martes, 8 de abril de 2008

DE GENOCIDIOS E IMPUNIDADES

TESTIMONIOS: ANAHIT AHARONIAN (*)


Montevideo, 04/04/08 (Brecha)


Otro torturador es apresado. Las crónicas dicen: uno más, en la Argentina, Plan Cóndor, el segundo detenido de los requeridos por la justicia italiana. Las heridas estallan, este “uno más” significa además otras muchas historias amontonándose durante casi treinta y cinco años.

En los distintos medios de prensa, nos dicen que este militar retirado está acusado de varias muertes. Las eternas angustias afloran: es inaceptable “medir” a los torturadores, no deberíamos medirlos solamente, repito, solamente por su responsabilidad en el asesinato o desaparición de compañeros. ¿Es más torturador uno cuya tortura llevó a los compañeros hasta la muerte que otro que “sólo” destrozó vidas y sueños? Tras inagotables sesiones de torturas, físicas y sicológicas, unos fueron desaparecidos y/o asesinados, otros fueron condenados a largas y muy duras condiciones de prisión en un “universo concentracionario[1]”, a otros les implicó tomar el camino del exilio, del desarraigo, y al resto de la población se la sometió a una vida dominada por el terror durante más de una década, cuyas innegables consecuencias aún padecemos.

Los sentimientos y pensamientos se atropellan, estallan las heridas abiertas por acumulación de dolor, de rabia, de largos, muy largos años sintiendo enorme impotencia. No encuentro cómo seguir, quizá por temor a comenzar y no lograr parar. Elijo, entonces, hacerlo a partir de trozos de mi sintético testimonio contenido en De la desmemoria al desolvido[2]:

MIS ORÍGENES.

Mi madre por un lado y mi padre por otro, llegaron a Uruguay donde se conocieron y lucharon por la Causa Armenia. Ambos eran sobrevivientes de la masacre de 1915, y vivían el exilio forzado al que fueron sometidos los armenios. Querían volver a su tierra, el gobierno turco debía reconocer el genocidio cometido contra la mitad de la población armenia, reconocimiento que aún estamos esperando.

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El genocidio armenio

Crecí escuchando las anécdotas de familiares perseguidos y desaparecidos, de pueblos enteros masacrados y de la lucha de los armenios a lo largo de siglos y siglos, pero en particular en este siglo que me incluía.

Un día de 1972, las Fuerzas Armadas allanaron la casa de mis padres y estaba mi abuela materna. Irrumpieron bruscamente ocupando toda la casa, revisaron, golpearon, pisotearon. Como consecuencia, ella quedó una semana postrada diciendo: “volvieron los turcos”.

Arpiné, una prima de mi padre estuvo desaparecida en Turquía durante cuarenta años. Fue una vivencia profundamente estremecedora encontrarla y todos los pasos que hubo que seguir para traerla a Uruguay, donde estaban esperándola su madre y hermanos. Imborrables son los momentos que de niña viví junto a mi familia, en una mezcla de sufrimiento por todo lo soportado y ese asomo de alegría que implicaba el reencuentro. Ella estuvo acá, con nosotros, hasta hace muy poquito tiempo, muy dulce y cariñosa. “Hermanita” le decía mi padre, quien había perdido a sus hermanas a manos de los turcos.

Cuál no sería mi sorpresa cuando uno de los oficiales que vino a mi casa a llevarnos detenidos era hijo de armenios, Antranig Ohannessian Ohanian –o Antonio como gusta hacerse llamar-, quien supo conocer la historia de sus ancestros y con quien, junto a muchos otros niños y adolescentes de la colectividad armenia, yo había compartido actividades de canto, gimnasia, torneos deportivos, teatro en armenio, etcétera.

No cabía en mi asombro, era increíble ver cómo ese muchacho, que había quedado huérfano y había recibido todo el cariño de la colectividad, era capaz de torturarnos, robarnos, mentirnos, mentir a mi madre – quien tanto se había ocupado de él – disfrazarse para salir a la calle a reprimir y traer más y más presos al cuartel donde primero fuimos torturados. Él era uno de los torturadores más activos, teniente segundo en ese momento y pertenecía a la OCOA[3].

LA CAÍDA.

Cerca de la medianoche del 11 de setiembre de 1973, mientras escuchábamos la radio – no teníamos televisión – para saber más de lo que estaba ocurriendo en Chile, oímos los golpes muy fuertes de aquellos que venían a llevarnos: el mayor Bonilla y el Teniente Ohannessian (a) “el Turco”.

A partir de ese momento quedamos aislados, en un segundo perdimos contacto con el mundo, con nuestro mundo, con todo: relaciones, amigos y compañeros y nos separaron a nosotros dos durante once años y medio”.

No recuerdo cuánto tiempo duró nuestra situación de desaparición, Ohannessian era uno de los que nos había llevado, nos torturaba física y sicológicamente en forma permanente. Desde lo más profundo comencé a entonar el “Himí el lrénk”[4], lo cantaba con mucha fuerza o lo silbaba, era la forma que, aislada en un calabozo, encontré para exteriorizar dolorosos sentimientos, como los de mi abuelita.

Así, también encontraba una forma para recordarle a este hijo de armenios sobrevivientes del genocidio, que nosotros, los hijos de ellos no íbamos a bajar nuestros brazos, no íbamos a callar nuestra bronca frente a éste que se había transformado en verdugo.

El 11 de noviembre de 2002 presentamos nuestro libro[5], a mi turno, decía: Esta melodía que intenté silbarles es una canción armenia que se llama `Himí el Lrénk´. Una canción que viene de mis ancestros y que silbé y canté en el primer calabozo en el que me encontré, intentando comunicarme con las compañeras y compañeros que estaban en los otros calabozos. Aunque prohibido, el silbido era una forma de comunicación. Esta canción en particular, refiere a la lucha de los armenios enfrentando al enemigo que lo estaba masacrando diciendo `No nos callaremos ahora, hermano, ahora que el enemigo hunde su espada sobre nuestro pecho. Libéranos, liberémonos....´

Ellos eran los que decidían sobre nuestras vidas y nuestras muertes. Algunos quedaríamos vivos, otros no y ya muertos decidían también si “aparecerlos” muertos o simplemente desaparecerlos del todo. Ellos decidían cómo, cuándo y cuánto torturarnos, hostigarnos y, sobretodo, dividirnos.

Nueve meses estuve en el cuartel, la mayor parte en un calabozo sola, torturada, aislada. Un calabozo totalmente blanco con luz potente prendida día y noche o con luz apagada día y noche. Oía cuando traían compañeros a los demás calabozos, oía sus desgarradores gritos, su sufrimiento, sus nombres.....como todos los que allí estábamos, distinguía al torturador de turno. El Turco, también llamado “Babosian” por la tropa, parecía estar siempre “de turno”, se disfrazaba de mujer, de pordiosero, de civil.

El victimario permanecía impune, y como si eso no fuera suficiente, aparecía en las páginas de “sociales”. Sí, nos sorprendimos la primera vez que vimos su foto en una fiesta. En el lado izquierdo de la foto se ve al “Sr. Antranig Ohannessian” y en la punta derecha de la foto su esposa, la Contadora de un grupo empresarial. Marido y mujer en “sociales” festejando un aniversario de la firma J. C. Lestido, integrante del Grupo D’Arenberg”… la impunidad lo hacía un “señor”. Nos preguntamos, ¿acaso ella sabía quién era verdaderamente su marido? ¿Qué saben sus hijos de su pasado como oficial del ejército?

Se festejaba al verdugo y a quienes lo protegían, mientras se invisibilizaba a la víctima, una inmejorable testigo de las tropelías cometidas.

* * *

Hoy Antranig Ohannessian Ohanian está detenido. Duele que no sea la justicia uruguaya la que haya tomado esta iniciativa. Duele en lo más profundo la constatación del paralelismo entre el negacionismo del genocidio armenio y nuestra absurda y ahistórica ley de impunidad: levantar las manos y anularla sería una demostración de madurez política.

Un día de primavera vino mamá a la visita y me preguntó: “¿te acordás del ciruelo rojo que plantaste en el frente del Club Vramián y del sauce que plantó Antranig”?

“Sí, teníamos trece años”, contesté, a lo que agregó: “el sauce se secó, el ciruelo está en flor”.

Anahit Aharonian (*)

(*) Uruguaya, presa política desde el 11 de setiembre de 1973 hasta el 10 de marzo de 1985

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