martes, 21 de octubre de 2025

La generación "Z"


 


 

(I)

Insisto en mi línea de darle a las palabras, al discurso, el cimiento de “LO REAL”, de lo que uno vive y ES. ¡Con más razón observando lo que viene ocurriendo en distintas partes del planeta: Asia, África, A. Latina! Por algo los jóvenes de la “GEN Z” (ya hablaremos de ella) no CREEN en los lindos discursos ni en los políticos de turno… Palabras cargadas de camuflaje, hipocresía, ¡cinismo!

Entonces, mantendré mi ritual ético: reiterar que me siento orgullosamente parte de la llamada GENERACIÓN 68, generación que entregó no solo sus tiempos de vida a la militancia, sino incluso la propia VIDA, intentando subvertir, acabar con este mundo “patas arriba” (diría E. Galeano). Insurrección, revolución que debe arrancar adentro de uno mismo, porque —parafraseando también al amigo Galeano— ¡SOMOS LO QUE HACEMOS!

A no engañarnos mirando hacia afuera de uno mismo. Tal es el Axioma (1) de cualquier mirada política que pretenda ser revolucionaria. Y así como nos empeñamos en el pasado en “cambiarlo todo”, en darle muerte al capitalismo como sistema provocador de males, hemos de reconocer que POR AHORA, fracasamos en nuestra intentona. Por crueldad del sistema, por un inteligente manejo del PODER a cargo de las élites gobernantes, pero también por errores y cegueras propias. Sobre todo, por no tener claro un horizonte programático ni una acertada estrategia de lucha.

Síntesis: alegría porque la rueda de la historia se mueve. Porque este tecnocapitalismo, que se vende a sí mismo como ÚNICO POSIBLE, como SISTEMA IDEAL por su sublime revolución tecnológica, parece imbatible para la Generación “Y” (la de los años 70/80, la de mis hijos e hijas), pero muestra su lado oscuro: sus grietas sociales, sus inhumanidades, en definitiva, su vulnerabilidad.

En este pasado mes de septiembre, y en lo que va de esta quincena de octubre, no exagero si afirmo que han sido cientos de miles de jóvenes quienes han inundado las calles de Nepal, Indonesia, Filipinas, Marruecos, Madagascar, Perú, Ecuador y hasta del propio Paraguay. Levantando durísimas consignas contra la “casta política”, contra la corrupción, contra los privilegios de los poderosos; volteando gobernantes y hasta incendiando palacios parlamentarios… reclamando derechos básicos y una perspectiva de trabajo.

Antes de entrar en un perfil más detallado de esta llamada “Gen Z”, y antes de analizar en particular el caso peruano, me importa transmitir que ese sentimiento de alegría que nace con el rebrote de las luchas —que para “jurásicos” como uno es esencial porque abre esperanza en los cambios—, sin embargo, va acompañado de otro sentimiento que alberga cierto temor y preocupación.

A estos cientos de miles de jóvenes que se adueñaron de las calles, ¿no les pasará lo mismo que a nosotros? ¿No sentirán que se “comen a los niños crudos”, entregándose con coraje y sin cálculos, para luego terminar arrasados como moscas? Las crisis políticas que se multiplicaron en cada uno de estos lugares, ¿una vez más no serán resueltas con la vieja receta del “gatopardismo”: la de modificar cosillas secundarias para que lo esencial siga intacto? ¡Para que el capitalismo siga en pie!


(II)

Perú. Tomo este caso particular por varias razones. Porque en la década del 60 —la de nuestras luchas— fue un caso emblemático, con el militarismo reformista de corte nacionalista del Gral. Velasco Alvarado, proceso que llevó a que ciertos partidos de la izquierda uruguaya hablasen del fenómeno del “peruanismo” como modelo antiimperialista.

Al punto de que, cuando se difunden los comunicados 4 y 7 de las FF.AA. el 9 de febrero de 1973, estos sectores se ilusionan (¿ingenuamente?) con que la fuerza militar podría entrar en contradicción y frenar la fáctica dictadura fascista emergente desde las épocas del Pachecato.

Elijo Perú porque, a mediados de los 90 —en pleno auge del fujimorismo y de la implantación del neoliberalismo—, con la aprobación en 1993 de una de las constituciones más centralistas y clasistas de toda A.L., recorrimos con la tribu familiar, de mochileros, parte del Perú, comprobando cuán densa era la experiencia de lucha de los pueblos andinos. No en balde, son los territorios de pasadas insurgencias organizadas como la de Tupac Amaru, insurgencias que han quedado grabadas en la memoria popular.

Perú, porque me animaría a decir que, con las elecciones del 2021 —que por escasos 44 mil votos gana Pedro Castillo sobre Keiko Fujimori (hija del dictador)—, es el protoejemplo de cipayismo, servilismo y clasismo de políticos y gobernantes.

Un P. Castillo, maestro rural, de extracción campesina, que llegó al gobierno no licuando, sino reivindicando genuinos reclamos de izquierda como la reforma agraria, salud y vivienda para “los de abajo” (cifras oficiales situaban la pobreza en un 30% de la población); un P. Castillo que juramentó en julio de 2021 dirigiéndose fundamentalmente a campesinos, pescadores, pueblos originarios, ronderos, etc., afirmando: “Juro por los pueblos del Perú, por un país sin corrupción y con nueva Constitución”.

Ese P. Castillo que recorrió el país hablando con su gente, vestido como uno más y sin protocolos, prácticamente no pudo gobernar. No solo no cubrió los 5 años de mandato (¡solo año y medio!), sino que cada decisión —desde los nombramientos de ministros hasta las más insignificantes medidas administrativas— era vetada o trabada por el Congreso.

Hasta que finalmente se le aplica el artículo de vacancia por intento de “autogolpe”, el 7 de diciembre de 2022. Su gestión fue la crónica de una muerte anunciada. Se atrincheró en la receta clásica: desmovilizar las bases, ceder ante las presiones del aparato político convencional y empresarial, e intentar negociar LO POSIBLE (?)... a tal punto que él mismo se convirtió en “UN IMPOSIBLE”.

Lo metieron preso, y la vicepresidenta, la Sra. Dina Boluarte (también integrante del movimiento Perú Libre), pasó a desempeñar su rol.

Conclusión: un Perú con un importante desarrollo de la lucha de clases es capaz de producir un presidente que no pertenece ni a la casta política ni a la empresarial (un “outsider”, foráneo de los aparatos), que representa ideas y posturas por fuera de lo que prescribe la “SOCIEDAD PALIATIVA” (BCH). Sin embargo, en escaso tiempo, la alternativa emergente es prácticamente demolida.

Y la sociedad civil, más los sectores organizados, tardan en reaccionar y son reducidos a la impotencia política. A partir del 7 de diciembre se suceden paros nacionales y se llenan las calles, pero la represión no perdona. Sobre las espaldas de la mentada Sra. recaen nada más ni nada menos que 50 muertos (¡asesinados por la policía!) y cientos de heridos.

En esas revueltas y enfrentamientos no existió la “GEN Z” marcando presencia como tal. Existió el pueblo en las calles, combativo como lo es el peruano, pero sin la organización ni la fuerza necesarias para derrocar a la impostora Boluarte y al desvergonzado Congreso.

Para mi sorpresa, transcurrieron casi tres años de silencio y aparente quietud, hasta que en los pasados días reaparece el pueblo en las calles. En esta ocasión, con una nueva figura, un nuevo protagonista que no estaba en los planes del gobierno y juega el papel de chispa que incendia la pradera: la GEN Z (“Z”, supongo, porque son los últimos en llegar a la vida; aterrizan con el nuevo siglo).

Generación que se mueve de forma autónoma, que convoca desde las redes (nativos digitales) a todos los jóvenes para marchar junto con las demás organizaciones reclamando la dimisión de Dina y del Congreso en su totalidad.

¡QUE SE VAYAN TODOS! Fue la consigna que resumía el sentir de esta juventud movilizada espontáneamente y de la multitud por las calles de Lima.

Final previsible: decretan la vacancia de la escrachada Dina, intentan limpiar la imagen del Congreso desmarcándose de ella; designan en su lugar al presidente del Congreso, J. Jerí (también con antecedentes), y convocan a elecciones nacionales para el otoño de 2026.

Por ahora, con un solo muerto a raíz de las movilizaciones —un joven rapero de nombre Eduardo Ruiz Sanz— y más de 100 heridos entre manifestantes y policías.

Hasta aquí, resumidamente, los hechos. Parecía necesario clarificarlos, porque tanto las redes como los medios de prensa presentaban el estallido peruano poco menos que como resultante exclusiva de la GEN Z, cuando fue distinto. En todo caso, la virtud de “los Z” fue quebrar el quietismo, sacudir el tablero político y, fundamentalmente, participar integrados al conjunto de la protesta social.


(III)

Hechos que parecen repetirse y que nos interpelan la sensibilidad militante. Nos dejan “pistoneando”; nos llaman a una reflexión responsable, porque bien que hemos aprendido que las derrotas, desde una perspectiva estratégica, son transitorias. Enseñan mucho. Pero también tienen costos grandes: no solo en vidas o heridas, como acaba de pasar en Lima, sino en descrédito de la lucha y en generar desánimo y desgaste.

Además, envalentonan al enemigo de clase, al enemigo político. Si algo hemos comprobado con mucho dolor de piel y de alma, es que este no tiene miramiento alguno: si los privilegios están en peligro, ¡te aplasta SIN PIEDAD!

Entonces, yendo a la clave del análisis: consideremos, en el tiempo, resultados del pasado en casos similares al peruano de hoy.

Cuando en 2001 se llevó a cabo la revuelta o rebelión de los piqueteros en Argentina, se volteó a De la Rúa y se agitó la consigna “¡QUE SE VAYAN TODOS!”, con la icónica canción de Nacho Copani que señala a los políticos como LADRONES. ¿En qué ha terminado todo, al cabo de 24 años? ¿En un desquiciado Milei, producto perfecto de “la batalla cultural” fascista, antiglobalista, potenciando las redes para el trabajo de captación ideológica, y arreando juventud al grito de “¡viva la libertad, carajo!”?

Un Milei hoy a punto de sucumbir este próximo 26 de octubre, ¿y nuevamente con la vuelta de Fuerza Patria (rejunte peronista) vanguardizada por Axel Kicillof, y CFK por detrás?

O vengamos más acá en el tiempo, mirando otros procesos: cuando en época de pre-pandemia, en los años 2018/19, se suscitan diversos estallidos o revueltas sociales, como la de los Chalecos Amarillos en Francia, o la de los chilenos en Santiago —detonada el 18 de octubre a raíz de la suba del boleto de metro—, ¿estas rebeliones o revueltas en qué han culminado política y socialmente?

Por ejemplo, con la creación de la Francia Insumisa de Mélenchon, recorriendo una vez más el camino electoral; o con el retorno de chalecos multicolores enfrentando en 2024, de forma espontánea, la reforma de la Seguridad Social, arquetípica del neoliberalismo actual.

Y me detengo más bien en el caso chileno (que algo hemos analizado en los “NN”) porque arroja significativas señales: más de un millón de personas invadiendo las calles de Santiago durante esos días, con una interesante particularidad: la existencia de una base organizativa configurada por un conjunto de decididos compañeros y compañeras que, bajo el rótulo de PRIMERA LÍNEA, se encargaban de proteger las marchas ante la represión y el despliegue de los carabineros.

¿Resultado de esa rebelión? Por ahora, un gobierno casi tan impresentable como el actual del FA: el del otrora estudiante combativo y hoy “domesticado progre”, G. Boric. Canalización del fervor mostrado en las calles también con una clásica salida institucional: la creación de una Convención Constituyente y luego el fracaso por paliza (60%) —en plebiscito del 4/09— de la nueva Constitución propuesta por dicha Convención.

Manteniéndose en vigencia (con ciertas enmiendas) la pinochetista de 1980.

Otro pueblo latinoamericano (así como el peruano), con aquilatada tradición de lucha, que ha vivido varias veces este tipo de estallidos o rebeliones puntuales, cuyo resultado político hasta el día de hoy —lejos de abatir el modelo neoliberal capitalista— ni siquiera ha podido erradicar una Constitución como la pinochetista.

Por esta razón es que a uno le nace la desconfianza, más bien la preocupación, de cuál será el resultado de esta nueva oleada de “rebeliones promovidas o acompañadas” por la GEN Z, a cuenta de observar, a través del tiempo, la reiteración de fenómenos sociales que no están produciendo efectos políticos o ideológicos auténticamente transformadores, radicalmente antisistémicos.

Con una enorme desproporción “costo/beneficio”, pero, fundamentalmente, con la constatación de que, luego de todo lo experimentado y vivido por las revoluciones y los revolucionarios a escala planetaria, no obstante, estamos todavía muy, muy lejos de construir una mirada no solo crítica, sino propositivamente acertada del horizonte hacia dónde dirigirnos.

Nos falta más crudeza a la hora de corregir errores y carencias, y nos falta una rigurosa elaboración (“teoría política”) para encontrar caminos que realmente nos pongan en marcha hacia una genuina EMANCIPACIÓN SOCIAL: LA DE CONSTRUIR UN MUNDO SIN EXPLOTADOS NI EXPLOTADORES.

Con un capitalismo cada vez más inteligente (el de la “IA”, ¡ni qué hablar!) a la hora de perpetuarse...

Cerrando: claro que para quienes curtimos el “TOC” (trastorno obsesivo compulsivo) de luchar contra este mundo tan plagado de absurdos, que asumimos el compromiso militante como forma de vida total, es buena noticia que las calles se pueblen de jóvenes inconformes, indignados con las injusticias y las inequidades humanas.

Pero es indispensable —además de discutir entre militantes ya definidos— también debatir con ellos no solo los efectos culturales e ideológicos de la adicción digital (pantallas, celulares, transhumanismos de todo tipo), sino particularmente el gigante DESAFÍO POLÍTICO que tenemos por delante: destruir semejante sistema, que este sí representa una verdadera PANDEMIA MUNDIAL.


 

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