jueves, 17 de diciembre de 2015

Balance progresista

Ambigúedad ideológica que no conduce 



 INDISCIPLINA PARTIDARIA, la columna de Hoenir Sarthou

17 diciembre 2015


El año 2015 se cierra con una oleada de crisis políticas y derrotas electorales para varios gobiernos “progresistas” o “de izquierda” de América Latina.


Las izquierdas gobernantes se ven en problemas. En Brasil, el gobierno de Dilma está en entredicho por el interminable asunto de la corrupción en Petrobrás. En Argentina, contra lo que pronosticaban las encuestas, la derrota electoral del kirchnerismo determinó ya un cambio de orientación económica y política. Y, en Venezuela, las elecciones legislativas fueron una señal muy clara de lo que pasará con el gobierno de Maduro si no media algún cambio, que no se ve en el horizonte.
El Uruguay tampoco es completamente ajeno al fenómeno. La “desaceleración”, o crisis económica, comienza a vislumbrarse y trae recortes. Tras ella, asoma una deuda pública enorme, sobre todo para una perspectiva de vacas flacas. El gobierno tiene el menor índice de aprobación de los últimos once años y chapotea en un nuevo pozo embarrado, que esta vez se llama “Ancap”, pero antes se llamó “Pluna” y dentro de no mucho podrá llamarse “regasificadora”. El pozo debe de ser hondo, porque los gobernantes han perdido la elegancia y se arrojan la culpa entre sí como si fuera una papa caliente.

Se tiran la pelota con lo de ANCAP


Alentado por esas señales críticas, el viejo discurso del liberalismo económico toma fuerza y embiste, desde dentro y desde fuera de fronteras. Así, volvemos a oir hablar de “eficiencia”, de “gestión”, de “desregulación”, de “modernizarse”, de “competencia”, de “libertad de comercio” y de “libertad del consumidor”. Quien no haya vivido los años 90, podrá creer que se trata de ideas nuevas. Quienes vivimos esos años sabemos que, cuando fueron puestas plenamente en práctica, generaron en nuestros países enorme riqueza para muy pocos y una terrible miseria popular, que, curiosamente, desembocó en la apuesta generalizada a los gobiernos “progresistas”.
¿Qué ha pasado en estos años con los gobiernos “de izquierda” y “progresistas” de Latinoamérica? ¿Por qué este reflujo político e ideológico que amenaza con devolvernos al pasado?



Volver al pasado

Para responder a esas preguntas conviene recordar primero qué es el “progresismo” y en qué forma y por qué fue sustituyendo al término “izquierda”.
El “progresismo” es un nuevo nombre y una nueva actitud que adoptaron muchas fuerzas de izquierda para sobrevivir a la caída del “socialismo real” (la URSS y sus satélites). Desacreditado el socialismo estatista como vía para la reorganización social, muchos partidos de origen marxista asumieron que el capitalismo era una realidad a la que no se podía rehuir. Se postularon entonces para el gobierno ofreciendo dos cosas: a) vía libre para el ingreso a sus respectivos países de capitales e inversiones y el acatamiento de las reglas de juego del mercado global; b) políticas sociales que suavizaran los efectos más dañosos del sistema económico, especialmente para los sectores excluidos por el mismo sistema.

Qué es el progresismo?                      


En algunos casos (Uruguay es uno de ellos) el “progresismo” se alió con los defensores de causas que no contradicen frontalmente al sistema económico, feminismo, movimiento gay, grupos raciales, dando lugar así a cosas como la llamada “nueva agenda de derechos”, que ha revestido al progresismo de cierto aire de “corrección política”.
Si bien el régimen chavista no calza exactamente en ese modelo, en algunos aspectos, justamente los que me propongo señalar en este artículo, su diferencia con el “progresismo” es en cierta medida retórica. Ya veremos por qué.

¿Cuál es el problema del “progresismo”?
Una primera mirada hace pensar que el problema es una combinación de ambigüedad ideológica, corrupción, soberbia y desprecio por el marco institucional.
Tal vez la gran convicción –no dicha- del “progresismo” es que teniendo buenos números macroeconomicos, posibilitados por la inversión extranjera o por la venta de materias primas y de recursos naturales, y dando cosas, servicios médicos, canastas de alimentos, transferencias económicas, permitiendo el acceso de los más pobres a ciertos niveles de consumo, es posible hacer cualquier cosa desde los cargos de gobierno. Y la realidad, en particular los resultados de las elecciones hasta ahora, parecía confirmar esa tesis.
Pero, como bien dice el refrán, “no hay tiempo que no se acabe ni tiento que no se corte”. El talón de Aquiles del “progresismo” es la falta de recursos. La baja de valor de sus recursos naturales, o las crisis de los mercados que los compran, deja a esos regímenes privados de su arma preferida y casi única: la transferencia de recursos para calmar los conflictos y las disconformidades sociales.
No es casualidad que el desarrollo cultural y educativo, así como la formación politica, hayan sido descuidados por los regímenes “progresistas”. Es que resulta mucho más fácil conseguir la conformidad social mediante la transferencia de recursos económicos.

Falta de recursos en salud, educacion, bienestar.


Quizá el gran drama de la era “progresista” –y esto es aplicable también al chavismo- sea que acostumbró a la población de sus países a ser satisfecha con cosas materiales, con consumo, con la sensación de prosperidad. En lugar de formar ciudadanos, formó consumidores y público aplaudidor, mientras que los gobernantes se iban acostumbando a disfrutar de los privilegios del poder
Pero, ¿qué ocurre cuando los recursos dejan de ser tan abundantes? ¿Qué pasa, incluso, cuando los consumidores ven que sus gobernantes abusan de los bienes de todos y a la vez entonan discursos de austeridad?
El drama de los gobiernos “progresistas”, y de algunos otros que no se autocalifican así, pero en estos temas actúan igual, es que creen en la omnipotencia de la 'o política, entendida como ejercicio del poder estatal. Olvidan que la verdadera batalla, la que puede determinar que un pueblo sea libre y se autogobierne, se libra en el plano de la cultura y de la formación como ciudadanos.
Prometer la abundancia interminable y el goce de nuevos e infinitos derechos es todo lo contrario de promover la ciudadanía y la cultura. Porque la ciudadanía es ante todo responsabilidad. Y la cultura es indispensable para ejercer la ciudadanía.


Crisis progresista

La crisis que parece afectar a los gobiernos “progresistas” puede ser una buena oportunidad para reflexionar sobre el futuro. Porque no todas son pálidas.
Las recientes experiencias electorales en Argentina y Venezuela demuestran que algo nuevo se ha incorporado a la cultura política de esos pueblos. Atrás quedaron los tiempos mesiánicos en que la izquierda creía que “La Revolución” era un cambio irreversible, insometible a voluntades populares o a consultas democráticas. Los gobiernos de Argentina y Venezuela, pese a sus tremendos conflictos con la oposición, reconocieron su derrota y acataron la voluntad popular. Ese acatamiento, curiosamente, también legitima sus triunfos anteriores. Y anuncia la posibilidad legítima de triunfos futuros.

Tremendos conflictos


Las conquistas y los triunfos políticos, que se materializan y dependen de controlar el aparato del Estado, son logros efímeros. En cambio, las convicciones que se encarnan en la cultura de un pueblo son conquistas duraderas.
La era de los gobiernos “progresistas”, si acaso concluye, dejará pocas innovaciones duraderas en la cultura de sus pueblos. No ha aparejado un nuevo concepto de ciudadanía, ni una revisión de nociones como la de propiedad de la tierra y de otros recursos naturales, ni nuevos valores culturales y artísticos, tampoco dio lugar a una revolución educativa, capaz de modificar nuestra mirada sobre la realidad.
Son temas enormes, sobre los que deberíamos reflexionar, en lugar de concentrar siempre y exclusivamente la atención en el juego político electoral.








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