Por Esteban Perez
Tuve el privilegio de conocerlo en el Penal de Libertad, fue uno de mis compañeros de celda. De todos tengo el mejor concepto. Pinocho, maestro, provenía de Tacuarembó, muy joven como lo éramos la mayoría. Tenía en sus ojos un brillo de alegría que manifiesta su pureza y su enorme humanismo.
Ambos, como tantos compañeros, asumimos tareas y responsabilidades dentro de la red clandestina que se fue tejiendo a los efectos de mantener viva la organización político-militar a la que pertenecíamos, sosteniendo en pie a la vida política, tratando de generar condiciones para una eventual fuga o, en caso de ser necesaria, la resistencia posible en el caso de que los milicos decidieran “una boleta” colectiva. La primera, casi una utopía sin apoyo externo y la segunda, suicida pero necesaria.
Existían varias tendencias y organizaciones políticas entre los presos. Algunos comprendían o intuían, otros no compartían el despliegue de compañeros realizando “comisiones” es decir distintas tareas tratando de acceder a cuanto rincón de la cárcel se podía.
Sólo los que conservaban el espíritu político militar de una organización guerrillera con cuatro fugas en su haber lo sabían. Se mantuvo el mayor secreto posible y compartimentación. El Pinocho y algunos más no estábamos en la boca del enemigo, estábamos en la garganta, al menor error nos tragaban: riesgo de reprocesamiento, tortura y “boleta” eran nuestra espada de Damocles.
Pinocho, con su grueso bigote, ocultaba bajo sus labios “pastillas”, pequeños envoltorios impermeables con hojillas que contenían información, análisis políticos y ainda mais… En su lugar de trabajo hablaba con total soltura con la oficialidad, ayudado por su carácter entrador.
Cierto día intentábamos enviar una pastilla a compañeros del segundo piso, el más aislado, no recuerdo ya con qué asunto. Pinocho ve la oportunidad e intenta pasar “el pelpa” a un compañero pero no sé si hubo un mal movimiento o si el custodia lo percibió… Yo había quedado solo en la celda y de repente un sargento y un oficial entran violentamente en ella, me hacen desnudar por completo entre insultos y amenazas y el sargento me grita en la nuca: “¿Usted sabe por qué es esto?” y yo, con la boca llena de “pelpas” contesto: “No, no lo sé”. Revuelven y tiran todo lo que teníamos y se van trancando con violencia la puerta.
Por la ventana veo que Pinocho es trasladado por tres guardias a “La Isla”, las tenebrosas celdas de castigo. Unos diez días después se abre la celda y meten a Pinocho con un guardia atrás al grito de “apronte sus cosas”; Pinocho estaba demacrado, sus ojos apagados. Nos miramos, ambos temerosos, especulando con lo que vendría después. En un imperceptible movimiento, como acariciándose el bigote, escurre en su mano el envoltorio, “tomá” me dice, casi sin mover los labios; me quedé mirando aquellos ojos buenos, ahora tristes, “es un héroe, ganó una batalla” dije para mí sintiendo un profundo respeto: había conservado “la pastilla” aún en la isla”. A mí se me quedaron atragantadas hasta hoy esas palabras no dichas y el abrazo que no le pude dar porque lo trasladaron a uno de los pisos de “los peligrosos”.
No nos volvimos a ver. Al recuperar la Libertad él volvió a Tacuarembó y yo me fui a vivir en Canelones.
Estamos en una edad en la que jugamos los descuentos. Sentí la necesidad de hacerle un homenaje en vida al Pinocho que debe estar brindando amor en sus queridos pagos de Gardel.
Este pequeño homenaje lo hago extensivo a todos los compañeros y compañeras de las distintas tendencias y organizaciones políticas, que día a día desde el cautiverio sostuvieron el espíritu revolucionario y la resistencia.
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