paso. Las tanquetas y los uniformados no tiraron. Los camiones se tragaron su agua. La multitud rompió el bloqueo sin siquiera mirar a los soldados. 
El oficial y varios de los suyos doblaron la primera esquina a la carrera. Otros subordinados se unieron a la marcha. De las calles que confluían en la avenida se fueron sumando más y más contingentes. Cuando llegaron a la Casa de Gobierno constataron que la barricada militar era allí más espesa que la que habían enfrentado antes. Varios megáfonos reiteraron las conocidas órdenes, advertencias y amenazas. Y agregaron que en la residencia se encontraban reunidas las máximas autoridades políticas, militares, y jurídicas del país, acompañadas de los principales líderes empresariales, y que las órdenes eran claras; tirar a matar a cualquiera que intentara transponer aquel cordón de soldados y vehículos militares. 
La multitud se fue ensanchando para abarcar toda la explanada en un gran semicírculo de unos mil metros de profundidad. Quienes estaban en las primeras filas alertaron a quienes los seguían que en otras tres avenidas que desembocaban en aquella explanada otras muchedumbres se hacían presentes, atrás de los respectivos cercos militares. 

El mensaje fue pasando de hilera en hilera. Varios de los que encabezaban la marcha se comunicaron con sus móviles con otros tantos que hacían parte de las otras marchas. Y rápidamente combinaron que romperían los cordones al unísono, para entrar por distintas puertas a la Casa de Gobierno.   
Varias voces gritaron la invitación a avanzar. Uno de los oficiales que había usado los megáfonos apuntó su pistola y tiró. Una manifestante se desplomó en brazos de quienes la ladeaban. El hombre de la escopeta abatió en el acto al oficial asesino. La multitud rompió el cordón, al mismo tiempo en el que las otras marchas hacían lo propio. Los soldados fueron palmeados por los manifestantes y se quedaron sumergidos entre los miles y miles que pasaban. Unos pocos se unieron a aquel torrente. Una marcha se abalanzó sobre la puerta abierta que sólo vigilaban dos guardias, que rápidamente se hicieron a un lado. 

Las otras puertas fueron forzadas por otras densas columnas. Los invasores formaron un gran enjambre en el inmenso hall. Y se dividieron para rastrillar las habitaciones, buscando a los representantes de los dueños del país. De una habitación salieron algunos hombres que, tras identificarse como diputados, llamaron a la calma, gritando que en su calidad de voceros del pueblo, arreglarían todo por vía parlamentaria. 
Más de una voz contestó que habían tenido décadas para arreglar todos los desaguisados de la pobreza  y la devastación ambiental y que ahora ya era tarde. Un grupo de manifestantes se ofreció gustoso para mantenerlos en custodia. El resto del enjambre siguió buscando. 
Y la marcha del hombre de la escopeta descubrió en un gran salón a los cabecillas reunidos. El hombre se adelantó a sus seguidores y decretó que quedaban detenidos.   
Uno de los dignatarios se identificó como juez y levantando el puño proclamó que aquello no quedaría así. Una mujer respondió que efectivamente las cosas nunca más serían las que habían sido. Los dignatarios fueron rodeados por un denso cordón concéntrico.   

Muchos manifestantes salieron a los balcones y empuñando megáfonos que les habían quitado a los militares se dirigieron a la muchedumbre que cubría toda la explanada, y, más allá, una media docena de calles hasta una distancia a perder de vista.  
 Los megáfonos anunciaron el cambio de era. Decenas de miles de voces atronadoras hicieron  eco a aquella proclamación. Se anunció que nadie debía desmovilizarse y que en la desembocadura de cada una de las calles que confluían en la explanada, se reunirían quienes quisieran asumir la coordinación y ejecución de la satisfacción en lo inmediato de cada una de las necesidades básicas de la vida. 
Y una voz de mujer fue indicando la necesidad que sería coordinada en cada esquina. Una voz de hombre comunicó que a través de tres radios que se habían integrado al movimiento se sabía que en las principales ciudades del país y en algunas zonas rurales había en aquel momento movimientos similares al que allí protagonizaban; y que en cada localidad también se formaban las coordinadoras, para después contactarse en una gran red nacional. 
Los vítores fueron aún más entusiastas que los de antes. Y a lo largo de cada una de las calles indicadas, empezaron a congregarse nutridos grupos, ya permaneciendo en el lugar, ya viniendo de otras calles. Quienes no podían ocupar los primeros lugares eran informados y consultados sobre cada una de las directrices que se adoptaban para comenzar a ejecutarlas de inmediato. 

Por último se estableció la forma en la que toda aquella gente y todos quienes quisieran sumarse en lo sucesivo se mantendría organizada y reunida por barrio, centro de producción o educativo, para coordinar las formas básicas de la nueva vida ecomunitarista, Y comenzó la nueva era.    










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