La autoproducción familiar de alimentos sanos y diversos se abre como una ventana de nuevas posibilidades ante las limitaciones que impone el aislamiento obligatorio. Si bien la agricultura, históricamente, ha sido una actividad asociada a escenarios rurales, también puede ser desplegada en zonas urbanas y periurbanas. Sumergir las manos en la tierra y generar los propios alimentos que se consumen son hábitos que podrían conducir a cuestionar toda la matriz productiva, hoy puesta en jaque por un patógeno que los humanos ni siquiera son capaces de ver. En 2015, junto a Janine Shonwald, Francisco Pescio --ingeniero agrónomo, docente de la UBA y especialista en desarrollo rural-- escribió el libro Mi casa, mi huerta. Técnicas de agricultura urbana del INTA. Editado por Daniela Novelli, la publicación sigue las pautas de la divulgación científica y, en el escenario actual, se revaloriza de una manera específica.

Pescio es un verdadero experto del rubro que trabajó durante los últimos veinte años en el Programa Prohuerta, creado en 1993. El dato de color es que, desde 2016, Pancho coordina las huertas de la Quinta de Olivos. Un módulo de producción de agricultura urbana que cultiva las verduras que consumen el presidente y su familia, y que además se distribuyen en comedores de la zona. En este diálogo describe de qué va la autogestión en las grandes ciudades y por qué, en el futuro, podría servir como aporte para la soberanía alimenticia.

--Hace unas décadas todo el mundo tenía huertas en el fondo de las casas. En la actualidad, el aislamiento contribuye a repensar en esta posibilidad…

--Sí, de hecho, si uno visita algunas provincias y se aleja un poquito de los centros urbanos, todavía sigue habiendo muchísimas. El requisito, sin embargo, es contar con un poco de fondo al menos. Con los procesos de urbanización se llenó todo de asfalto, proliferaron los edificios con departamentos pequeños y resulta más difícil tener una.

--¿Cómo hacer una huerta si hay asfalto y cemento por todos lados?

--Precisamente, la agricultura urbana se encarga de abordar los procesos agrícolas en aquellos sitios en los que hay mucha interacción con la ciudad. Es posible producir alimentos, realizar compostaje y cumplir con otros procedimientos productivos en lugares en los que, a priori, sería impensado. Implica adaptar tecnologías y discutir soluciones ingeniosas. Algunas estrategias son más costosas (huertas verticales), y otras más económicas y accesibles. En este último caso se suele sacar provecho de los recursos que andan dando vueltas por la calle.

--¿Por ejemplo?

--Los tachos plásticos de pintura que se tiran en los volquetes pueden funcionar como unos maceteros espectaculares. El problema adicional es que también hay que combatir los mitos que se generan alrededor. Hay sitios de internet que recomiendan a aquellas personas que recién se inician utilizar los maples de los huevos para hacer plantines. Es el efecto pernicioso de Pinterest, Facebook y de otras redes que muestran resultados pero cuando la gente quiere llevarlos a la práctica jamás funcionan. En cambio, si uno utilizara macetas pequeñas hechas con papel de diario podría tener más éxito al momento en que se propone trasplantarlos. Lo mismo pasa cuando queremos hacer una compostera casera; existe demasiado relato alrededor.

--¿En qué sentido?

--Al momento de hacer una huerta se requiere de tierra, recurso escaso en áreas urbanas. Las aboneras en una casa de ciudad sirven por dos razones: para disminuir la cantidad de residuos y para generar tierra fértil para agregarle a las macetas. El problema, contra lo que se podría estimar, es que compostar residuos orgánicos en recipientes pequeños (como un tupper) es mucho más difícil que hacerlo en tachos grandes. Se debe ser mucho más estricto en lo que se incorpora y lo que no. Dentro de los orgánicos existen tres grandes grupos: verdes o húmedos (gran parte de lo que se genera en la cocina familiar como las cáscaras de la fruta, restos de verduras); marrones o secos (hojas de árboles otoñales, restos de poda); mixtos o equilibrados (yerba, café, té). Hay que saber cómo combinarlos. Algunos municipios de Buenos Aires entregan las mezclas ya hechas.

--Si uno vive en un departamento, ¿por dónde se puede arrancar?

--Lo primero que hay que hacer es buscar envases, recipientes que puedan servir de macetas. Son útiles desde latas de conserva hasta aquellos de telgopor en los que habitualmente comemos helado. La única precaución a tener en cuenta es hacer los orificios para el drenaje. La tierra que se coloca puede comprarse, o bien, obtenerse de algunos volquetes también. En muchas construcciones hacen limpieza y tiran; es muy común ver a huerteros husmeando por allí cuando los edificios están en obra. Se trata de agudizar el ingenio popular para conseguir el recurso de la manera más económica posible. En principio, es recomendable apuntar a algunas especies garantía de confianza. Disponer de plantas aromáticas siempre está muy bueno para la cocina; me refiero al perejil, orégano y romero. Luego hay plantas que, aún con pequeños volúmenes de tierra, son fáciles de cultivar y cosechar. Es el caso de la lechuga, la rúcula y la radicheta, así como también el rabanito, que crece rápido y no falla.

--No obstante, hay muchos que argumentan que nunca les crece nada porque “no tienen mano verde”.

--Con un poco de cuidado, constancia, tierra y algo de sol --de seis a ocho horas de luz directa-- la cosa tiene que funcionar. En la ciudad, a veces, se hace difícil reunir estos requisitos pero se puede. De hecho, desde Prohuerta (creado y activo desde 1993) en la actualidad conversamos con municipios para analizar cómo seguimos con la distribución de semillas y otros insumos con las restricciones que impone la pandemia. El programa tiene un alcance territorial muy profundo, abarca el 90 por ciento del país. Históricamente hubo unas 40 mil personas registradas y son las que reciben los kits (semillas y capacitación), aunque de seguro hay muchas más sobre las que no tenemos registro.

--La autogestión, de ser practicada en forma masiva, ¿podría conducir a la soberanía alimentaria?

--Es el derecho colectivo de los pueblos a acceder a alimentos sanos, saludables, abundantes y culturalmente aceptados. El poder de las comunidades a decidir qué y cómo producir y alimentarse. El hecho de tener una huerta en tu casa no modifica la soberanía, pero es un ladrillo más, un pequeño aporte, a la acción de tomar las riendas de lo que se come. No solo debe comer de manera digna el que puede pagarlo, sino todos los habitantes sin distinción. Aquí ingresa, por supuesto, la mirada agroecológica, con el desafío de acceder a los recursos sin quebrar los ambientes ni contaminarlos con productos que acaban con los suelos. Necesitamos generar insumos y tecnologías autóctonas para desplegar procedimientos autónomos y armónicos con la naturaleza. Como decía Perón: “Cada argentino tiene que producir lo mismo que consume”.

pablo.esteban@pagina12.com.ar