Ultrajada aquí, allá y más acá Aram Aharonian
CLAE, 14 sep 2023
Tal vez ningún término usado recurrentemente en el espacio público
fue ultrajado de tal manera que no solo fue vaciado de contenido sino
que perdió todo sentido para remitir a la realidad. Hoy se quiere
confundir democracia con el derecho a votar, uno de los pocos derechos
que les queda a los de abajo, para creer que participan en una elección,
a sabiendas que su condición no cambiará radicalmente.
La voz democracia se usa indistintamente en los debates
teóricos y políticos, pero premeditadamente se omite su carácter
ilusorio y la falta de asideros históricos y empíricos para privilegiar,
ante todo, una perspectiva de deber ser, de aspiración, que difícilmente se consuma.
En tanto ideología, la noción de democracia se emplea como un
instrumento de legitimación de las estructuras de poder, dominación y
riqueza. Más cuando desde 1968 el capitalismo fue cuestionado a fondo
por las clases medias ante las promesas incumplidas luego de 200 años de
prácticas y experiencias derivadas de su proceso civilizatorio, señala
el mexicano Isaac Enríquez Pérez, en El carácter fetichista de la ideología de la democracia.
Mark Malloch-Brown, presidente de Open Society Foundations y
exsecretrario adjunto de Naciones Unidas, señala que los reportes sobre
la muerte de la democracia son muy exagerados, pero si no demuestra que
puede dar mejores resultados concretos se arriesga a perder a los
jóvenes. “Enfrentar la creciente desilusión con el gobierno democrático y
algunos de sus principios fundamentales entre los más jóvenes implica
restaurar la confianza en que el sistema puede generar calles más
seguras, más vivienda, mejor educación y servicios de salud; alimentos y
energías a precios más accesibles», afirma Malloch.
El intelectual francés Alain Touraine señala que hoy es más frecuente
definir la democracia en función de aquello de lo cual libera la
arbitrariedad, el culto de la personalidad o el reinado de la
nomenklatura que teniendo en cuenta lo que construye o las fuerzas
sociales en las que se apoya.
El escritor uruguayo Eduardo Galeano sostenía que “La democracia es
un lujo del norte. Al sur se le permite el espectáculo, que eso no se le
niega a nadie. Y a nadie molesta mucho, al fin y al cabo, que la
política sea democrática, siempre y cuando la economía no lo sea. Cuando
cae el telón, una vez depositados los votos en las urnas, la realidad
impone la ley del más fuerte, que es la ley del dinero”.
“Así lo quiere el orden natural de las cosas. En el sur del mundo,
enseña el sistema, la violencia y el hambre no pertenecen a la historia,
sino a la naturaleza, y la justicia y la libertad han sido condenadas a
odiarse entre sí”, añadía.
«Con la democracia no solo se vota, sino que también se come, se
educa y se cura», señaló en su discurso de asunción en 1983, Raúl
Alfonsín, el primer presidente democrático luego de la última dictadura
militar argentina. La altísima desocupación, el 40 % de pobreza, la
educación y la salud pública en crisis, no son imperfecciones o falta de
maduración del ideal democrático. Se trata de una democracia burguesa,
donde hay interés de clases en pugna, pero donde (casi) siempre pierden
los de abajo.
¿La libertad de elección política, requisito indispensable de la
democracia, es suficiente para considerar que ésta está consolidada? ¿La
democracia se reduce entonces sólo a procedimientos? ¿Es posible
definir la democracia prescindiendo de sus fines y, por ende, de las
relaciones que instaura entre los individuos y las categorías sociales o
limitar la democracia a la posibilidad de participar en elecciones?
El Consejo de Europa señala que hay tantos modelos diferentes de
gobierno democrático que a veces es más fácil de entender la idea de
democracia en términos de lo que definitivamente no es: no es la
autocracia o la dictadura, donde una persona gobierna; y no es
oligarquía, donde lo hace un pequeño segmento de la sociedad. Bien
entendida, la democracia incluso no debe ser la “regla de la mayoría”,
si eso significa que los intereses de las minorías son ignorados por
completo.
Estados Unidos avanzó con el arte de convertir sus guerras de
conquista en civilizadas formas de organizar el mundo y ordenarlo a su
modo. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión
Europea lo tienen en el centro de su discurso público: democracia y
derechos humanos. Todo se hace, se justifica, se impone, en nombre de
ellos y de su defensa.
Pero la realidad muestra otra cara: las intervenciones humanitarias,
la guerra contra “el terrorismo”, contra los gobiernos que según Estados
Unidos no respetan los derechos humanos, contra los que Washington y
sus repetidoras políticas y mediáticas en todo el continente
llama “Estados delincuentes”.
La política del miedo y la incertidumbre se ha consolidado también
como una de las consecuencias que más incidirá a largo plazo. En un
estado de guerra multidimensional, el control de nuestros cuerpos y
nuestras mentes se vuelve un objetivo estratégico. El miedo se vuelve
un arma poderosa de control social. Los medios de comunicación y las
redes sociales, afectan la psiquis colectiva, desarticulan el tejido
social y manipulan la opinión pública.
Son más de 500 intervenciones militares estadounidenses
internacionales desde la fundación de Estados Unidos en 1776, con más de
la mitad ocurridas entre 1950 y 2017, y un tercio del total después de
1999, reporta el Proyecto de Intervención Militar en la Universidad
Tufts.
También hay una extensa lista del uso de fuerza militar
estadounidense entre 1798 a 2023, según los archivos del Congreso. Es
difícil calcular el número de veces en que Washington ha intervenido,
tanto militarmente como de otras maneras, directas e indirectas, en
América Latina con el objetivo de lograr un “cambio de régimen”.
El historiador John Coatsworth identificó por lo menos 41 casos entre
1898 y 1994, uno cada 28 meses durante un siglo. Los ejemplos, sobre
todo en América Latina, muestran de manera abrumadora que estas
intervenciones de todo tipo han sido contra regímenes progresistas y
ayudaron a instalar regímenes derechistas, no pocos de ellos entre los
más brutales en el mundo.
Con el gobierno de Salvador Allende, Henry Kissinger dijo estar
preocupado de que el éxito de la socialdemocracia en Chile fuera
contagioso… Estaba preocupado por que un desarrollo económico exitoso,
una economía que produce beneficios para la población general y no sólo
ganancias para las empresas privadas
Así, Kissinger dejó al descubierto la historia básica de la política
exterior de Estados Unidos durante décadas. Comentó Noam Chomsky en
1994. “En todas partes, lo mismo en Vietnam, Cuba, Guatemala, Grecia,
Nicaragua; era la misma preocupación: la amenaza de un buen ejemplo”.
Repasando las distintas etapas de opresión, desde el colonialismo
directo de las potencias europeas, al sojuzgamiento económico de la
primera mitad del siglo XX, que fue respondido con los primeros
movimientos populares en Latinoamérica, los golpes militares contra los
gobiernos populares y la imposición del neoliberalismo no llegaron por
arte de magia: necesitó del financiamiento y dirección de EEUU.
A medida que avanzaba la resistencia popular a sus políticas, el
neoliberalismo abandonó su disfraz democrático y demostró que no era
otra cosa que un proyecto autoritario que pretendía esconderse tras el
disfraz de la racionalidad y anonimato del mercado. Y tuvo dos etapas.
Una, la anterior al 11 de septiembre del 2001, cuando el discurso y la
práctica estaban orientados a la militarización de la política y a la
criminalización de la protesta social.
La etapa posterior la marcó el traumático del ataque a las Torres
Gemelas de Nueva York y al Pentágono y dio comienzo a un nueva
doctrina estratégica estadounidense, en septiembre de 2002, poniendo en
marcha el principio de la “guerra preventiva” luego de las palabras del
presidente George W. Bush Jr.: “ésta es una guerra entre el bien y el
mal, y Dios no es neutral”.
Y la rueda da otra vuelta: luego de haberse impuesto el
neoliberalismo en toda la región comienzan a surgir nuevos movimiento
populares y nacionales con otros nombres y protagonistas. Además de los
golpes consumados, ha habido una desestabilización de signo claramente
golpista contra otros gobernantes progresistas, como Rafael Correa en
Ecuador y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, que sufren una
implacable persecución política operada por instancias judiciales.
Luis Arce, quien restauró la democracia en Bolivia tras el gobierno
de facto de Jeanine Áñez, tuvo que luchar contra la sedición de sectores
ultraderechistas que aúnan el racismo y el separatismo a la defensa
violenta de sus intereses de clase.
El presidente colombiano Gustavo Petro enfrenta un despiadado operativo de lawfare (uso
de maquinaciones judiciales y legislativas para deponer a mandatarios
incómodos a los intereses de las oligarquías y de las trasnacionales
estadounidenses y europeas), así como amenazas directas de altos
militares en retiro e intentos de atentar contra su vida.
En Guatemala, el presidente electo Bernardo Arévalo denunció que su país vive un golpe de Estado que “se
está llevando a cabo paso a paso, mediante acciones espurias,
ilegítimas e ilegales en distintas instancias, cuyo objetivo es impedir
la toma de posesión de las autoridades electas -Presidente,
Vicepresidenta y diputados y diputadas” del Movimiento Semilla al
Congreso.
Aunque México parece ajeno a estas asechanzas, la realidad es que en
apenas cuatro meses se han producido dos conatos de golpe de Estado,
ambos desactivados rápidamente por sus propios promotores al darse
cuenta de que contaban con nulas posibilidades de éxito debido al
abrumador respaldo social del que goza el gobierno federal.
En mayo, la fracción del ultraconservador Partido Acción Nacional
(PAN) en el Senado solicitó a la Suprema Corte que destituyera al
presidente Andrés Manuel López Obrador, y el 23 de agosto, el ministro
de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), Luis María Aguilar
Morales, presentó a sus pares un proyecto que proponía lo mismo.
Con las armas y/o las togas
Los mismos que antes financiaban los golpes de Estado, ahora
financian los golpes judiciales para imponer las
políticas neoliberales en América latina. Ya no hacen falta golpes
militares, ahora hay que conseguir jueces educados en comisiones y
foros», señaló la expresidente argentina Cristina Fernández de Kirchner,
víctima reciente del lawfare y de un intento frustrado de magnicidio.
Los jueces juzgan no de acuerdo a los derechos y los códigos, sino de
acuerdo a los intereses que, siempre, están en contra de las mayorías
populares.
El presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador reconoció los
avances que se han dado para la consolidación de la democracia en
América Latina, pero advirtió que persisten riesgos de retorno del
fascismo, intervenciones militares y de que los gobernantes elegidos por
el pueblo sean depuestos por grupos oligárquicos.
Señaló que en la actualidad estas operaciones cobran la forma de
golpes de Estado “técnicos o mediáticos”, en los que los medios de
comunicación corporativos manipulan la información a fin de mantener el
régimen de saqueo que los ha enriquecido. Basta con echar una mirada
rápida a los acontecimientos del pasado reciente para constatar que éste
es un peligro real y acechante.
Desde 2002, distintas configuraciones que reúnen a las fuerzas
armadas, los parlamentos, los poderes judiciales, las cúpulas
empresariales y los medios de comunicación han derrocado a Hugo Chávez
(Venezuela; volvió al poder en 48 horas gracias a la movilización
popular y la lealtad de algunos integrantes del Ejército), Manuel Zelaya
(Honduras, 2009), Fernando Lugo (Paraguay, 2012), Dilma Rousseff
(Brasil, 2016), Evo Morales (Bolivia, 2019) y Pedro Castillo (Perú,
2022).
Cuando el Estado reduce su presencia en educación, salud y la
explotación que impacta en el cambio climático, nos queda un vacío,
que es ocupado por el narcotráfico: son los que construyen las
escuelas -para controlar socialmente a la población- esas que el Estado
no construye por tener que aplicar las políticas de ajuste de los
organismos multilaterales.
Un artículo publicado en Rusia por Pyotr Romanov, muy cercano a la
política internacional del gobierno de su país, expresa en forma de
pregunta un deseo oficial: «¿Se separa Sudamérica de
Norteamérica?». Para explicar la «nueva independencia» de Sudamérica con
respecto a EEUU, el autor menciona los triunfos electorales que han
obtenido las centroizquierdas en diferentes países del continente.
Los que impulsan en toda América Latina el achique del Estado y las
políticas de ajuste son los mismos que después hablan de combatir a los
narcos, como si esa guerra se pudiera hacer con
represión desde un Ministerio de Seguridad o con la milicia, y no desde
el acceso al trabajo, a la salud, a la educación, al progreso.
La realidad de las últimas décadas muestra que algunos gobiernos, al
carecer de recursos y renunciar a la facultad regulatoria que deben
tener para preservar la calidad de vida de sus ciudadanos, terminan
autorizando cualquier cosa a fin de conseguir ingresos. Y, cuando
alguien llega a invertir exige sus condiciones; cuanto menos se invierte
en seguridad ambiental, más rentabilidad tiene cualquier
emprendimiento. La falta de regulación y presencia del Estado para
controlar cómo se hace la explotación en materia de minería y petrolera,
significa perder soberanía y entregar a las trasnacionales y la banca
de inversión los grandes yacimientos minerales de la región.
No cabe dudas: la desaparición o reducción del Estado, lejos de traer seguridad y bienestar, trae otras cosas.
Aram Aharonian: Periodista y comunicólogo uruguayo.
Magíster en Integración. Creador y fundador de Telesur. Preside la
Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro
Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)
Fuente: https://estrategia.la/2023/09/14/la-senora-democracia-ultrajada-aqui-alla-y-mas-aca/