sábado, 28 de junio de 2025

El frío debajo de las chapas


 El frío debajo de chapas y colchones: el invierno en los cantegriles, por fuera de la alerta roja del gobierno


Mientras que el gobierno decretó una emergencia por las bajas temperaturas para la gente que vive en la calle, cientos de miles de uruguayos enfrentan un crudo invierno en sus viviendas precarias. Las historias de supervivencia a las heladas y las lluvias en los asentamientos

 
El Instituto Nacional de Estadística (INE) concluyó que la pobreza terminó 2024 en 17,3%. La nueva medición mostró también que uno de cada tres niños menores de seis años es pobre en Uruguay.
 



Karen Parentelli y Martín Tocar, 20 junio 2025 Que Pasa

El televisor encendido en lo de Silvia anuncia que se vino el frío, y que llegó para quedarse. Los ocho grados centígrados que marca el termómetro en la pantalla parecen demasiado para la sensación acá en Barrio Moderno, próximo a Punta de Rieles en el límite entre Montevideo y Canelones, donde todavía no terminó de disiparse la helada: el sol asoma pero no lo suficiente aún como para quitar la fina capa de hielo sobre el pasto y las chapas.

En un canal entrevistan a una fisioterapeuta que da consejos para combatir el impacto de las bajas temperaturas en las articulaciones. En otro, un programa matutino repasa las medidas del gobierno para la población que vive en la calle.


Silvia, de 50 años, no vive a la intemperie, pero el frío se le cuela por los agujeros de su rancho.

—Esto acá es horrible. Te entra el aire y el agua por todos lados. Se llueve todo. La chapa viejita ya no da para más.

En las paredes hay un pequeño cuadro del Arco del Triunfo en París y otro de igual tamaño con un dibujo de la Catedral de Notre Dame. Está la heladera en una esquina, una pequeña mesa contra la pared, y dos camas, una doble y otra individual, donde uno de los hijos adolescentes de Silvia todavía duerme bajo varias frazadas. Es el más grande de los dos que viven allí; el que no le gusta estudiar. Otra niña se aferra a la estufa eléctrica de baja tensión para calentarse como se puede. Todo allí en diez metros cuadrados.

—El lunes no sabés lo que era. Esto se movía todo.

La otra calle

Claro que no es nada nuevo. La situación de los asentamientos ha permanecido más o menos incambiada más allá de intervenciones de uno y otro gobierno.


Pero con los focos de los últimos días en la población que vive en la calle, vecinos de los barrios más carenciados, así como otras personas que trabajan con esa población, advierten que el invierno también tiene que ser una preocupación en los cantegriles.

“Es entendible que se hable de la gente en la calle. Pero lo que vemos en estos barrios a veces no es mucho mejor, y en algunos casos puede ser peor”, dice Matías Acosta, de la Fundación Piso Digno, que interviene en viviendas precarias de asentamientos.

Aunque las situaciones no son todas iguales, los datos oficiales marcan que hay 667 asentamientos en todo Uruguay, la amplia mayoría en la zona metropolitana. Montevideo tiene 345 asentamientos y Canelones otros 128. Le siguen Artigas (36), Paysandú (27) y Salto (25), abarcando un total de unas 200.000 personas, según estimaciones.

Son miles de familias acostumbradas a que el frío traspase las paredes y que en las noches de lluvia el agua se cuele por los techos o por los suelos inundados.

Los que no tienen un piso construido a veces buscan algunos escombros para poner abajo del colchón, como una barrera contra la humedad insoportablemente gélida que sube desde la tierra, incluso en los días en que no cae ni una gota.


En Nuevo Ellauri, en Casavalle en el norte de Montevideo, la casa de Luciano, Micaela y su hija de dos años “se llueve” aunque el cielo esté despejado y el sol a pleno. La chapa empieza a “transpirar”, dice Luciano, el techo gotea. Esa condensación de frío se acumula, y cae sobre la cama donde duerme con Micaela y la niña. “Ponemos unas bolsas de nylon a la altura de la cabeza, arriba de la cama, para que no nos caigan cuando dormimos”, explica Luciano, quien no terminó la escuela, plantó caña en Bella Unión y por estos días entrega currículums en busca de trabajo.

Viven en una construcción de madera y chapa, sin cielo raso, con algunas paredes recubiertas por un plástico que simula ser ladrillos o piedras; de piso tienen maderas de palets. Hace apenas unos días que se mudaron. Antes vivían a unas pocas cuadras en una vivienda que estaba en peores condiciones.

Cuando El País llega el miércoles 25 de junio por la tarde, la hija pequeña está en el comedor de su casa con campera de nylon, la capucha puesta. Luciano, su padre, viste un pasamontañas para tapar el frío. Estar adentro es casi como estar afuera: el aire se cuela por el techo, por las uniones de las chapas y por la puerta. No hay ventanas. Y el frío también sube desde el suelo.

Tienen, eso sí, un equipo de aire acondicionado que lo reciclaron, lo arreglaron y funciona para sacar algo de humedad al menos, pero no ayuda mucho También una estufa de dos tubos de luz, que parece no dar ni calor ni luz.


Luciano tiene 23 años. Micaela, 22. Son padres jóvenes, sin trabajo fijo. Y cuando llueve, el panorama es más complicado que cuando solo hace frío. “Cae agua por los agujeros de la chapa. La tapamos como podemos, con un zapato cortado, con pañitos. Todo para que no entre tanta agua”, cuenta Luciano. “Nos rescatamos como podemos”.

El invierno los obliga a pasar casi todo el tiempo en una misma habitación, la menos fría.

“La nena estuvo enferma hace poco. Le agarró una tos fuerte y se ahogaba. Tuvimos que salir corriendo a las tres de la mañana al Pereira Rossell”, recuerda Luciano. Usó la moto del hermano para llevarla. “Era un catarro fuerte. Le dieron calmantes, la revisaron”. Y volvió para la casa a soportar las bajas temperaturas.

Micaela acompaña el relato casi en silencio, abrazando a su hija. “Siempre la tenemos bien abrigada. Pero acá adentro hace mucho frío”.

"La Villa"

En las noches de invierno, cuando el viento sacude los techos de chapa y el frío se cuela por las rendijas, María corre las camas de sus hijas para alejarlas de las paredes. Sabe que por ahí se filtra agua cuando llueve, pero no tiene muchas opciones: hace dos años que vive en “La Villa”, un asentamiento al fondo de Nuevo Ellauri, pegado a la cañada. Ahí levanta como puede un hogar para sus cuatro hijas y una sobrina de 18 años, con quienes enfrenta el invierno, las enfermedades y la violencia del barrio.


El techo, improvisado con chapas y plásticos. No tiene estufa ni calefacción. Solo abrigo. Se organiza con lo que hay.

María tiene 32 años y una historia cargada de dificultades. “Estuve presa tres meses. Fue un golpe duro, perdí a mis hijas. El padre no me las dejaba ver. Salí y dije: ‘yo puedo sin vender droga, sin hacer cosas malas’. Conseguí trabajo en limpieza, de tarde hasta la noche, mientras mi hermano y mi hermana me ayudaban a cuidar a las nenas. Ahí arranqué de nuevo”.

Tiene hijas de 16, 14, 7 años y una bebé de 11 meses. También vive con su sobrina. Todas mujeres. Y todas crecieron sabiendo que hay que apurarse cuando el cielo se pone negro, porque las lluvias inundan todo. “Una vez el agua nos llegó hasta las rodillas. Perdí la cama, el colchón, todo. Tuve que volver a empezar, de a poco. Cuando llueve fuerte, el pedregullo se va con la corriente y la casa queda flotando


Las autoridades lo saben, pero las respuestas no llegan. “Acá hay muchos niños, muchas madres solas. Y si alguien se enferma, nos tenemos que arreglar. Mis hijas mayores me ayudan con las más chicas”, dice María. “Los médicos te dicen que las tengas en las casas, no sabes qué es peor”, cuenta María.

Ella intenta sostenerse con la tarjeta del Mides. “Con eso y la asignación. Yo vendo comida, hamburguesas y tortillas de papa. Pongo un cartel afuera y vendo a los vecinos. No es mucho, pero me da para seguir. También me dan ropa, la lavo y la vendo por vivos que hago por Facebook”.

Cerca suyo en La Villa, su vecino Nicolás, de 24 años, se presenta con tranquilidad entre los perros que ladran. Todos lo conocen como el Calde. Vive solo, al fondo de uno de los pasajes del asentamiento. Su rancho, como lo llama, lo heredó de su padre. Él lo fue levantando de a poco, a fuerza de voluntad y paciencia.


Ahora tiene luz y a, aunque cuando llueve mucho el agua entra igual. No como un río, dice, pero se mete. Y el frío, ese sí entra sin permiso.

“El invierno lo paso bien abrigado, con los perros”, cuenta. Tiene cinco. Dos duermen con él adentro, los otros en la cucha. No tiene estufa eléctrica ni brasero. “No prendo fuego, me meto en la cama y escucho la radio”, dice. No mira televisión porque no tiene. La radio lo acompaña. “La música, los programas. Es lo que hay”.

María dice que así, como están ellos, “no se puede vivir”, pero que se hace lo que está al alcance de la mano.

El Calde, en su rancho de techo liviano y sin calefacción, con su campera de nylon y un champión diferente en cada pie, dice que no le falta abrigo, ni por fuera ni por dentro. “Así como estoy ahora, vos te morís de frío. Pero yo no”, dice riéndose.

Un piso

La pecera de vidrio en el frente del rancho de Johnny y Stefanie está toda cubierta de hielo. Son las 8:30 de la mañana y un grupo de personas ayudan a levantar unas tablas de madera.


—¡Se congelan los peces! —bromean.

En Barrio Moderno, un asentamiento constituido hace pocos años, también hay momentos de humor. Dentro de todo, es día de celebración para la pareja, que está recibiendo su piso de madera gracias a la Fundación Piso Digno, que lleva unos 950 pisos instalados desde el año 2020.

Stefanie, de 29 años, tiene dos hijas (de 10 y 6 años) y está embarazada de mellizos. Viene de varios meses en la calle, sin un techo, con experiencias en refugios por su cuenta y en refugios para madres solteras. “Son todos horribles. Cuando estás calentita te sacan para afuera. Te maltratan y si te descuidás un segundo te roban todo”, relata sobre esas experiencias anteriores. Sufrió violencia de género por parte de su expareja, que estuvo con tobillera. Ella muchas veces prefirió dormir en la calle. Hasta que a comienzos del año pasado apareció una oportunidad. “Me dijeron que estaban agarrando terrenos en varios lugares. Me vine para acá y me vendieron este terreno a 8.000 pesos. Aunque todo el mundo agarraba gratis. Estuve unos meses así hasta que llegó él”.

—¡El ángel de la guarda! —intercede su pareja.

 

Lo que empezó como “un rancho de 2x2”, en la zona más baja del asentamiento, cerca de la cañada, fue ganando algunos metros. La inclinación del terreno los obligó a hacer unas zanjas alrededor para paliar las inundaciones los días de lluvia -“salimos con baldes a sacar el agua”- pero incluso cuando no llueve la humedad penetra con fuerza. “A la tarde ya empieza a subir la humedad desde la cañada, como si fuera un humo, y te entra hasta en el cuerpo”, dice ella. Junto al agua, los residuos y las ratas.

Como todos en el asentamiento, están colgados de la luz. “La forma de calefaccionarse es a pura frazada. Tenemos la estufa eléctrica pero si nos ponemos todos a prender... explota todo. Así que la tenemos para mirar nomás”.

Johnny trabaja haciendo changas, como limpieza y jardinería. Con esfuerzo le dio para comprarse una moto y una máquina para cortar el pasto. Pero no todas las semanas son iguales. “A veces es difícil llegar a fin de mes, a veces es difícil llegar al fin de semana”.

Su pareja dice que hace diez años está pidiendo, sin éxito, recibir las transferencias del Mides. “Me la han negado. Ahora por el embarazo gemelar, me dijeron que vaya a hacer el trámite. Sobre todo porque he estado adelgazando en vez de engordar”, dice a El País.

Esta semana, dicen, es la última que pasan con el colchón contra el barro. A medio terminar en el momento en que El País visita la vivienda, Stefanie dice que no puede explicar “la enorme diferencia” de sentir el piso de madera.


Su vecina Isabel, en el rancho de al lado, también beneficiaria de la fundación, calienta dos baldes para lavar la ropa. “¡Con agua fría no pienso lavar!”, dice al abrir la puerta del rancho. No es la única que se mantiene junto al fuego para paliar la helada. Tres perros y una gallina también se acercan a las llamas en busca de algo de calor.

—Los chiquilines acá te andan de remera todo el día y yo no puedo más. No sé si me estaré poniendo vieja —dice Isabel, de treinta años.

El lunes pasado, con el temporal, no pudo salir de la cama. Vive en una construcción más chica, en la que duermen cuatro mayores y dos menores. Hasta ahora recibe la asignación familiar por su hijo —de 14 años, que se pasea de buzo y chancletas—, pero la dejará de recibir el mes que viene. “Dice que no quiere estudiar más. Así que vendrá a trabajar conmigo”.

Todos cuentan que intentan cocinar temprano y dormirse apenas entra la noche. Aunque a veces el frío obliga a mantenerse despierto y moverse, o aglutinarse en torno a un fuego.

En eso muchos también ven un peligro. Alexandra, en el asentamiento Aquiles Lanza en Malvín Norte, dice que allí se suele cocinar con leña o en braseros improvisados, con el riesgo de incendios o intoxicaciones. “Le ponemos alguna bolsa de plástico para que agarre al principio”, cuenta.


Virginia, vecina de 39 años y residente de un rancho que “taponea como se puede”, se calefacciona con un ladrillo que tiene una pequeña resistencia eléctrica. “Sabemos que es peligroso, por eso lo desenchufamos cuando salimos”.

“Yo duermo con gorro. Me lo pongo porque el frío me da dolor de cabeza. Cuando sale el sol, mejora un poco, pero en invierno no calienta nada. Acá empieza a bajar el sol y olvidate: hay que inventar calor”.

El gobierno

Censo y soluciones “mientras tanto”

Los asentamientos suelen estar en la mira de los programas de cada gobierno, aunque se trata de un fenómeno que se ha mantenido estable en las últimas dos décadas La actual administración ingresó con la noción de continuar y profundizar algunas de las líneas de acción de los anteriores gobiernos.

La ministra de Vivienda Tamara Paseyro dijo a comienzos de junio que procurarán “fortalecer” la Dirección Nacional de Integración Social y Urbana (Dinisu), creada en la LUC del anterior gobierno y articular mejor el trabajo de los diversos planes, como el Plan Juntos, el Plan de Mejoramiento de Barrios y el Plan Avanzar.

También señaló que está pendiente el análisis fino de las distintas realidades en los asentamientos. “Hay una parte muy importante de la que nadie habla: qué características y tamaño tienen esos asentamientos. No es lo mismo 667 asentamientos con equis población, a que yo diga que hay 10 viviendas en uno, u otro con 300 familias”, señaló en la Cámara de Diputados.

Para avanzar en ello hay equipos del ministerio trabajando con el Instituto Nacional de Estadística, a partir de los datos del último censo.

Actualmente, el Estado está interviniendo de alguna forma en 143 de los 667 asentamientos, según informó el subsecretario de Vivienda, Christian Di Candia, en el programa Cinco Sentidos de Canal 5.

Según indicó, las autoridades están analizando en “cuántos más” se podrá avanzar en el período, pero añadió que uno de los lineamientos trazados por el presidente Yamandú Orsi es trabajar no solo en la regularización sino también en el “mientras tanto”.

“El mejoramiento barrial puede llevar mucho tiempo. Tenemos casos de dos a once años. Para un niño, una niña, o un recién nacido, eso es mucho tiempo. Se están buscando soluciones que apunten a ver qué hacer en el mientras tanto”, dijo Di Candia, en lo que llamó “soluciones intermedias”.

Por otra parte, señaló que el Estado ha fallado en diseñar políticas para evitar el surgimiento de nuevos asentamientos mientras se trabaja en los ya existentes.

 

 

 

 

 

 

 


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