lunes, 28 de diciembre de 2009

¿Vos que hiciste en dictadura, papá?



La hija de Eduardo Emilio Kalinec, alias Dr. K, quien está siendo juzgado en la causa Campo de Mayo
Sábado 12 de diciembre de 2009.




Papi está preso”. El llamado la aturdió. Tenía a su hijo en brazos, a punto de amamantarlo. “Es por cuestiones políticas, culpa de este gobierno”, le dijo su madre. En vez de aclarar las cosas, la confundió más. Aquel 31 de agosto de 2005 Analía Verónica se fundió en un llanto largo y profundo. Es la hija de Eduardo Emilio Kalinec, alias Doctor K, uno de los diecisiete implicados en la causa de Campo de Mayo por la represión ilegal perpetuada durante la última dictadura militar. A su padre se lo juzga por intervenir en la custodia de los detenidos, en interrogatorios y en tormentos en tres centros clandestinos de detención: Atlético, Banco y El Olimpo. Oficial ayudante de la Superintendencia de Seguridad Federal de la Policía Federal Argentina, Kalinec llegó a ser comisario, aunque siempre negó haber llegado a ese cargo en la fuerza.
Analía no cuenta su historia, la escupe. Escribió una carta abierta de cincuenta hojas. Después de mucho meditarlo, hoy decide hablar con Miradas al Sur. Lo hace firme y en ningún momento titubea. Su hijo más pequeño llora, demandando un poco de atención. Le tira de las polleras negras de bambula. “Éstas son las fotos de la época en que mi papá era represor”, muestra Analía. Una foto carnet blanco y negro muestra a un muchacho joven de cejas negras. De civil, con expresión seria. Algo sonriente.
Analía es docente. Trabaja como maestra recuperadora de chicos con dificultad en el aprendizaje. Su labor consiste en sacarlos del aula y nivelarlos, para luego incluirlos y posibilitar la integración. Defensora de la educación pública, paró semanas atrás contra el gobierno de Mauricio Macri. Dos de sus hermanas son policías. María de los Ángeles –Titi– se recibió de abogada en el Instituto Universitario de la Policía Federal y trabaja en un estudio de abogados policías. Alejandra es licenciada en Relaciones Internacionales, graduada en la misma institución.
“Fijáte cómo son las cosas: a las dos las metió mi viejo –se resigna Analía– y es como un clan. Yo quiero sacar a mis hijos de ahí”. La otra hermana, Claudia, cortó relación con la familia y nunca más se supo de ella. Paradojas de la vida, su marido estuvo exiliado durante la dictadura, dos de sus amigos aún están desaparecidos, y su suegro, el Doctor K, está involucrado en la causa.

Las visitas. Marcos Paz fue el primer destino de Eduardo Emilio Kalinec. Antes de terminar en Devoto, tuvo una estadía en el edificio del Cuerpo de Policía Montada. Fue el único que tuvo ese privilegio. Según Analía, porque tiene una memoria prodigiosa. Mejor bien cuidadito con tanta información. Los domingos eran los días de asado familiar en el quincho del lugar. No faltaba ni el aire acondicionado ni Lunero –el caballo que le habían asignado para que descanse– ni el vecino Christian Von Wernich. “Pobre cura, es muy buena persona”, decía su padre.
El fin de semana siguiente a la elevación de la causa a juicio oral, Analía, su madre y su hermana Titi lo fueron a saludar. El mandato era claro: papá estaba bajoneado y había que tirarle buena onda. “Cuando lo vi me impresioné. Estaba con los ojos llorosos y muy nervioso. Lo abracé fuerte y le di un beso. Nos sentamos, me agarró la mano y me preguntó si pensaba que él era un monstruo. Yo le dije que sí. Empezó a temblar”. Al otro día, lunes 30, sonó su teléfono celular. Estaba dejando a sus hijos en el jardín. Apenas atendió, una voz grabada le informaba que la llamada provenía de un instituto penitenciario. Le resultó extraño. Su padre nunca la llamaba a su teléfono personal. Con la voz llorosa, Kalinec le confesó lo solo que se sentía y cuánto necesitaba escucharla. Analía, con un nudo en la garganta, intentó explicarle que tenían maneras diferentes de pensar. Esa noche le garabateó una carta. “Te invito a sincerarte, a que permitas cuestionarte. Te invito a ponerle el pecho a tu propia historia. Sin picanas ni submarino”.
El escrito tuvo sus repercusiones. Su mamá la llamó y le reprochó la carta horrible que había escrito. En un papelito al lado del teléfono, Analía respondió: “Horrible no es lo que yo hago, horrible es lo que él hizo. Horrible no es lo que digo, horrible es no decirlo. Horrible no es mi carta, horrible es lo que pasó”. La situación la desbordó y afectó a sus hijos. La llamaron los directores del jardín, alarmados. Su hijo más grande andaba diciendo a sus compañeros que su abuelito “había matado muchas personas”. Los nenes de sala de cinco años, interesados, lo atosigaban a preguntas sobre si lo había hecho con una ametralladora o con qué tipo de arma.
La crisis. “Recién caí en lo que era mi viejo cuando la causa se elevó a juicio oral”, confiesa Analía. La orden la había dado el juez federal Daniel Rafecas el 25 de junio de 2008 y el Tribunal Oral Federal Nº 2 de la Capital Federal sería el encargado de realizar el juicio. Kalinec negó siempre su participación en los hechos que se le imputan. Incluso promete hacerle un juicio millonario al Estado apenas salga en libertad. Su abogado defensor, Juan Martín Hermida, había pedido su excarcelación por falta de méritos. Sin embargo, en la cárcel, le dijo una vez a Analía: “¿Cómo no ponerle una picana a un tipo que sabés que tiene información?”.
Dispuesta a investigar, Analía le pidió a su hermana Claudia que le envíe la causa por mail. Se sentó en la computadora y empezó a leer. No paró de llorar hasta terminar las 812 fojas. Luego puso el nombre de su padre en Google. Listados de organismos de derechos humanos lo nombraban y lo denunciaban por hallarse en funciones. Y libre.
“Al principio me comí el buzón de que él luchó por la patria. Lloraba por lo injusto de la situación. Sin darme cuenta me fui dando cuenta. Y empecé a llorar por lo justo de la situación”, confiesa Analía. A Kalinec se lo acusa de 181 privaciones ilegítimas de la libertad. Lo nombran los testimonios de Mario César Villani, Ana María Careaga, Delia Barrera de Ferrando, Miguel D’Agostino, Nora Bernal, Daniel Aldo Merialdo, Horacio Cid de la Paz y Javier Antonio del Cerro.
“Es muy duro saber que mi papá empuñaba una picana con las mismas manos con las que me tocaba. Y que la misma voz que me sigue diciendo que me quiere es la misma que dio orden de muerte y de tortura. ¿Cómo puedo hacer para unir en la misma persona a mi papá y al Doctor K?”, se pregunta Analía en su carta. Intentó hablar con su familia, pero ninguno quería. Hermética, su abuela Elsa –la mamá de su padre– decía no recordar nada. Sólo Laura –la hermana de su papá– accedió a contar todo lo que sabía. De chica, ella también había sufrido torturas por parte de su hermano. Le ponía la cabeza en un balde de agua durante mucho tiempo, hasta la desesperación. “Es un juego”, le decía el futuro Doctor K.
Laura le contó también sobre su primer matrimonio con un señor de apellido Giménez, que fue compañero de Kalinec durante la dictadura. Algunas veces, cuando volvía a su hogar, Giménez llegaba descompuesto y vomitaba. Y le decía a la tía de Analía: “Esto es una carnicería, yo no sé como tu hermano puede hacer lo que hace”.
Analía se enteró de lo que tenía ganas de enterarse y también de lo que no. De abusos familiares, de infidelidades –varias– por parte de su padre. Hasta de una supuesta media hermana, de una mujer que su padre habría dejado embarazada. Recordó a su padrino, un tal Fernando Guillermo González, al cual no vio nunca más. González había adoptado una beba llamada Mariana en el año ’80. Intentó buscarla, pero al tener un apellido tan común se le complicó. Analía tiene serias sospechas de que esa nena es hija de desaparecidos.
Las cosas por su nombre. “Mi papá es un represor”, sentencia Analía. La dureza y realidad que impone al hablar se reflejan en sus ojazos azules. En ningún momento se le llenan de lágrimas. Hoy hace terapia en el Centro de Atención por el Derecho a la Identidad de Abuelas de Plaza de Mayo. Ya casi no se habla con nadie de su familia y sólo la acompaña Luis, su marido. Mucho antes de que se sepa todo, en una muestra de derechos humanos de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires, su primo Germán encontró el nombre y apellido de su padrino, el papá de Analía.
Era uno de los pocos que no tenía fotografía. Al parecer, organismos de derechos humanos lo habían estado siguiendo para fotografiarlo, pero ante el hábil y escurridizo hombre, nunca dieron con su cometido. Analía fue quien aportó su imagen. La entregó personalmente a la agrupación Hijos. Su rostro es hoy difundido en carteles que exigen juicio y castigo. “Meses antes de que lo lleven a prisión preventiva estaba con una actitud muy persecuta –deduce Analía–. Algo sabía. Alguien le había informado.”
El día del inicio del juicio, el único espacio libre para acceder a la sala era para un familiar. Analía no quiso entrar así. Estuvo en lista de espera con un primo hasta que lograron entrar como público: “No iba como familiar a apoyar lo que hizo. Yo vengo como parte de una sociedad. De última como hija, pero para repudiarlo y denunciarlo”. La separaba de su padre una distancia de seis metros. Lo encontró igual a como lo había visto la última vez, quizás un poco más gordo.
De animalito a mujer. A Analía su papá la llamaba la vizcachita, porque en un momento, cuando era chica, sólo tenía dos dientes arriba y dos abajo. Como el animalito. “De chica yo era su novia. Siempre lo acompañaba a todos lados y estaba con él. Cuando él venía de trabajar yo iba a recibirlo gateando”, escribe en su carta abierta Analía. Y pone el verbo “trabajar” en itálica.
La historia de Analía es similar a la de Ana Rita Laura Pretti Vagliati, hija del comisario bonaerense Valentín Milton Pretti, alias Saracho. Su padre había participado de la dictadura militar, torturado y asesinado personas. Presentó una demanda en el tribunal de familia número 2 de Lomas de Zamora para suprimir su apellido paterno. En 2007 se convirtió en el primer y único caso en el cual la Justicia autorizó a llevar sólo el apellido materno. Se le hacía insoportable llevar su nombre junto a la herencia de un torturador. Analía lo pensó, pero no tomó la misma decisión: “Es parte de mi historia y de lo que soy yo”. Es la misma dicotomía que se le presenta hoy. El proceso que aún sigue resolviendo. Que terminará el día que se dicte la sentencia. O posiblemente ni siquiera. El máximo deseo de Analía es dejar de ser su vizcachita y pasar a ser una mujer con identidad propia.
–¿Lo seguís queriendo a tu papá?
–Sí, es mi papá y siempre lo va a ser. Lo quiero, pero lo espero de la vereda de enfrente.

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