Cientos de denuncias y testimonios dibujan el mapa de los pueblos fumigados en Uruguay: la avioneta que no reconoce alambrados, los químicos que llegan al agua potable y los síntomas que se interpretan mal. La aplicación de agrotóxicos aumenta y con ella los efectos nocivos sobre la salud y el ambiente. La contradicción de modelos queda expuesta y los vecinos y pequeños productores pierden frente a los grandes del agronegocio.
Betania Núñez y Tania Ferreira31 marzo 2017
Luego de que los focos de las cámaras de tevé se apagaran y el paraje
La Armonía (Canelones) saltara a una desafortunada fama en las tapas de
los diarios, después de que sus cultivos se secaran y unas siete
familias perdieran toda o casi toda su producción, los últimos análisis
son aun más desalentadores. Esta semana, casi dos meses después de lo
sucedido, los vecinos supieron que varios pozos de agua para consumo
humano estaban contaminados con agrotóxicos.
Durante años atribuyeron la seca de los cultivos a factores
climáticos, la falta de agua o al exceso de ella, pero nunca levantaron
la mirada hacia el vecino argentino que planta maíz transgénico a 30
metros. Bebieron el agua de los pozos, comieron sus tomates, morrones y
berenjenas, y regaron los invernáculos con agua de la cañada sin saber
de la contaminación (véase nota “Agua que no has de beber”).
Después de hacerle creer que estaba loca, que tenía visiones, que su
enfermedad era de nacimiento, a Miriam, de Colonia Juncal (Guichón,
Paysandú), le dieron la razón. No lo hicieron los médicos de la zona,
que viven tan próximos a las plantaciones como sus pacientes y que
respiran los mismos agrotóxicos que el resto. Lo comprobó el Ministerio
de Salud (MS) en 2016, tres años después de que hiciera la primera
denuncia: su salud fue afectada por los herbicidas que se aplicaron en
los campos vecinos.
Pero las fumigaciones no cesaron. Una familia de la zona elevó en febrero otra denuncia:
“es una cerrazón impresionante, viene el humo, el olor, y se te parte la cabeza en segundos”,
cuenta Jorge, que relata que sus síntomas, los de su esposa y su niño
van desde cólicos, diarrea y vómitos hasta cefaleas y alergias. En
Guichón hay vecinos que denuncian, hay algunos que se cansaron de
denunciar, y hay otros, nuevos en la zona, que se informan, porque ya
empezaron a sentir los efectos de la fumigación (véase nota “Rodeados”).
Debido a la negligencia del médico sojero Máximo Castilla, obstinado
en fumigar a sus vecinos, el caso de Paso Picón (Canelones) es otro de
los tristemente mediáticos. A pesar de que la Intendencia de Canelones
lo sancionó con una multa millonaria, los vecinos lo han visto fumigando
hasta fines del año pasado. Si bien algunos están más enfermos que
antes, los pobladores de Paso Picón siguen peleando, cada vez más
desanimados, contra las demandas que el médico les inició hace años por
difamación. Echando mano a su equipo de abogados, el médico arremete
ahora “contra todos” los que se han metido con él, como se lo ha
escuchado decir en el pueblo.
LAS DENUNCIAS. Más allá de los casos difundidos por
la prensa, en los últimos años se presentaron cientos de denuncias por
mal uso de agrotóxicos al Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca
(Mgap), al Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio
Ambiente (Mvotma) y al MS. El Mgap es el que recibió la mayor cantidad
de denuncias, 589 desde 2011, mientras que en el Mvotma fueron 71 y en
el MS 54, según las cifras que obtuvo
Brecha mediante
pedidos de acceso a la información que realizó a los tres ministerios y
repitió en seis intendencias del Interior, con mayor o menor suerte. El
Mgap lidera este
ranking porque no sólo recibe denuncias de los
afectados sino también derivaciones de otras instituciones, ya que es
el organismo que tiene capacidad para tomar las muestras y hacer los
análisis de laboratorio. En ese ministerio las denuncias se clasifican
según el motivo (a una misma denuncia puede asignársele más de uno), y
el más repetido es la deriva del producto, que puede ocasionar
afectaciones a la salud, al ambiente o a la producción (véase gráfico).
Si se desglosa por departamento, tanto en las estadísticas del MS
como en las del Mvotma, los que más denunciaron fueron los canarios, y
les siguieron los habitantes de Colonia, San José y Paysandú. La
cantidad de denuncias por departamento se asocia, explicaron a
Brecha
algunos especialistas, a la agresividad de los agrotóxicos empleados
(según los tipos de cultivo más extendidos en la zona), a la densidad de
población instalada en lugares próximos a las plantaciones y a la
existencia de pobladores que se animan a hacer frente al gran productor.
En Canelones se conjugan todos estos factores, y ocurre lo mismo pero
en menor medida en los departamentos que aparecen primeros en cantidad
de denuncias presentadas.
En este sentido, es particular el caso de Soriano: es el departamento
con mayor producción agrícola y, sin embargo, la cantidad de denuncias
es marginal. En Soriano pesa la tradición, pero además la construcción
de un discurso promovido desde la Intendencia, fundamentalmente en el
período de Guillermo Besozzi, que relegó el lema del escudo
departamental,
“Aquí nació la patria”, por el eslogan
“Departamento fértil”, cuando la Intendencia repartía, a manera de
souvenir, una cajita con una semilla de soja, cual germinador.
Evolución de la importación de agrotóxicos en relación a la superficie cultivada
“Son todos productores. Convivir con el químico es parte de la lógica”,
dijo Germán Cavallero, secretario general de la Intendencia de Soriano,
consultado sobre la ausencia de denuncias presentadas directamente a la
comuna. Si la afirmación resulta un tanto exagerada, sí es cierto que
de una u otra forma la mayoría está directa o indirectamente vinculada a
la producción, lo que desalienta las denuncias. Sin embargo, hace un
año comenzó a gestarse un movimiento de pobladores que están atentos al
tema. Alejandro, del grupo Mburucuyá, de Dolores, contó a
Brecha que
“acá nos criamos entre matayuyos y hoy, todavía, hablar mal del
glifosato es como hablar mal de la madre. Están todos vinculados y nadie
se anima a denunciar”. Eso explica que en el total de denuncias
presentadas desde Soriano ante los ministerios, las realizadas por
maestras o directoras de escuelas rurales (independientes del poder
económico) tengan un peso importante, aunque tampoco estén libres de
presiones. Ejemplo de eso fue la afectación a la salud que sufrieron los
niños de la escuela 84 de La Concordia, ya que a una reunión que se
hizo para tratar este tema se presentaron tres padres que trabajaban
para el productor e intentaron desalentar la presentación de la
denuncia. Además, el productor se acercó a la escuela y acusó de
psicosis a la directora, luego de que los niños tuvieran náuseas,
diarrea y dolores de cabeza y un médico de la policlínica les
diagnosticara intoxicación (véase
Brecha, 7-X-2010).
Pero tanto en Soriano como en el resto de los departamentos, hay otros factores que desalientan la presentación de denuncias.
“Uno se cansa de denunciar. Desde que hacés la denuncia hasta que vienen a tomar las muestras pasan muchos días”,
ni que hablar del tiempo que se demora en obtener una respuesta, y
cuando llega la comunicación se limita a indicar el agrotóxico
detectado, aseguraron varios vecinos. En Guichón, la oficina del Mgap no
canaliza las denuncias, y cuando vienen los técnicos, analizan
únicamente la situación del denunciante, pero no reparan en los vecinos o
en otras situaciones que se podrían detectar:
“Muchas veces pasamos
por escuelas rurales al lado de plantaciones de soja y paramos, tomamos
los datos y hacemos la denuncia. Pero los técnicos del Mgap, que
recorren las mismas rutas que nosotros, no lo ven, no actúan de oficio”,
planteó Marcelo Fagúndez, del grupo Vecinos de Guichón por los Bienes
Naturales, en el que muchos afectados sostienen que no poseen los
recursos ni el tiempo para dar seguimiento a las denuncias, y que
incluso cuando insisten, no obtienen ninguna solución.
Pero más allá de las trabas, el MS informó a
Brecha
que desde 2011 determinó la afectación de la salud en cinco casos (tres
de ellos que incluyen a varios vecinos o trabajadores) y aplicó
sanciones contra los productores que fueron desde las 300 a las 1.000
unidades reajustables. Dos fueron en Canelones, uno en Río Negro, uno en
Paysandú y uno en Cerro Largo, a partir de denuncias hechas entre 2012 y
2013. El análisis de los casos ha llevado su tiempo, si se tiene en
cuenta que la última resolución es de 2016; por lo que las denuncias
realizadas desde 2014 todavía podrían arrojar viejas responsabilidades.
EL MODELO. El desarrollo de la agricultura a gran escala se consolidó en 2003 a partir del
boom
de la soja, cuando el precio internacional del grano se disparaba y su
cultivo para la exportación aseguraba llenar bolsillos, explicó a
Brecha el bioquímico y docente de la Facultad de Química Pablo Galeano.
“En ese entonces –afirma–
empezó
un nuevo modelo de negocios, grandes empresas que captaban inversores y
arrendaban los campos mientras el precio de la soja se mantenía alto.
El objetivo es explotar la tierra todo el tiempo que se pueda mediante
el uso de un paquete tecnológico intensivo en insumos químicos, con una
lógica que no es la misma que la del pequeño productor que cuida el
campo para dejárselo a sus hijos.”
El
boom sojero trajo aparejada la utilización masiva de
agroquímicos. Hasta 2014 el uso de estos productos creció en una
proporción mayor al incremento de la superficie destinada a la
agricultura (vease gráfico de pág 33). Su crecimiento alcanzó un punto
máximo en 2013, superando los 2,2 millones de hectáreas, cifra que ha
descendido gradualmente durante los años posteriores y no alcanzará los
1,7 millones de hectáreas en la zafra 2016/2017, según estimaciones del
Mgap. La razón principal es la caída del precio de la soja, que ocupa
más de la mitad del área agrícola.
Asociado a este fenómeno, en el año 2000 se registró un volumen de
importación de 3.783 toneladas de agroquímicos, cifra que siguió
creciendo con pocos retrocesos hasta 2014, cuando se importaron 24.654
toneladas, un récord histórico. El año siguiente fueron 15.107 las
toneladas de plaguicidas importadas, y en 2016, 17.461. Galeano estimó
que esta caída, además de estar vinculada a la disminución del área
destinada a la agricultura, se puede deber a la acumulación de
stock en años anteriores o a la especulación respecto a la subida del dólar.
Los herbicidas, destinados a combatir la maleza, son los que
representan el mayor volumen de las importaciones, en comparación con
los plaguicidas que atacan insectos (insecticidas) y hongos
(fungicidas). Entre los herbicidas, el glifosato es el que más se
utiliza: el año pasado se importaron más de 11 mil toneladas de este
producto, y en 2014 encima de 14 mil
. “Empieza a haber plantas que antes mataba el glifosato y ahora no. Es como con los antibióticos”,
explica el bioquímico, y por este motivo el glifosato es mezclado cada
vez más con otros tóxicos, como el 2,4-D, de pésima fama por haber sido
uno de los compuestos del agente naranja utilizado por Estados Unidos en
la guerra de Vietnam. Hoy, luego del glifosato, es el producto que más
se importa.
“El Estado es permisivo, y después terminamos peleándonos entre
los pobladores. Los productos están a la mano, y la gente va y los
aplica”, planteó a
Brecha Carlos Urruty, apicultor, docente y guía de circuitos de naturaleza de Guichón.
“Este
año, como hubo problema para vender la miel en Europa porque
aparentemente aparecieron rastros de glifosato, nos mandaron un mail
desde el Mgap pidiendo que por favor extremáramos los cuidados, que no
vayamos a poner glifosato cerca de las colmenas como matayuyos. Es
vergonzoso lo que nos planteaban, porque acá nosotros nadamos en
glifosato, estamos rodeados de soja, de sorgo, de trigo”, contó Urruty.
“Lo que queremos es otro modelo, por lo menos en algunas zonas”, sostuvo Marcelo Fagúndez, con los ojos puestos en el debate canario.
Motivos de las denuncias por uso incorrecto de productos fitosanitarios registradas por el MGAP de 2011 al 19 de diciembre de 2016.
En Canelones el ejemplo de La Armonía dejó en evidencia la fuerte contradicción de modelos productivos en un mismo territorio.
“Un
plan de desarrollo rural pertinente y apropiado para el departamento
debe reconocer que el modo de producción prioritario es el familiar, es
el modo de producción que asegura la soberanía alimentaria, es el único
que no oscila y no tiene la fugacidad ni la volatilidad que tiene el
capital”, dijo a
Brecha Matías Carámbula, director
de Desarrollo Rural de la Intendencia de Canelones. Esa particularidad
de departamento proveedor de alimentos es algo a defender ante el avance
del agronegocio, señalaron desde el gobierno canario, que en estas
fechas se apresta a discutir un nuevo plan de ordenamiento territorial.
El Mvotma parece ir en la misma línea, una cartera que impulsa la
producción agroecológica y ve con buenos ojos que algunos cultivos sean
restringidos a determinadas zonas, y que además pretende incluir un
componente ambiental y de salud que analice cada plaguicida antes de que
sea habilitado para su uso agrícola.
Pero se necesita mucha voluntad política para contradecir la
tendencia nacional de país agroexportador (Mujica, años atrás, decía:
“La soja merece un monumento porque es una planta sagrada que nos trajo rentabilidad”),
los lineamientos a nivel nacional, empezando por el propio Mgap y su
idea de “país productivo”, y los intereses de los grandes productores.
Hasta que no se logre una revisión del ordenamiento territorial pero a
nivel nacional, las contradicciones entre modelos productivos y los
conflictos entre pobladores continuarán.
* Colaboración en la producción periodística de Mariana Abreu.
La responsabilidad de las empresas aplicadoras
Empuñando el volante
En la película argentina
Desierto verde,
1 el
piloto del avión fumigador espera junto a los empresarios sojeros que
el magistrado dicte sentencia en un juicio sin precedentes. Los vecinos
de Ituzaingó Anexo, en Córdoba, cuyas casas están linderas a un campo de
soja, están muriendo de cáncer envenenados por los pesticidas. En un
fallo histórico, el juez decide duras penas para el empresario y, en un
detalle que tal vez pase desapercibido, absuelve completamente al piloto
del avión fumigador por entender que sólo siguió órdenes. La pregunta
que deja abierta: ¿hasta dónde llega la responsabilidad del aplicador?
Un ejemplo local. En la zona de La Armonía (véase nota “Agua que no
has de beber”) los propios vecinos cuentan que fueron aconsejados por
ingenieros agrónomos del Mgap y la recomendación fue clara: la
millonaria demanda económica que están organizando por las pérdidas de
sus cultivos debe ir contra la empresa aplicadora y no contra la
sociedad anónima argentina dueña de los campos.
“Para mí es al revés, vamos a demandar a los dueños de los campos y los cultivos. La indicación equivocada (una dosis de picloram ocho veces más de la permitida)
la firmó el ingeniero agrónomo de la empresa. Ellos son los responsables”, opinó Eduardo Casanova, uno de los productores afectados.
Según el último registro de empresas habilitadas por el Mgap (de
octubre de 2016), en Uruguay hay 49 aplicadoras aéreas (avionetas
fumigadoras) y 803 terrestres (mosquitos y camiones fumigadores).
“Las
terrestres son muchas más y hay menos control sobre ellas, muchas veces
son los propios dueños de los campos que fumigan. Sobre nosotros hay
más control porque somos menos, todos los pilotos estamos registrados y
tenemos licencia”, opinó Gustavo Matiaude, secretario de la
Asociación de Pilotos Aeroaplicadores de Uruguay (Apau). Matiaude, quien
dice salir a fumigar con su hija en la cabina de la avioneta, defiende
la labor de sus colegas pilotos (
“somos los encargados de cuidar la comida de todo un país”), y sostiene que hay demasiada
“sensibilidad” de la población con respecto al tema:
“Siempre somos los que aparecemos en la foto aunque no tengamos nada que ver”. De hecho,
“vamos a empezar a defendernos como asociación contra las denuncias sin fundamentos”, y a demandar a los vecinos
“que opinan sin saber”, que
“son siempre los mismos, son los que denuncian sólo porque pasó volando una avioneta”.
La fumigación área cubre mayor superficie en menor tiempo cuando los
calendarios de producción aprietan, sostienen los pilotos, pero
justamente esa
“ventaja de optimizar tiempos” es la que trae consigo los casos de mala praxis:
“un
día van a un campo, después al de al lado… Si el día pautado hay
viento, aplican igual el producto, porque si no se atrasan”, advierte el bioquímico Pablo Galeano, en relación con la deriva de los productos hacia tierras aledañas.
LOS MOSQUITEROS. Otros, sobre todo ex fumigadores,
son bastante críticos en cuanto a la responsabilidad que les cabe a los
dueños de las aplicadoras, señalan el riesgo de salud al que están
directamente expuestos los trabajadores y apuntan en dirección a los
productores, que les exigen pasar por alto su formación en buenas
prácticas, en pos de lograr una aplicación más agresiva, “por si las
moscas”. Sistemas de seguridad que se deshabilitan para evitar molestias
durante el vuelo y terminan con pérdidas de producto sobre los pueblos,
los animales, los cauces de agua. Aplicaciones que cruzan alambrados y
entran en el campo del vecino. Y fumigaciones en horarios y condiciones
climáticas no recomendadas son sólo algunas de las prácticas que
relatan.
“Los mosquiteros (conductores de mosquitos)
lavan las
máquinas o cargan agua con la motobomba directamente de la cañada, a
veces se le zafa la retención del mosquito y toda el agua con el
producto vuelve a la cañada… Hace poco a uno le pasó, se le aflojó la
válvula del camión y volvió el producto para atrás, y fue instantáneo:
subieron todos los peces muertos”, cuenta un vecino de Guichón, que presenció el siniestro.
- Ulises de la Orden, 2013
El caso de Guichón y la afectación a la salud
Rodeados
Por el camino que desemboca en la casa de Miriam, en Colonia Juncal,
está la escuela agraria y hay varias viviendas, pero lo que predomina es
la plantación de transgénicos: de un lado soja, del otro maíz. Los
dueños de los campos son, en general, reconocidos pobladores de la zona,
como el político colorado David Helguera, pero los predios están
arrendados a dos argentinos, José Borgo y Horacio del Campo, que
extienden sus plantaciones hasta el borde del alambrado.
Desde hace años Miriam lucha por preservar su salud y mantener su
trabajo. Es apicultora y sus abejas manifestaron síntomas antes de que
ella los percibiera en su propio cuerpo. En el año 2000, con el avance
de la soja y la forestación y sus indisociables fumigaciones, el
rendimiento de su empresa apícola empezó a mermar. En 2013, luego de
varios achiques y de conseguir trabajo en Montevideo, definió cerrarla
definitivamente.
“Vine para hacer todos los trámites del cierre de
la empresa y esa noche tenía una reunión con otros apicultores. Cuando
me vinieron a buscar sentí el olor, y me demoré para ir a tapar a los
pollitos, las gallinas y los conejos. El compañero que me había venido a
buscar abrió apenitas la ventanilla de la camioneta y me apuró,
diciendo que nos íbamos a intoxicar.” Ya en la reunión, a Miriam le empezó a faltar el aire.
“Pedí
que me llevaran a la emergencia. Cuando llegué tenía 23 de presión
arterial, me pusieron oxígeno, y perdí la noción del tiempo, pero no me
recetaron más que un antialérgico, el mismo que le daba a mis hijos
cuando eran chicos. Entonces me di cuenta de que tenía que hacer la
denuncia. Fui a buscar a Marcelo (Fagúndez, referente del grupo Vecinos de Guichón por los Bienes Naturales)
, que me ayudó a escribirla.”
Las muestras de su terreno dieron positivo a los herbicidas 2,4-D y
glifosato, pero fue tres años después, en 2016, que el Ministerio de
Salud (MS) comprobó la afectación de su salud.
“Ahora tengo dolores
musculares, articulares y óseos, pero sé que la degeneración no se
detiene, sigue avanzando. ¿Qué pasa con las personas que quedan
enfermas, sin trabajo y a la deriva? Los ministerios cobran una multa,
pero el afectado queda desamparado.”
De hecho, que el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (Mgap) y
el MS hayan resuelto aplicar sanciones al productor (todavía pasibles
de apelación) no impidió que los agrotóxicos llegaran nuevamente hasta
su casa en diciembre del año pasado, esta vez en forma de glifosato y
atrazina (este último prohibido unos días antes por el Mgap), tal como
se comprobó luego de plantear una nueva denuncia. En estos años Miriam
contrató a varios abogados, recorrió las oficinas públicas y pagó
pasajes y estadías para poder denunciar.
No es la única, porque aunque haya quienes callan por temor a las
represalias, en Guichón hay un movimiento de vecinos que desde hace años
trabaja el tema, denuncia, debate, propone. En 2009 denunciaron la
muerte de 49 terneros y dos vacas luego de que un avión rociara al
ganado de los productores de la zona con el herbicida endosulfán. Desde
2012 denuncian sistemáticamente las fumigaciones próximas a las escuelas
rurales, la quema y el desecho ilegal de envases de agrotóxicos, la
afectación de la salud de los pobladores. En 2013 hicieron un
relevamiento luego de que 23 mujeres perdieran sus embarazos (de ocho
semanas hasta embarazos a término) en el lapso de tres meses.
Con paciencia, Marcelo repite en compañía de los periodistas de
Brecha
un recorrido que ya es rutina: visita las casas de los vecinos, releva
testimonios y habla sobre un plan local de ordenamiento territorial que
impulsan y que implicaría contar con una
“zona de protección ambiental y turístico termal”.
En el camino, Nelson cuenta que luego de una fumigación consultó a
una doctora vecina, que confundió sus síntomas con los de una hepatitis,
y que desde ese momento va lo menos posible a su casa de Colonia
Juncal. Jorge señala las plantaciones que lo rodean y describe la
afectación que padece su familia, da cuenta de la denuncia que presentó y
los meses que va a demorar en conocer los resultados de las muestras,
aunque asegura que ya sabe lo que van a arrojar: las fumigaciones fueron
con 2,4-D, y
“el olor llegaba limpito” a su casa. Ana y
Gustavo, nuevos en el barrio, relatan que al poco tiempo de mudarse
apreció el sorgo, y más tarde su sucesora la soja, a tan sólo diez
metros de la ventana de la cocina. Le pidieron
“al argentino”, el día que
“llegó en su cuatro por cuatro”,
que les avisara antes de fumigar, que ellos preferían irse del lugar
cada vez que se aplicaran agrotóxicos, pero ahora no sólo no les avisan
sino que realizan las aplicaciones de madrugada: cuando el olor irrumpe
en sus sueños, Ana y Gustavo juntan sus cosas, resguardan a sus animales
y se van.
Otra Ana, en este caso del barrio Mevir 1, donde está alojado el silo
de la Cooperativa Agraria Nacional (Copagran), cuenta que no fueron
una, ni dos, ni tres las veces que se intoxicó.
“Yo cosecho hierbas
medicinales en el monte, y ese día, hace unos meses, sentí un ruido y
miré para arriba. Era una avioneta que pasaba, y debajo de ella caía una
llovizna que me quemó los ojos. Ahora tengo un problema en los
lagrimales, y el oculista me dice que estoy muy afectada, que me tienen
que ver en Montevideo. Estoy con gotas y antibióticos, y estoy
empeorando. Yo ya estoy lisiada con esto, cada vez que fumigan me vienen
náuseas, me queda la cara quemada, me enciendo. Miriam me dijo que haga
la denuncia, pero qué voy a ir, si la última vez demoraron un año en
venir. Yo no quiero pasar por eso de nuevo, estar esperando, atrasándome
en mi trabajo, para que al año vengan a preguntarme cómo fue y que no
te solucionen nada.”
Guichón está rodeado de soja y eucaliptos. Las recurrentes denuncias
de los pobladores lograron disminuir las aplicaciones aéreas de
agrotóxicos y confinar la mayor parte de las plantaciones a las afueras
de la ciudad, pero directa o indirectamente los vecinos de Guichón
siguen siendo fumigados: las dos potabilizadoras de agua, de donde se
obtiene la que toman los vecinos de toda la zona, son a cielo abierto y
están a pocos metros de las plantaciones; Copagran y su silo están en
medio de la ciudad y las aplicaciones sobre los granos se dispersan y
llegan hasta las casas de los vecinos y el Caif. Frente a la burocracia y
la desidia del Estado, en Guichón se repite la idea de que la
producción pesa más que la salud de la gente.
Potabilizadora en Guichón
Albahaca afectada por riego con agua contaminada en La Armonía, Canelones – Foto NICOLAS GARRIDO