miércoles, 23 de julio de 2008

El movimiento anarquista uruguayo en los tiempos de cólera



En recuerdo de Carlos Alfredo García Moreira, Elbia Leite, Ildefonso Santamarta (el Gallego Alfonso), Luis Alberto Prim (el Negro Pocho), Boris Rodríguez, Daymán Miralles, Luis Giménez (el Ferrujo), Freddy Moyano, Eduardo Díaz (el Cabeza), Fernando Cousillas, Inés Pato y tantísimos otros que a lo largo de los años de los que aquí se hablará animaron diferentes propuestas y prácticas anarquistas que hoy parece se las hubiera devorado el olvido.






Éste será pues el almanaque en que encontraremos interesados en celebrar las cosas más diversas y habrá para todos los gustos; desde los excesivos y desgastados 160 años del Manifiesto Comunista hasta los más exiguos y modestos 35 de la huelga general contra el golpe de Estado en Uruguay, pasando por los 90 del movimiento estudiantil de Córdoba, los 80 del asalto al Cambio Messina y los 40 del “mayo francés”. O, ya en el terreno de los anti-festejos y los episodios históricos más turbios, los 70 de la “noche de los cristales rotos” -aquel incalificable atropello genocida perpetrado por los nazis en una noche de noviembre de 1938- y los 75, sin pena ni gloria, de la dictadura de Gabriel Terra que ni siquiera su desvencijado Partido Colorado osa rememorar. De nuestra parte, sólo cabe ser momentáneamente moderados y concentrarnos en lo que más directa y próximamente nos atañe: la huelga general contra el golpe de Estado en Uruguay y su frustrado desenlace. Pero tampoco se tratará de engrosar el amplio y exagerado volumen de mitografías circulantes ni de pronunciar el enésimo canto épico al respecto sino fundamentalmente de entender el porqué; lo que hubo antes y lo que pasó después; las movilizaciones sociales y políticas que preceden a la huelga general y la dictadura militar que la sucedió. Se tratará de descifrar algunas claves del proceso vivido en aquellos años y de hacerlo desde la perspectiva del pensamiento y las prácticas anarquistas. Y también, puesto que la historia no puede reducirse a un objeto de veneración y culto sino que habrá que concebirla apenas como un manantial de enseñanzas a recoger y atesorar, se tratará de hacerlo desde una mirada crítica cuyas viejas cuentas pendientes se extinguieron y ya no podrán ser cobradas a sus antiguos deudores. En definitiva, lo impago interesa poco y nada, puesto que la mirada crítica se vitaliza hacia su futuro y no hacia su pasado y las revoluciones que más importan no son las que pudieron fecundarse ayer sino las que habrán de gestarse a partir de hoy.

El contexto latinoamericano: 1968-1973

Los años 60 en el Uruguay fueron el escenario de un triple movimiento ascendente: en primer lugar, la formación de una compleja y diversificada arquitectura organizativa que permitió darle un lugar a vastos sectores sociales anteriormente desconectados de ciertas expresiones reivindicativas; en segundo término, una persistente agitación que renovaba periódicamente y sin solución de continuidad sus ejes movilizativos; y, por último, una aceleración de los ritmos políticos del campo popular que se encargó de actualizar, acentuar y extender el clima de confrontación inmediata e intuir una resolución favorable del mismo. Todo ello se pondría exuberantemente de manifiesto en el agitado lustro que va de 1968 a 1973. El contexto internacional, por otra parte, aportaba ejemplos que en su momento abonaron abundantemente las matrices de elaboración política predominantes y las convicciones correspondientes. En América Latina, el acontecimiento clave en tal sentido fue sin duda alguna la revolución cubana triunfante en 1959, entendida en aquel entonces -equivocadamente, a nuestra manera de ver- como el anticipo y también el epítome de toda una etapa histórica signada por los procesos de “liberación nacional”; una etapa cuyos comienzos o motivaciones iniciales habrían de ser “anti-oligárquicos” y “anti-imperialistas” pero que rápidamente habría de configurarse como un tránsito hacia el “socialismo” a partir de la hegemonía de sus sectores más avanzados o de la clase obrera como tal. Poco importaba que se tratara de una trasposición mecánica y poco creativa a esta región del mundo de procesos intransferibles como el argelino o el vietnamita: después de todo, tales convicciones habían sido ya postuladas por la dirección cubana y, antes aún, también por el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética celebrado en 1956, lo cual permitía alinear detrás de las mismas tanto a las diversas formaciones guerrilleras que proliferaron en el continente durante los años 60 como a las organizaciones que respondían con grados variables de lealtad a la patria de Lenin y de Stalin.

Durante aquellos años 60 y 70 la confianza en un futuro revolucionario más o menos próximo era desbordante. Nadie pensaba, por cierto, que la evolución fuera repentina e indolora pero tampoco había demasiadas dudas en las filas de la izquierda de que -según la poco feliz expresión de época- las “condiciones objetivas” estaban dadas. La incógnita a resolver y por tanto el eje de los principales debates no era otra cosa que la estrategia de formación de las “condiciones subjetivas” de la revolución. Tanto los focos guerrilleros según la impronta castro-guevarista como los frentes electorales de signo reformista o incluso las intempestivas apariciones populistas en traje militar eran interpretadas como capítulos de avance coherentes con el inexorable final del libro de la historia. De acuerdo a los cánones marxista-leninistas ampliamente prevalentes en ese entonces, las relaciones de producción propias del capitalismo dependiente se habían constituído largamente en un obstáculo al desarrollo de las fuerzas productivas y ésa y no otra era la condición necesaria para inaugurar un tiempo revolucionario: sólo quedaba por resolver, etapa por etapa, el intríngulis de la acumulación socio-política contra el “enemigo principal”. El acceso al gobierno de fuerzas real o declarativamente anti-imperialistas en el Chile de Allende, el Perú de Velazco Alvarado, la Bolivia de Torres, el Ecuador de Rodríguez Lara, el Panamá de Torrijos o la Argentina de Cámpora, funcionaban como la satisfactoria confirmación de esas optimistas convicciones.

Se trató de un tiempo histórico en el que parecían verificarse teorías evolucionistas según las cuales los cambios revolucionarios no son el resultado y el crisol de decisiones individuales y colectivas profundamente enraizadas en los deseos y en la voluntad de la gente real y concreta y de las organizaciones que se hacen y deshacen en su devenir combatiente sino el producto mecánico y la desembocadura de una sucesión de “modos de producción” que por sí solos generan las condiciones o las excusas de una sociedad que supera sus propias contradicciones en una suerte de epifanía “socialista”. En ese marco teórico al que ya no es posible ni deseable recurrir, lo real era interpretado como una consecuencia indefectible de la “necesidad” y como una etapa insalvable de una larga travesía histórica. Por cierto que la propia historia precedente era lo suficientemente ilustrativa para la negación puntual de dichas convicciones, pero su caprichosa reinterpretación en versión soviética era en aquellos años lo suficientemente “prestigiosa” y avasallante como para que se creyera en ella a pies juntillas; una celebración del dogma de la cual, afortunadamente, los anarquistas no formábamos parte pero que, no obstante, limitaba nuestros despliegues. Todo eso ha cambiado profunda y radicalmente luego de la debacle del “socialismo realmente existente” y sólo una invencible tozudez puede mantenerlo en alto, pero una adecuada descripción de época como la que aquí se intentará no puede menos que dejarlo formulado a punto de partida en tanto componente sustancial de las concepciones predominantes en los años que ahora nos ocuparán.

A la guerra con pocas armas

El movimiento anarquista uruguayo llega a ese período de 1968 a 1973 con la casa en desorden. Desde la decepción provocada por la derrota de la revolución española, el movimiento anarquista se sumió a nivel internacional en un prolongado reflujo. Carente de un paradigma revolucionario remozado que sustituyera al viejo anarcosindicalismo, confinado en sus pequeñas organizaciones específicas y limitado muchas veces a meras tareas de propaganda, enfrenta la segunda post-guerra con la dedicación generosa de siempre pero una reducida incidencia social y escasas posibilidades de imprimirle sus pautas a las luchas que se libraban aquí, allá y acullá. Como contrapartida, la emergencia del bloque soviético y los procesos de descolonización en África y Asia le confieren a las opciones jacobinas y estatistas de cambio, tanto en su vertiente marxista-leninista como en la nacionalista y populista, un inusitado vigor; situaciones que limitan todavía más el atractivo inmediato de una concepción que, en su inequívoca especificidad, sólo podía mantener una sobresaltada relación con dichos cursos de transformación social. En el Uruguay, con las singularidades del caso, la realidad del movimiento anarquista respondía igualmente a las características señaladas.

El impacto producido por la revolución cubana inaugura un ciclo de discusiones cismáticas en la Federación Anarquista Uruguaya. La compleja y variada discusión que se da a propósito del punto y su derivación hacia temas en torno a los cuales giraron importantes diferencias de concepción delataron una crisis teórica, ideológica, política, metodológica y organizativa que parecía impensable en el momento de la fundación, en octubre de 1956. La ausencia de un robusto paradigma revolucionario compartido que permitiera incorporar y resolver las novedades y exigencias de los tiempos que se abrían a comienzos de los años 60 se puso en evidencia con profundidad y amplitud inocultables.

Del cisma consumado en 1963 resultarían dos fracciones poco menos que irreconciliables y lo que cada una ganó en armonía y coherencia inmediatas lo perdió a la postre en términos de riqueza, diversidad y perspectiva de largo aliento: una de ellas se agrupó durante un lapso muy breve como Alianza Libertaria Uruguaya y no supo encontrar la amalgama que permitiera trascender las prácticas particulares de sus agrupaciones y militantes independientes mientras que la otra, manteniendo sin variaciones la denominación de F.A.U., logra compactarse y desarrollar lineamientos que le permitirán un protagonismo mucho más pronunciado a nivel general en el período subsiguiente. No obstante, sin perjuicio de ese protagonismo -y del tesón y de la entrega puestos de manifiesto en la demanda- la fracción que continuaría llamándose F.A.U. inaugura un proceso de búsquedas de final abierto que la llevaría a una pérdida gradual de identidad anarquista en el sentido fuerte e intransigente del término. Es así que se pasa, no demasiado tiempo después, del original nombre F.A.U. -como sigla y con los puntos correspondientes- a la “FAU sin puntitos”; es decir, una organización que ya no se consideraba como federación ni como anarquista, sin perjuicio de que ésta fuera la definición personal del grueso de su militancia.

La “FAU sin puntitos” que es ilegalizada en diciembre de 1967 albergaba todavía expectativas respecto al derrotero del proceso cubano que el tiempo se encargaría de refutar contundentemente; se mostraba dispuesta a reconsiderar las posiciones clásicas respecto al poder; abandonaba su inicial configuración federal en aras de una forma organizativa de mayores disciplina y centralización que se suponía más apta para el desarrollo de un ”aparato armado” y la resolución de las implicancias consiguientes; evidenciaba inclinaciones aliancistas hacia los sectores que entonces componían la “izquierda revolucionaria”; y, por último, se proponía transitar el arduo camino de elaboración de una síntesis teórico-política con el marxismo que -tal cual se podía conjeturar desde un principio y sin margen de error- tarde o temprano la llevaría a un callejón sin salida.

El 68 uruguayo

Desde su propia y casual asunción presidencial, en diciembre de 1967, Jorge Pacheco Areco mostró sus orientaciones represivas mediante la ilegalización de 6 agrupaciones de la izquierda radical; una de las cuales fue, precisamente y tal como se acaba de decir, la FAU. Desde 1968 en adelante, la aplicación de las llamadas “medidas prontas de seguridad” fue un lugar común en las políticas del gobierno, incluso aunque el decorativo parlamento las levantara en más de una ocasión. Las “medidas prontas” permitieron una y otra vez, entre otras “bellezas” de similar tenor, el encarcelamiento arbitrario de militantes sindicales, barriales y estudiantiles así como ofrecieron el marco normativo para la aplicación de un régimen militar de trabajo a ciertos sectores del funcionariado público. Ése fue, sin duda, uno de los vectores de la radicalización social y política que comienza en 1968; una radicalización cuyo sustrato movilizativo sindical se situó a nivel de las demandas salariales acumuladas como consecuencia de los registros inflacionarios desusadamente altos de 1967. Esas demandas no hicieron sino incrementarse a partir de la adopción de políticas de ajuste recomendadas por el Fondo Monetario Internacional y basadas en la contención del consumo a través de la congelación de los salarios. Para colmo, el elenco de gobierno mostraba un rostro desenfadadamente burgués que contrariaba las tradiciones de mediación y “neutralidad” del Estado uruguayo: el mascarón de proa era entonces un sector de las clases dominantes haciéndose cargo de sus asuntos con muchos palos y ninguna zanahoria.

Ya la concentración del 1º de mayo sirvió como augurio de lo que iba a ocurrir en los meses siguientes con los duros enfrentamientos habidos entre las fuerzas policiales y los sectores más aguerridos que participaban en el acto convocado por la Convención Nacional de Trabajadores (CNT); acto que contó con la presencia de los cañeros de Artigas, llegados pocos días antes luego de una marcha de cientos de kilómetros hasta Montevideo. De inmediato se inicia la agitación en liceos y facultades contra el aumento del boleto estudiantil y el movimiento respectivo pasa a adquirir una gravitación cada vez mayor en el conjunto de organizaciones populares. El mes de junio es el escenario de dos decisiones gubernamentales ya insinuadas y que no hacen más que acentuar el ánimo movilizativo: el día 13 se implantan las Medidas Prontas de Seguridad y apenas 15 días después se decreta la congelación de precios y salarios. En este último día se inaugura también el desdichado ciclo de militarizaciones con los funcionarios del Consejo Nacional de Subsistencias que inmediatamente será continuado por la propia de los trabajadores de las Usinas y Teléfonos del Estado (UTE; hoy Usinas y Transmisiones Eléctricas), las Obras Sanitarias del Estado (OSE) y las Telecomunicaciones.

Es en ese contexto que la todavía incipiente guerrilla urbana representada por el MLN sube la apuesta de su accionar y secuestra al presidente de UTE -una de las figuras más impopulares del gobierno- el día 7 de agosto. Prácticamente de inmediato, las fuerzas represivas ingresan en plan de allanamiento a locales universitarios, en clara violación de su autonomía. Las movilizaciones derivan sistemáticamente en enfrentamientos violentos y los cuerpos del Estado cobran sus primeras víctimas en filas estudiantiles: el 14 de agosto cae Líber Arce y el 20 de setiembre lo hacen Hugo de los Santos y Susana Pintos. La siesta provinciana característica del Uruguay “liberal y batllista” recibe un cimbronazo estrepitoso y la conciencia se remueve en sus raíces más profundas: para muchos se había vuelto indiscutible que se trataba de la clarinada augural de un proceso revolucionario. La otrora llamada “Suiza de América” fusionaba así sus destinos con los del resto de los países latinoamericanos.

La lucha continúa

Los años sucesivos son una continuación de aquello que 1968 permitió escenificar, pero ahora dentro de marcos organizativos más rígidos y sin la creatividad espontánea aportada por aquellas luchas callejeras; una creatividad facilitada por la rápida y comprometida incorporación de miles de nuevos militantes que desbordaron las estructuras más institucionalizadas del campo popular. Desde 1969 en adelante, las organizaciones de izquierda se abocaron a preservar los espacios sociales sobre los cuales ejercían algún tipo de influencia y los encuentros facilitados por las dinámicas de acción se diluyeron y se empobrecieron en las mucho más engorrosas negociaciones cupulares, previamente mediatizadas por los intereses “partidarios”. Pero el enfrentamiento sí se profundizaría en distintos planos, adoptando fórmulas relativamente sencillas, reductoras y quizás maniqueas que permitieran expresar en trazos muy gruesos todas las complejidades y variantes del conflicto social. El problema era -según la concepción más extendida- entre la oligarquía aliada al imperialismo y el pueblo. No había más que optar por unos o por otros y quien lo hiciera por el campo popular habría de confluir inevitablemente en las ofertas “frentistas” y de “liberación nacional” que comenzaban a despuntar y a adquirir la fuerza acorde con el auge movilizativo.

En 1969 continúan las huelgas de larga duración en sectores estratégicos de la economía (frigoríficos, bancarios, UTE, etc.), los estudiantes mantienen sus movilizaciones por autonomía y aumentos presupuestales y la guerrilla del MLN incrementa la frecuencia y espectacularidad de sus acciones llegando, en lo que sería su operativo más resonante, a la toma de la ciudad de Pando el día 8 de octubre. Con esto último, según algunos observadores, se habría abandonado el carácter folklórico y simpático de las acciones anteriores para dar paso a los enfrentamientos realmente cruentos. En 1970, el MLN realiza varios secuestros y en uno de ellos es ajusticiado el funcionario norteamericano asesor en “interrogatorios” Dan Anthony Mitrione así como antes lo fuera el comisario policial Héctor Morán Charquero. El parlamento vota en el mes de agosto la suspensión de las garantías constitucionales para facilitar atropellos represivos de la más diversa índole. En este año son intervenidas las dos ramas de la enseñanza media y ello concentra la atención del movimiento estudiantil.

Pero 1971 será un año parcialmente distinto puesto que, tratándose de un año electoral, el gobierno no podía dejar de ofrecer su cara más “bonita”: son nuevamente legalizadas las organizaciones que habían sido proscritas en diciembre de 1967 , cesa la intervención en los organismos de enseñanza media y se produce un aumento relativamente significativo del salario real. De cara a las elecciones, se forma el Frente Amplio; la más amplia confluencia entonces posible de fuerzas “anti-oligárquicas” y “anti-imperialistas”, compuesta por los sectores de la izquierda tradicional, la democracia cristiana y fracciones “progresistas” procedentes de los partidos Blanco y Colorado. No obstante, y sin perjuicio de su respaldo al Frente Amplio, el MLN continúa con acciones de envergadura, nuevos secuestros y dos grandes fugas desde la Cárcel de Mujeres y el Penal de Punta Carretas. En su rostro más sórdido, 1971 nos trae también las primeras acciones de los escuadrones para-policiales, las muertes de otros dos militantes estudiantiles -Heber Nieto y Julio Spósito- y la incorporación formal de las fuerzas armadas a la “lucha anti-subversiva”; hecho éste que a la postre será decisivo y fundamental.

La escalada represiva no hará más que agudizarse en 1972 -ya con Juan María Bordaberry en la presidencia, como consecuencia de las elecciones de noviembre del año anterior- sobre todo a partir de la decisión del MLN de incrementar sus acciones de enfrentamiento a los cuerpos armados del Estado que obrarán como excusa de la inmediata ofensiva militar. En el plano de los instrumentos jurídicos se pasa de la suspensión de las garantías constitucionales a la declaración del “estado de guerra interno” y de éste a la Ley de Seguridad del Estado. Equipadas con tales instrumentos y en un régimen generalizado de torturas, las fuerzas armadas diezmarán en pocos meses la estructura del MLN y continuarán con sus aprestos propiamente “políticos” para hacerse cargo finalmente de la titularidad del gobierno. Los cuerpos represivos del Estado, una vez concluída exitosamente su “lucha anti-subversiva”, avanzarán sus piezas ya no sólo sobre los rescoldos de las organizaciones guerrilleras sino sobre todo aquello que les representara alguna clase de obstáculo.

La presencia anarquista

En ese marco de convulsiones sociales y políticas, los anarquistas uruguayos salieron a dar su propia batalla; incluso a pesar de sus debilidades, de sus dudas y de sus búsquedas sin resolver. Y así lo hicieron tanto aquellos que continuaron agrupados en la FAU como también quienes definieron para sí un camino distinto desde 1963.

La FAU continuó centrando su accionar en torno a su presencia en el movimiento sindical pero también se mostró resueltamente decidida a constituir un “centro político” desde el cual establecer un rol de dirección sobre distintos frentes de actividad. En el plano sindical, desde 1968 en adelante, da vida a la Resistencia Obrero-Estudiantil (ROE), pensada para oficiar como receptáculo probable de lo que en el marco de la CNT se conoció como Tendencia Combativa; es decir, una amplia confluencia de agrupaciones orientadas por organizaciones de la izquierda radical que pudiera funcionar como alternativa a las orientaciones predominantes en la central obrera ejercidas fundamentalmente por el PC. Al mismo tiempo, va creciendo en su seno la presencia estudiantil, la que pasa a volcarse preferentemente alrededor de las tareas de apoyo a los conflictos sindicales. En términos de la concepción organizativa global, los militantes de la FAU que actuaban a través de la ROE se constituyen en su “pata” de actuación pública o semi-pública mientras que paralelamente se destina también un sector de sus activistas a la conformación de un “aparato armado” que constituiría su “pata” estrictamente clandestina. Sobre la base de esta conformación, la FAU tiene un desarrollo numéricamente importante entre los años 68 y 72 consiguiendo activar buena parte de sus lineamientos iniciales. La forma en la cual se procesan los conflictos sindicales que quedan bajo el área de influencia de sus militantes va visibilizando, aunque siempre en condición de minoría, una metodología efectivamente alternativa a la conducción mayoritaria de la CNT y en el seno de dichos conflictos se combinan acciones de boicot, de sabotaje y de apoyo externo realizado desde la militancia clandestina. Su “aparato armado” -que desde 1971 adopta el nombre de Organización Popular Revolucionaria 33- acompaña ese desarrollo incrementando su capacidad operativa y pasa desde las acciones de financiación y pertrechamiento hasta la mayor complejidad de los secuestros.

En contrapartida, la FAU de aquel entonces da la sensación de funcionar relativamente bien en una sucesión de momentos tácticos, pero en su proceso de búsquedas teóricas va perdiendo imperceptiblemente parte de su lejana identidad original. El marxismo es ya utilizado a diestra y siniestra en sus análisis, se transforma en el contenido sustantivo de sus cursos de formación a través de textos de Louis Althusser, Nicos Poulantzas y Marta Harnecker -fundamentalmente en la “pata” de actuación pública o semi-pública- y es ése el reconocimiento teórico de fondo de un sector cada vez mayor de su militancia.

Por su parte, aquellos anarquistas que habían quedado al margen de la FAU también hacen de las suyas. Tanto la gente de Bellas Artes como el Grupo Libertario de Medicina tienen destacada actuación en la agitación callejera del año 1968 en el marco del accionar de la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay (FEUU); no obstante lo cual, en el caso de los compañeros de Medicina, rápidamente se opta por un formato conspirativo que extrañamente acerca a muchos de sus militantes al MLN y ello repercute en los desafortunados términos de una notoria pérdida de influencia gremial. La Comunidad del Sur, por su parte, da lugar directa o indirectamente a experiencias perdurables sobre las cuales luego se perderá todo tipo de incidencia: el Movimiento Nacional de Lucha por la Tierra, la Federación de Cooperativas de Producción y la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua (FUCVAM). Un grupo de compañeros de la Comunidad del Sur da vida también, junto con algunas individualidades y desde 1968 en adelante, a la Editorial Acción Directa; editorial que a la postre será una de las pocas expresiones que difundirá durante el período materiales expresamente de signo anarquista. En este espacio libertario disperso también estuvieron la presencia y las ganas, pero la ausencia de un paradigma revolucionario compartido y estrictamente anarquista dejaba sentir sus prolongados y profundos efectos.

Una visión alternativa

Mientras tanto, ya desde fines de los años 60 y principios de los 70, comienzan a manifestarse corrientes juveniles más o menos vagamente inspiradas en el “mayo francés”. En un principio se trata de un espacio híbrido en el que se combinan un poco forzadamente tres líneas de influencia: la emergencia de los movimientos juveniles de los años 60, las guerrillas latinoamericanas y la experiencia revolucionaria del anarcosindicalismo español. Las concepciones que por ese entonces elaboraba Abraham Guillén se constituirán en una referencia teórica que buscaba amalgamar tales líneas de fuerza y durante un breve lapso de 1969 una agrupación retoma la tradicional denominación de Juventudes Libertarias e intenta trabajar aproximadamente en base a dichas preocupaciones. Esta experiencia se reeditará en 1971 nuevamente como Juventudes Libertarias, pero ya con mayor desarrollo ideológico-político y con más amplia pero siempre reducida repercusión. Para ese entonces había madurado la idea de que no era posible incorporarse libertariamente a los procesos de cambio en curso sin contar con el respaldo de alguna forma de organización específicamente anarquista y un trabajo ideológico consecuente en tal sentido; todo ello unido a la convicción de que la FAU -embarcada en su intento de construir una síntesis con el marxismo- había renunciado a dicha aspiración. Desde un primer momento se llega a la conclusión de que esa intención de “síntesis” sólo podía perdurar en el tiempo sobre la base de indefiniciones que tarde o temprano habría que abordar en un sentido o en otro.

Esa convicción sitúa este campo en un lugar distinto al de las dos fracciones que habían resultado de la división de la FAU de 1963; extendiendo su visión crítica en ambas direcciones. Por un lado, se estimaba importante haber mantenido inalterados los elementos básicos del pensamiento anarquista y eso aproximaba este espacio a los que habían sido los componentes de la ALU; pero, por otra parte, también se consideraba rescatable el arraigo en las organizaciones populares y la necesidad de activar un proceso de renovación teórico-ideológica que lucía como impostergable, lo cual de hecho radicaba algunas expectativas también en la FAU. Eso explica el hecho de que en este territorio de ideas se explayaran elementos que pertenecían a la ROE tanto como a la faceta “especificista” del intento; es decir, a las Juventudes Libertarias mismas. Ello estaba favorecido por la conclusión básica de que la “síntesis” con el marxismo era en realidad una quimera de corta vida y que tarde o temprano habría de producirse un reordenamiento organizativo que disipara todas las dudas que se encontraban momentáneamente en suspenso. En cierto modo aquí se planteaba una cierta esperanza ingenua e “iluminista” respecto al predominio de la razón abstracta y a que ello reuniría a todos los anarquistas bajo las mismas banderas luego de que el proceso en curso produjera por sí mismo las tres o cuatro formulaciones básicas de un paradigma libertario remozado.

La idea era extraordinariamente optimista en el corto plazo y sólo el correr de los años permitiría demostrar que se trataba de una intuición correcta. Sin embargo, lo cierto es que las características generacionales impidieron que dicha corriente pudiera adquirir una mínima gravitación inmediata más allá de la que se expresó en forma relativa y acotada durante esos años en algunos liceos, escuelas técnicas y facultades. La radicalización entonces en ascenso no ofrecía demasiado margen para el surgimiento de planteos y agrupamientos apoyados prevalentemente en elementos de novedad: el campo de oposiciones ya estaba trazado, sólo admitía la formación de alianzas sobre la base de lo ya existente y los grandes orientadores de la movilización eran, como ya se ha dicho, aquellos militantes formados o consolidados durante los años 50. Las Juventudes Libertarias estaban integradas por los “hijos” de esa generación, no encontraron el lugar apropiado en la mesa “familiar” y la infaltable tentación conspirativa de algunos de sus miembros los obligó a disolverse sin pena ni gloria. En compensación, sus convicciones básicas serían confirmadas por los acontecimientos posteriores; algo que sólo pudo ser visualizado mucho después.

Golpe de Estado y huelga general

En febrero de 1973, las fuerzas armadas tenían completamente bajo control todo lo que hubiera podido representar una “amenaza” guerrillera. Las cárceles presentaban ya una situación de superpoblación y los jirones de accionar armado que pudieron mantenerse a salvo se replegaban con miras de reorganización hacia los países vecinos; especialmente Chile y Argentina. Pero el aluvión militar estaría muy lejos de detenerse luego de haber dado cumplimiento a la misión específica que la conducción del Estado les había encomendado: ahora, su lógica de actuación en el marco de la “doctrina de la seguridad nacional”, las impulsaba a desembarazarse de todo aquello que pudiera significar una continuación de la “agresión” y, según esa concepción predominante, todo poblador del país podía transformarse en un instrumento del enemigo y ser concebido como un agente potencial o consumado de Moscú y de La Habana. Es en ese mes de febrero que se produce el primer ensayo golpista y las fuerzas armadas emiten dos pronunciamientos de contenido “nacionalista” y “desarrollista” -popularmente conocidos como “comunicados 4 y 7”- que sembrarán un insólito desconcierto.

Según las concepciones teórico-políticas sostenidas por el PC -y desde las cuales se había ejercido una severa “colonización” de casi toda la izquierda uruguaya- las fuerzas armadas ocupaban un lugar neutral en la estructura productiva y por esa razón podían manejarse en régimen de “opción libre” alrededor de su ajada contradicción principal entre la “oligarquía” y el “pueblo”. En esa trasnochada dialéctica de base economicista tan cara a la vulgata marxista-leninista, el análisis prescindía olímpicamente de las características institucionales de las fuerzas armadas, de su estructuración jerárquica, de su fundamento funcional en las nociones de mando y obediencia y hasta de su articulación en complejas tramas de poder que normalmente les asignan tareas de conservación de las tradiciones, la disciplina y el orden. Así, una porción más que significativa del campo popular se extravió abonando ilusiones vanas respecto a una eventual orientación “peruanista” de las fuerzas armadas en lugar de abocarse a organizar meticulosamente la resistencia a un golpe de Estado completamente regresivo del cual su único enigma consistía en conocer con exactitud el mes, la semana, el día y la hora.

Y tal cosa ocurrió en la madrugada del 27 de junio de 1973. La militancia de base respondió en todas partes con la ocupación de los lugares de trabajo y de estudio sin que pareciera imprescindible una sola voz de mando al respecto: sólo fue necesario recordar una vieja resolución tomada varios años antes y la resistencia al golpe de Estado se consumó de inmediato y adquirió dimensiones que nunca antes había tenido huelga alguna. A partir de allí se sucedieron las desocupaciones a punta de bayoneta en lugares casi siempre fabriles que unas pocas horas después volvían a ser ocupados con el respaldo de los vecinos más próximos y los estudiantes de la zona. De poco le sirvió a las fuerzas armadas la disolución de la CNT, 3 días después del golpe: la resistencia popular carecía de comité central y, por definición, la gente no puede ser ilegalizada. El 9 de julio una multitud se enfrentó a los cuerpos represivos en la principal avenida montevideana. El 11 de julio finalmente, la CNT y la FEUU consiguen lo que las fuerzas armadas no habían podido lograr: llegada la hora de los dirigentes y del replanteo político, se levanta la huelga general; en la CNT con la posición discordante de la Federación Uruguaya de la Salud (FUS), la Federación de Obreros y Empleados de la Bebida (FOEB) y la Unión de Obreros, Empleados y Supervisores de FUNSA y en la FEUU con la negativa de la Asociación de Estudiantes de Bellas Artes. La huelga general había sido derrotada pero gracias a ella -a su profundidad, a su extensión, a la energía puesta de manifiesto en la demanda- la dictadura militar nacía herida de muerte en términos de legitimidad y de respaldos internos.

Los militares a sus anchas

Pocos meses después, a fines de octubre, sería intervenida la universidad y con ello se cerraba toda posibilidad de actuación pública o legalmente admitida. Los militares tenían el país entero bajo sus botas, se dedicarían a dotarse de los elementos jurídicos y orgánicos necesarios para gobernar e irían eliminando uno por uno los focos de resistencia. Formalmente, el presidente de la república continuó siendo Juan María Bordaberry hasta 1976, pero en los hechos eran las fuerzas armadas las que ocupaban los resortes gubernamentales reales en compañía de una olvidable y supernumeraria caterva de laderos en traje de civil. Entre 1973 y 1980 el país se transformaría en un páramo desolado donde los discursos adversos no tenían posibilidad alguna de asomar sus narices. Mientras tanto, al igual que en Argentina y en Chile y en ausencia de organizaciones de trabajadores que pudieran activar algún tipo de antagonismo, los militares auspiciaban los primeros ensayos de aplicación de fórmulas económicas más o menos adscritas a la escuela neoliberal.

¿Qué pasaba entonces en tiendas libertarias? La FAU acentúa su proceso de redefinición, reorganizándose clandestinamente en Buenos Aires e incorporando un buen número de militantes de otras procedencias que ya hacían definitivamente imposible un regreso a las viejas posiciones anarquistas. Es en Buenos Aires, en julio de 1975, que celebra las sesiones finales del congreso constitutivo de una organización distinta: el Partido por la Victoria del Pueblo. La actuación de dicho partido es localizada por los servicios de inteligencia militar y el mismo resulta ser víctima de una virtual política de exterminio: quienes no son retenidos en las cárceles “desaparecen” y los que de todos modos logran superar el cerco deben partir rumbo al exilio en Europa. En aquellos episodios, los viejos militantes, formados en los años 50 y que todavía podían mantener algún tipo de aliento libertario, quedan por el camino. Los sobrevivientes de esa campaña represiva se reúnen en un encuentro en París en 1977 -conferencia de balance y perspectivas la llama Hugo Cores- , realizan una “autocrítica” de la derrota en la cual cargan insólitamente las tintas sobre el pensamiento libertario que pudiera haber llegado hasta esa instancia y se constituyen ya en un partido declaradamente marxista que sólo reconoce en el anarquismo sus lejanos orígenes pero no precisamente una fuente de inspiración.

Desde hacía un buen tiempo, pequeños grupos del “aparato armado” orientados a la recuperación de una tonalidad más fuertemente anarquista habían densificado sus desgajamientos. Eso fue lo que ocurrió con Los Libertarios, cuyos militantes acaban casi todos tras las rejas con la excepción de dos extraordinarios compañeros caídos en combate: Julio Larrañaga (el Polo) en abril de 1974 e Idilio de León (el Gaucho) en octubre del mismo año. Por su parte, en Buenos Aires se separa una Tendencia Anarquista Revolucionaria, que busca sin encontrarlos a los militantes del grupo anterior. Son más numerosas las separaciones desde posiciones anarquistas que se producen en la ROE, la más importante de las cuales es la de la Agrupación Militante de la Universidad del Trabajo.

Los embates represivos desarticularon todo lo que pudo haber hasta 1973 y también anarquistas que habían pertenecido al Grupo Libertario de Medicina o a la Comunidad del Sur o a la Escuela de Bellas Artes debieron emprender el camino del exilio. Es en el exilio que se formarán dos agrupaciones -Núcleos por la Resistencia 29 de octubre y Organización de la Resistencia- pensadas para apoyar las actividades de recomposición libertaria. Dentro del país, los anarquistas sólo pudieron mantener pequeños grupos conectados entre sí y nuevamente abocados a tareas básicas de intercambio informativo, discusión, análisis, elaboración, fortalecimiento mutuo, solidaridad y organización incipiente; algo que nunca llegó a abarcar más de unas pocas decenas de militantes.

La “apertura democrática”

Para fines de 1980 las fuerzas armadas tenían pensado realizar su jugada maestra: un plebiscito constitucional que institucionalizara con visos de eternidad su presencia en las esferas gubernamentales. Relativamente desgastados, no carentes de contradicciones internas y requeridos de una legitimación más amplia de la que habían obtenido hasta ese entonces optan por generar espacios de discusión pública con figuras políticas de segundo y tercer orden, convencidos de que una maquiavélica combinación de vigilancia y de miedo llevaría a que las mayorías electorales hicieran una opción por el “mal menor” y refrendaran con su voto un proyecto que de todos modos sería preferido, según su miope punto de vista, ante el vacío, la incertidumbre y la perpetuación indefinida de la misma situación. Al calor de las discusiones ambientadas por dicho plebiscito, hasta algunos anarquistas innominados se permiten hacer conocer sus modestas opiniones y un comunicado se encarga de difundir en su círculo de “amistades” la importancia de levantar una negativa radical a todo lo que proviniera de fuentes militares.

Increíblemente y contra todos los pronósticos, la reforma constitucional propuesta por las fuerzas armadas es rechazada en el plebiscito correspondiente y ello obliga a los uniformados a formular un cronograma de diálogo y “apertura”; algo que inicialmente sólo contemplaba a la oposición de los partidos “tradicionales” Nacional y Colorado. Más allá de estas intenciones mínimas, los militares también estaban necesitados de ofrecer alguna clase de respiro a la sociedad, así fuera bajo el más estricto control. Así es que, en 1981, su Consejo de Estado, que hacía las veces de parlamento, aprueba una Ley de Asociaciones Profesionales pensada para habilitar la organización de algo que se pareciera a un sindicato pero que mantuviera el encorsetamiento propio de los momentos de supervisión absoluta y que dejara fuera de toda prerrogativa a los funcionarios públicos. La ley no contemplaba la posibilidad de que se organizaran federaciones sindicales sino que se limitaba a la constitución de “asociaciones civiles” de primer grado; no obstante lo cual es rápidamente desbordada y en poco menos de dos años da lugar a la formación de un Plenario Intersindical de Trabajadores (PIT) con la presencia directa de los sindicatos de base. Simultáneamente, alrededor de las cooperativas de apuntes y de ingeniosas revistas, se va produciendo la reorganización del movimiento estudiantil en la llamada Asociación Social y Cultural de Estudiantes de la Enseñanza Pública mientras que también comienza a generarse una serie de interesantes publicaciones barriales que apuntan a difundir problemas propios y a incentivar la activa participación de los vecinos en torno a los mismos. Para completar el panorama es ineludible decir que la FUCVAM también se constituye en uno de los ejes de la reorganización y la movilización populares con campañas por la vivienda que recogen una enorme adhesión popular.

Entre 1981 y 1982, además, el diseño económico militar ingresa en su fase de bancarrota luego de que Aparicio Méndez, en la primera magistratura desde 1976, traspasara la banda presidencial a Gregorio Álvarez; el primer presidente uniformado propiamente dicho. Se aprueba una Ley de Partidos Políticos, se realizan elecciones internas en los mismos con el Frente Amplio proscrito y triunfan ampliamente los sectores opositores a la dictadura; encargados desde entonces de buscar, en diálogo con las fuerzas armadas, una salida “democrática”. La mesa de diálogo se instala finalmente en mayo de 1983 y es levantada sin acuerdo alguno apenas un par de meses después, lo cual habilita nuevas disposiciones represivas. No obstante este primer fracaso, el proceso de “apertura” no tiene margen alguno para la marcha atrás; sobre todo por cuanto la movilización popular ha ganado terreno y en su dinámica ha constituido actores imprevistos y con la fuerza suficiente para presentarse como convidados de piedra. En julio de 1984 es finalmente des-proscrito el Frente Amplio, que ya participaba de las negociaciones con los militares luego de que el Partido Nacional se retirara de las mismas. En agosto se llega a los llamados “acuerdos del Club Naval”, comienzan a ser liberados algunos presos políticos que ya habían cumplido la mitad de su condena y finaliza la intervención a la universidad. El último domingo de noviembre se realizan las elecciones nacionales y triunfa la fórmula del Partido Colorado: Julio María Sanguinetti -el gran arquitecto de la “apertura” junto con el teniente general Hugo Medina- asumirá el mando del país en marzo de 1985 y comenzará su período de “cambio en paz”; es decir, el reacomodo “democrático” del capital y del Estado.

La reorganización anarquista

Desde el punto de vista por el cual ha optado el presente trabajo, lo que es imprescindible destacar es la reorganización anarquista que se da en este contexto. En los años 1983 y 1984 el movimiento popular uruguayo no sólo se rearticula puntualmente y de cabo a rabo sino que ingresa en una fase de movilización continuada. En los primeros meses de 1983 hay -contra todo pronóstico y muy a pesar de las intenciones militares de habilitar apenas una “apertura” controlada- cientos de sindicatos, agrupaciones estudiantiles, revistas barriales, cooperativas de vivienda, comedores populares, policlínicas de vecinos, etc.; a lo largo y a lo ancho del país. Es esta constelación inacabable de organismos de base lo que permite realizar por primera vez en 10 años un acto sindical el día 1º de mayo bajo la responsabilidad del entonces llamado Plenario Intersindical de Trabajadores. Es a ese acto, por poner sólo un ejemplo, que llega inesperadamente una gruesa columna procedente de los lejanos barrios obreros del Cerro y La Teja coreando por la libertad de los presos políticos ; una columna en cuyo frente vienen, entre otros, los militantes de la recién formada “Agrupación Anarquista Pedro Boadas Rivas” en tanto organizadores de la misma. En esa efervescencia no era extraño, entonces, que fueran anarquistas quienes conformaran la cuarta parte de la comisión de organización del primer paro general en dictadura -el 18 de enero de 1984- ni que ese mismo día tales incorregibles sujetos hubieran perpetrado una movilización en el Cerro ¡en la playa! y secundada por miles de bañistas.

Nunca se sabrá exactamente cuándo, pero es seguro que, en algún momento, en el trajín de alguna de esas múltiples movilizaciones callejeras de los años 1983 y 1984, volvió a ondear desafiante nuevamente la bandera rojinegra. Nacidos casi desde la nada -por ósmosis, por generación espontánea, por contagio o vaya uno a saber por qué cosa- para ese entonces aquellas pocas decenas de militantes libertarios que sobrevivieron a los primeros años de la dictadura se habían transformado en cientos de anarquistas arraigados en las nuevas organizaciones populares de base: desde el Cerro y La Teja hasta Villa Española y Bella Italia, desde la central eléctrica y la refinería hasta el hipódromo y los despachos de aduana pasando por las imprentas, los bancos, los hospitales y los establecimientos de enseñanza. La abrumadora mayoría rondaba entonces los 20 años y no era el producto del proselitismo deliberado de ninguna organización específica sino el resultado de una incontenible apetencia libertaria y de unas ganas enormes por forjar una palabra intransferible en la interminable empresa de construir su propia vida. Es en esa atmósfera que el pensamiento y las prácticas anarquistas recuperan un lugar y una trayectoria sin posibilidad de sustitución.

No era ni podía ser la revolución, por supuesto, pero sí fue la oportunidad para crear una tupida red de organizaciones sociales a partir de cero; sin vanguardias iluminadas, sin dirigentes perpetuos y sin estructuras institucionalizadas a reverenciar. Bastante habían dicho y hecho ya las fuerzas armadas en nombre del país sin haberlo siquiera consultado como para que alguien pudiera defender inmediatamente luego y con un mínimo de dignidad el criterio de la representación: fue por tanto la hora de la presentación, de las asambleas multitudinarias y de las voces corales desatadas; esa circunstancia estadísticamente poco probable que nace de la reflexión y las entrañas en la cual cada uno se siente entablando con los demás una relación entre hombres y mujeres libres, iguales y solidarios. Por eso a nadie pudo resultarle raro que nada menos que en el ente encargado del servicio de energía eléctrica, en la UTE, la agrupación anarquista del mismo hiciera aprobar una estructura sindical basada fundamentalmente en las asambleas y en consejos de delegados de todo el país y no en un secretariado ejecutivo. O que, ya para herir ex profeso la coraza epidérmica de los profetas leninistas, la delegación de los funcionarios públicos al PIT fuera elegida por sorteo, en el entendido de que no se trataba más que de simples portadores de las posiciones de base.

En ese clima fue que se formó no menos de una docena de agrupaciones libertarias; dos de las cuales -Resistencia Libertaria y Lucha Libertaria- eran en realidad federaciones incipientes o coordinadoras de agrupaciones. Serían esas agrupaciones y los militantes individuales que había en un lado y en el otro quienes se encargarían de retomar y encarnar de allí en adelante un proyecto anarquista. En unas jornadas realizadas en el mes de diciembre de 1984, en la denominada Semana de Dinamismo Libertario, pasaría algo más de medio millar de militantes casi recién llegados a las tiendas anarquistas. A partir de allí comenzaría otra historia: 1985 ya no admitía una repetición de las fórmulas de 1968 y planteaba respecto a esa fecha un consistente esfuerzo de renovación. Ni qué hablar de que tal exigencia se planteaba entonces y se plantea también en los tiempos que corren, ahora en forma redoblada. Dicha renovación es incierta en su desembocadura, pero en todo caso no deja de haber en ella un elemento de certeza inconmovible y es que lo que compete a los anarquistas hoy como ayer son pensamientos y prácticas centrados en torno a una crítica radical del poder y a una ética intransigente de la libertad.




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