por Samuel Blixen
6 enero, 20017
Los jefes del espionaje militar: Silveira, Vázquez, Barneix, Ferro, Casella y Sarli
Los oficiales del Ejército que dirigieron el espionaje militar en democracia contra gobernantes, legisladores, magistrados, partidos políticos, sindicalistas y periodistas fueron en su mayoría piezas clave del terrorismo de Estado durante la dictadura y algunos están presos por su responsabilidad en delitos de lesa humanidad. No sorprende, por tanto, que la actividad de inteligencia militar mantuviera en democracia los mismos criterios ideológicos de la dictadura, signados por la doctrina de la seguridad nacional y el esquema de la Guerra Fría.
Así, en noviembre de 1992 el entonces teniente coronel Jorge “Pajarito” Silveira (actualmente preso) figuraba como “asesor de los organismos de inteligencia, para lo cual cuenta bajo sus órdenes con informantes de organizaciones subversivas que brindan información del enemigo”.
Los jefes de dichas reparticiones, algunas dependientes del Estado Mayor del Ejército y otras del Ministerio de Defensa Nacional, no identifican –hasta donde se sabe– qué organizaciones subversivas operaban en el país ni quién era el enemigo que había que controlar; los documentos referidos al espionaje revelan que el “enemigo” eran partidos políticos legales y organizaciones sindicales.
Los presidentes y los ministros de Defensa de los sucesivos gobiernos desde la reimplantación democrática, en 1985, y hasta 2005, no modificaron el esquema de la inteligencia militar, que proyectaba a la democracia los criterios de la dictadura; es posible que dichos responsables civiles ni siquiera tuvieran conocimiento del grado de autonomía que se desplegaba a sus espaldas. Pero el esquema no se modificó cuando algunos episodios puntuales (el secuestro del chileno Eugenio Berríos en colaboración con la inteligencia chilena en 1991-1992, las escuchas con micrófonos en el despacho del general Fernán Amado en 1993 o las interferencias telefónicas al prosecretario de la Presidencia Leonardo Costa y al diputado Jorge Barrera en 2002) revelaron la gravedad de esa autonomía.
Aquellos oficiales que se destacaron en los organismos represivos como el Servicio de Información de Defensa (Sid) y el Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (Ocoa) fueron después designados como jefes de las reparticiones que se especializaron en el reclutamiento de informantes y en la infiltración de partidos políticos y sindicatos.
Aunque el organigrama de las Fuerzas Armadas y su evolución es difícil de determinar, puede afirmarse que el Sid ya tenía en 1984 una sección Reclutamiento e Infiltración (Rel) que funcionaba con el Departamento III-Planes, Operaciones y Enlace (Poe). En esa época el responsable del Poe era el teniente coronel Ícaro N Méndez.
En diciembre de 1984, ya con el resultado electoral, la sección Reclutamiento e Infiltración se transforma en “Anexo” del Departamento III, y su responsable fue el teniente coronel Ramón Larrosa. El término “Anexo” figura como identificación en muchos documentos de 1985 a 1987, en poder de Brecha, que se refieren al espionaje de partidos políticos.
Simultáneamente, el Sid, creado en 1973 y cuyo primer jefe fue el coronel Ramón Trabal, se transformó en enero de 1985, en los estertores de la presidencia de Gregorio Álvarez, en el Servicio de Información de las Fuerzas Armadas (Siffaa), apenas un cambio de nombre, salvo una particularidad: a diferencia del Sid, el Siffaa pasaba a depender de la estructura jerárquica del Ejército, y su control se volvía más dificultoso, para el caso de que los primeros ministros de Defensa de Julio María Sanguinetti –el abogado Juan Vicente Chiarino y el general Hugo Medina– tuvieran intención de ejercer el control.
El Siffaa fue la cabeza visible de la inteligencia militar entre enero de 1985 y marzo de 1987. Al frente del Departamento III (Poe), el teniente coronel Pedro Barneix sustituyó al teniente coronel Larrosa en abril de 1986. Ya como general, Barneix ascendería a jefe de la Dirección General de Información de Defensa (Dgid) y en 2005 sería designado, junto con el general Carlos Díaz, para evacuar el pedido del presidente Tabaré Vázquez de identificar los lugares de enterramiento de detenidos-desaparecidos. Después de investigar en el círculo de los más notorios terroristas de Estado, Barneix y Díaz elevaron un informe al comandante del Ejército, general Ángel Bertolotti, con información absolutamente falsa. Por entonces aún no había comenzado la investigación judicial que identificó al entonces teniente Barneix, en 1974, como uno de los asesinos del militante carmelitano Aldo Perrini, ocurrido en el cuartel de Colonia.
SERVICIOS CAPACITADOS. En 1986, como jefe del Departamento III, el teniente coronel Barneix supervisaba al jefe de de la Sección Rel, que a lo largo de ese año comenzó el montaje de una red de espías que se enfocaría en la penetración del Partido Comunista. La red estaba supervisada por el capitán Wellington Sarli, quien en enero de 1986 participó en un curso de inteligencia en Alemania.
Sarli cobraría notoriedad diez años después, en 1996, cuando la policía chilena lo identificó como uno de los oficiales uruguayos responsables de la desaparición del bioquímico Eugenio Berríos, y procuró su extradición (véase recuadro). Pero a la hora de dirigir la compañía de espías contaba con un inestimable antecedente: designado en 1975 como miembro del Ocoa en la Región 4, Sarli asistió al jefe de la región, el general Gregorio Álvarez, en el montaje de una operación de inteligencia contra 25 jóvenes menores de edad, miembros de la Juventud Comunista en Treinta y Tres. Los jóvenes habían participado en un campamento en una playa de Rocha y a su regreso fueron detenidos en el cuartel de la compañía de Infantería número 10 (donde Sarli revistaba como alférez). Fueron brutalmente torturados y sometidos al escarnio público al difundirse un infame comunicado de las Fuerzas Armadas que falsamente atribuía a los menores de edad prácticas de promiscuidad sexual en el campamento y especialmente acusaba a las mujeres de realizar concursos de resistencia sexual. El periodista Mauricio Almada detalló el episodio en su libro Crónica de una infamia. Sarli fue denunciado en un expediente sobre esas torturas, pero el caso no prosperó, aunque no está archivado.
En abril de 1986, quizás por el arresto a rigor que sufrió por “deformación profesional” ordenado directamente por el general Washington Varela, jefe del Siffaa, el capitán Sarli dejó la sección Rel del Departamento III y pasó a revistar en la Región de Ejército 4.
En 1987 Barneix fue sustituido al frente del Departamento III por el teniente coronel Diego M Cardozo, quien mantuvo las mismas funciones de inteligencia por más que el Siffaa se convirtió, en marzo de 1987, en la Dirección General de Información de Defensa (Dgid). El encargado de la Sección Rel era el capitán Robert Terra, quien suspendió temporalmente el monitoreo del espionaje para asistir en Taiwán a un curso sobre “Estudios de seguridad e inteligencia”. Terra había sido comandante del Grupo de Operaciones Especiales de Inteligencia en el Ocoa 2 (San José).
Es a comienzos de ese año que el Departamento III despliega un cerco de espionaje en torno a Wilson Ferreira Aldunate. Los espías infiltrados en el Partido Nacional dan cuenta de las opiniones de Wilson sobre el anunciado referéndum para eliminar la recién votada ley de caducidad, sus evaluaciones sobre el Mln-Tupamaros, y hacen un seguimiento estrecho de Juan Raúl Ferreira y de Diego Achard.
En 1988 el Departamento III de la Dgid cobra impulso en la ramificación del espionaje, centrándose en el Mln, en el Partido Comunista y en el Pit-Cnt. Su jefe era el teniente coronel Eduardo Ferro, sindicado (pero nunca confirmado) como autor material de la muerte del escribano Fernando Miranda, uno de los pocos desaparecidos cuyos restos pudieron ser rescatados. Ferro fue un activo participante en la red Cóndor: en abril de 1977, como integrante de la Compañía de Contrainformación del Ejército, fue individualizado como uno de los militares uruguayos que interrogaron en el centro clandestino argentino Club Atlético a los desaparecidos uruguayos Andrés Bellizzi y Jorge Goncálvez; en 1978 participó en el secuestro y traslado desde Brasil de Lilián Celiberti y Universindo Rodríguez. Muy probablemente Ferro sea “Guillermo”, el incansable coordinador de los “manipuladores” de espías, que en 1989 pretendían allanar los domicilios de diplomáticos cubanos y los locales de las publicaciones Brecha y Mate Amargo.
En ese mismo año de 1989 el mayor Wellington Sarli asumió como jefe de la sección Manipulación y Reclutamiento de la Compañía de Contrainformación; es posible que tanto esta compañía como el Departamento III de la Dgid tuvieran sus propios ejércitos de espías, aunque también es posible que ambos organismos coordinaran el espionaje, porque muchos documentos del D-III señalan que se debía enviar copias a la Compañía de Contrainformación. En todo caso, en 1991 el mayor Sarli fue evaluado por su superior en la Compañía de Contrainformación, el teniente coronel Tomás Casella. A fines de ese año la compañía se hizo cargo de la custodia del bioquímico chileno Eugenio Berríos.
En noviembre de 1992, cuando Berríos, recluido en un chalé de Las Toscas, pretendió fugarse de sus carceleros uruguayos y chilenos, el jefe de la Compañía de Contrainformación era el teniente coronel Edgardo da Cunha, quien dependía directamente del jefe del Departamento II del Estado Mayor del Ejército, el coronel Gilberto Vázquez, hoy preso por numerosos crímenes de lesa humanidad. Por primera vez el nombre de Vázquez se asocia al episodio del secuestro, desaparición y asesinato de Berríos.
Fue en noviembre de 1992 que Jorge Silveira asumió como asesor de los órganos de inteligencia, es decir, la Dgid y la Compañía de Contrainformación. Antes del episodio de Berríos, a mediados de 1992, Wellington Sarli asistió a un curso de inteligencia brindado por la Cia, acumulando el conocimiento adquirido diez años antes en un curso brindado por el Mossad, la inteligencia israelí.
Cualquiera de los oficiales nombrados podría aportar testimonios a la comisión investigadora de la Cámara de Diputados que analiza el espionaje militar en democracia, que algunos dudan que fuera una actividad institucional, mientras que otros prefieren dar un paso al costado porque el asunto está “bajo secreto presumarial”. El secreto es precisamente lo que fomenta el espionaje.
No resisten archivo
Los primeros análisis realizados por algunos de los integrantes de la comisión investigadora parlamentaria concluyen que efectivamente existió espionaje de la inteligencia militar en democracia, por lo cual las afirmaciones de las autoridades de las Fuerzas Armadas empiezan a caer por su propio peso.Dos días después de conformada la comisión en Diputados, el ministro de Defensa, Jorge Menéndez, había trasmitido en el Senado información recibida desde el Estado Mayor de la Defensa y desde la Dirección de Inteligencia Estratégica que desmentía la existencia de espionaje militar a periodistas, partidos políticos, legisladores, dirigentes sindicales y jueces posterior a 1985.
“Las autoridades han respondido que institucionalmente no se han realizado actividades de esas características y que no existen en las Fuerzas (Armadas) archivos al respecto”, recalcó Menéndez. Sin embargo, los primeros elementos recogidos en las primeras sesiones de la investigadora apuntan a que el espionaje existió (“es innegable”, resumió un parlamentario consultado por Brecha).
La segunda sesión de la comisión se desarrolló este jueves y contó con la presencia de los historiadores Isabel Wschebor y Álvaro Rico. Los especialistas fueron los autores de los dos informes solicitados por la jueza penal Beatriz Larrieu, a partir del contenido de los documentos presentes en las 65 cajas incautadas en el domicilio del coronel fallecido Elmar Castiglioni.
Fuentes de Brecha afirman que la historiadora ratificó lo escrito en su informe, en el que explica que en el archivo Castiglioni existen “todos los indicios como para corroborar la existencia de expedientes institucionales en ese archivo particular”. Por su parte, Rico puso sobre la mesa aspectos más generales sobre los servicios de inteligencia y el aparato del Estado, pero se negó a profundizar en determinados asuntos de su informe “amparándose en el secreto presumarial”.
“Se ha estado manejando que las 65 cajas incautadas en el domicilio de Castiglioni tienen que ver con una iniciativa personal del coronel. De a poco vamos concluyendo que un trabajo de esta naturaleza no lo hace una persona en soledad, sino que se trata de un trabajo en equipo”, reafirmaron las fuentes consultadas.
El siguiente paso de la comisión investigadora será “cotejar los documentos del archivo Castiglioni con los archivos de los servicios de inteligencia del Estado”. Paralelamente se convocará a una lista de personas para que aporten más información sobre el asunto, entre las que se encuentra el periodista de este semanario Samuel Blixen. La investigadora volverá a reunirse el 20 de febrero para profundizar en un segundo aspecto de su indagatoria: confirmar si el espionaje se realizó de manera institucional o por fuera de la institucionalidad.
Mariana Cianelli
La conexión Berríos
Aquel 15 de noviembre de 1992 en que Eugenio Berríos –ex agente de la Dina chilena que llevaba ya un año en Uruguay en una especie de cárcel dorada– decidió deslizarse por el tragaluz del baño del chalé del capitán Eduardo Radaelli, en Las Toscas, y huir de sus custodias militares chilenos y uruguayos, las sirenas de alarma sonaron en la Compañía de Contrainformación del Ejército: dos de sus oficiales, Tomás Casella y Eduardo Radaelli, habían dejado escapar a Berríos, quien por esas horas corría por las calles de Parque del Plata gritando “Pinochet me quiere matar”.El jefe de la compañía, el teniente coronel Edgardo da Cunha, ordenó al mayor Wellington Sarli que se trasladara inmediatamente a Parque del Plata para interiorizarse de la situación y brindarle un informe detallado. Fue así que el destino de Sarli quedó, a partir de ese momento, indisolublemente unido al de Casella y Radaelli. Ambos fueron interrogados por el ministro de Defensa del gobierno de Luis Alberto Lacalle, Mariano Brito, y se atuvieron a la versión de que la custodia del bioquímico chileno había sido una “gauchada” personal que le habían hecho a unos amigos chilenos que, casualmente, también eran militares. Esa versión, y la burda foto trucada que mostraba a Berríos, desaparecido, leyendo un diario italiano, bastó para que el gobierno diera por finalizada la cuestión: “Es un asunto chileno”, explicó Lacalle; los legisladores suspendieron la investigación y la justicia se desentendió del rosario de delitos cometidos: secuestro, documentación falsa, ingreso ilegal de militares extranjeros, etcétera.
El nombre de Sarli apareció definitivamente asociado al caso Berríos poco después que apareciera el cadáver en unas dunas de El Pinar. Tras una tozuda investigación de la policía chilena, fue imposible impedir que la justicia de ese país reclamara la extradición de los tres oficiales de contrainformación por los delitos de secuestro y asociación para delinquir. Ante los jueces chilenos los tres negaron su participación en el asesinato, pero mientras Casella y Radaelli se atuvieron a la versión original de la gauchada, Sarli declaró que él había concurrido a Parque del Plata cumpliendo una orden de su superior.
Aquí en Uruguay nadie se dio por enterado de que la Compañía de Contrainformación aparecía institucionalmente vinculada a un secuestro y asesinato cometido por el Cóndor en democracia. Tras una de las tantas negativas de la justicia chilena a conceder las apelaciones solicitadas por los tres militares uruguayos, el ministro de Defensa Eleuterio Fernández Huidobro llegó a afirmar que Casella, Radaelli y Sarli eran “presos políticos”.
Una vez confirmada la sentencia, Casella y Radaelli se acogieron al beneficio de terminar de cumplir la pena en Uruguay. Sarli, en cambio, prefirió quedarse en Santiago de Chile. Dicen que allá tiene una novia. También es posible que no quiera regresar porque tiene causas pendientes en Uruguay.
por Samuel Blixen
13 enero, 2017
Irineu Riet Correa, uno de los interlocutores políticos con los militares, en el período de gobierno de Luis Alberto Lacalle / Foto: Oscar Bonilla - Archivo
Ajuste fiscal, privatización de las empresas públicas, reglamentación del derecho de huelga: las principales insignias de la política neoliberal que Luis Alberto Lacalle desplegó no bien asumió la presidencia en marzo de 1990 tuvieron coletazos explosivos cuando los recortes presupuestales afectaron a las Fuerzas Armadas, en la rendición de cuentas de 1992. Diez atentados con bomba, detonación de granadas y ametrallamientos, reivindicados por dos grupos paramilitares (la Guardia de Artigas y el Comando Lavalleja), una virtual insubordinación y acuartelamientos en distintos puntos del país, dieron cuenta a lo largo de ese año y el comienzo de 1993, de las profundas divisiones existentes en el Ejército y en la Armada Nacional.
Lacalle pretendió revertir los términos de una ecuación histórica, esto es, la preeminencia de altos mandos identificados con el Partido Colorado, con designación de oficiales “correligionarios”. Al mediar su primer año de mandato se propuso corregir la correlación heredada de su antecesor Julio María Sanguinetti: de los 12 generales en actividad sólo cuatro podían identificarse como simpatizantes del Partido Nacional. El ascenso a general del coronel Manuel Fernández, destinado a la Casa Militar, supuso pasar por encima de 44 coroneles; y la designación de su amigo James Coates en la comandancia de la Armada, apenas nueve horas después de ascenderlo a vicealmirante, implicó pasar por encima de 46 capitanes de navío. El esquema se completó con el general Yelton Bagnasco en la División de Ejército 1, el general Mario Aguerrondo al frente de la inteligencia militar, y la designación del general Juan Modesto Rebollo como comandante del Ejército, que obligó al general “de la derecha”, Juan Zerpa, a pasar a retiro.
La política militar de Lacalle, que el ex presidente Sanguinetti calificó de “desastre”, profundizó las fracciones en la interna militar, pero no alteró la “rutina” del anexo del Departamento III de la Dirección General de Información del Estado, que se encargaba de la organización del espionaje extendido a toda la sociedad. La siembra de micrófonos en los despachos del ministro de Defensa, Mariano Brito, del comandante de la Armada y del general Fernán Amado, debió ser ejecutada por otra repartición del Departamento III o por la Compañía de Contrainformación. El anexo se centraba por esos días turbulentos en el espionaje al Partido Comunista, al Mln, al Pit-Cnt y particularmente a los sindicatos de las empresas estatales, además de vigilar a las esposas de funcionarios policiales que preparaban las condiciones de la huelga policial de noviembre de 1992.
Los manipuladores de los infiltrados recomendaban recoger cualquier opinión de dirigentes políticos sobre las Fuerzas Armadas. Así, un oficial identificado con el seudónimo “Adrián”, informaba a fines de noviembre de 1991 las noticias proporcionadas por el agente 836 K-III sobre la interna del Partido Nacional durante una conversación en un café de las inmediaciones de Constituyente y Carlos Roxlo. El espía, a quien Adríán llamaba “Pingüino”, reveló que Enrique Martínez, dirigente juvenil del Herrerismo, había enviado a Libia a Guillermo Aishemberg (“cercano a la 504”) y a Gómez Brasil (“viejo militante del partido”) para sondear posibles transacciones comerciales con los libios. “Pingüino” detalló trascendidos sobre las reuniones que venían manteniendo algunas personalidades, entre ellas Rodolfo Nin Novoa, Irineu Riet y Alberto Zumarán para la formación de un grupo opositor dentro del partido. El senador Zumarán, dos veces candidato wilsonista a la Presidencia, había denunciado el programa económico y social que estaba aplicando Lacalle y había acusado a 14 jerarcas del gobierno por “implicancias” con la dictadura; era, según Pingüino, la cabeza principal de ese movimiento opositor.
Según el espía, Irineu Riet, “una figura bien vista dentro del partido”, era la persona clave para hablar con las Fuerzas Armadas, “siempre que Zumarán o el Ejército lo consideren necesario”. Habitualmente las reuniones con oficiales del Ejército se realizaban en las cabañas militares de Santa Teresa, “siendo muy asiduas y fructíferas”. El manipulador quiso saber los nombres de los oficiales: “la fuente no pudo precisar con qué militares se ha entrevistado Irineo (sic) Riet, pero sí aseveró las excelentes relaciones con el jefe del Batallón de Infantería N° 12 de Rocha y jefes que administran las cabañas militares de Santa Teresa”.
Por entonces, la llamada “agencia” que reclutaba y comandaba a los espías recibía en agosto de 1991 un pormenorizado informe del agente 951 B-I sobre una reunión del grupo de base 6, del Zonal III del Mln con dirigentes, entre los que se contaban José Mujica, Lucía Topolansky, Jorge Manera, Luis Puime y Omar Alaniz. Entre los asistentes que el espía identificó –y que consignó en su informe– estaba el “Zapa”, un ex preso político que el Departamento III tenía a sueldo como infiltrado en el Mln con el seudónimo “Fabricio”, lo que sugiere que el Zonal III albergaba a más de un espía.
El informe del agente 951 consignaba la opinión de José Mujica, quien proponía que el Mln debía dialogar con los militares. “A las Fuerzas Armadas hay que integrarlas ya que con el Mercosur ellos también se quedarán sin trabajo”, habría dicho Mujica según la síntesis del espía.
El documento del Departamento III confeccionado y archivado el 21 de agosto de 1991 afirmaba que según Mujica “en el Ejército hay caraspintadas, que son los menos malos porque son nacionalistas, y a diferencia de los aprovechadores, estos han tomado siempre las armas para defender el nacionalismo contra el imperialismo y con todos ellos tenemos que ir al diálogo”. El dirigente del Mln afirmaba que “en el Ejército hay sectores o grupos que tienen contradicciones entre sí, y que tratan de acomodarse”. El diálogo según Mujica debía tener como objetivo “solucionar todos los problemas y no dejarlos afuera”.
Las contradicciones que apuntaba Mujica se expresaron un año después en la serie de atentados de las bandas paramilitares y en la crisis de la huelga policial, que dejó al Ejército en estado de asamblea. El presidente Lacalle se propuso utilizar al Ejército para reprimir a los policías. Quiso saber si los oficiales del Ejército acatarían la orden: “Supongo”, fue la respuesta del comandante Rebollo; el general Fernández consideró que era posible desalojar a los huelguistas, pero “habrá no menos de 30 muertos”. El presidente optó por encomendar al Ejército y a la Armada el patrullaje de la ciudad. En el momento en que firmaba el decreto respectivo, en una sesión del Consejo de Ministros, alguien cortó la luz y dejó a oscuras el Edificio Libertad porque tampoco funcionó el generador.
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