El escudo del Comando Sur del ejército de Estados Unidos es más elocuente que mil discursos. Su mitad inferior la ocupa un desaliñado mapa del continente, del río Bravo y Cuba a la Tierra del Fuego. Encima no hay mapa; la mitad superior la ocupa un águila imperial de alas abiertas, sus garras extendidas sobre la presa, nuestra América, que no comienza en Colombia ni en Guatemala, sino en México, aunque haya quienes se sientan desengañados.
Aquí se aplican equivalentes “normas de control” made in usa en diversas modalidades, a cual más de brutales. Inamovibles gobernadores que encabezan pandillas de criminales repartidas en puestos clave —de secretarías de gobierno, policías, partidos políticos, municipios, congreso y tribunales hasta bandas de sicarios o paramilitares—, como es el caso de Ulises Ruiz Ortiz en Oaxaca (nuestro Álvaro Uribe del petatiux).
O la generalizada (por la cantidad de generales que emplea) “guerra” contra las drogas, contra un “terrorismo” sacado de la manga y de paso contra la población afectada por las cornadas del hambre y el despojo. O el “sistema” Baja/Sonora, donde la “guerra” al narco va simultánea a la entrega al inversionismo gabacho de todo lo bueno en tierra y mar. O la derecha fascista que, lejos ya de las catacumbas y el extinto México laico, ha sentado plaza en los medios masivos, los gobiernos estatales y el gobierno federal.
El pensador portugués Boaventura de Sousa Santos escribió recientemente sobre la “estrategia continental” de control estadunidense contra los procesos políticos que lo cuestionan, trayendo acá su “guerra global”. La “guerra contra el terrorismo” incluye espionaje y desestabilización en Venezuela y la triple frontera (Paraguay, Brasil, Argentina). En Bolivia, “becarios de la Fundación Fulbright son llamados por su embajada para informar sobre cubanos, venezolanos y movimientos indígenas sospechosos, mientras los separatistas de Santa Cruz son entrenados en la selva colombiana por los paramilitares” (La Jornada, 17 de marzo).
“La verdadera amenaza no son las FARC, sino las fuerzas progresistas”, en una lógica bélica que bloquea el ascenso de las segundas, apunta. “Pero la ‘mayor amenaza’ proviene de los que invocan derechos ancestrales sobre los territorios”. El autor cita el informe Tendencias Globales-2020, del Consejo Nacional de Información de Estados Unidos, sobre los escenarios de amenaza a la “seguridad nacional” (la suya). El informe afirma que las reivindicaciones territoriales de los movimientos indígenas “representan un riesgo para la seguridad regional”, que “determinará el futuro latinoamericano”.
Allí se señalan las luchas indígenas de Chiapas, Ecuador, Bolivia, Chile y Argentina: “En el inicio del siglo XXI existen grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos que en 2020 podrán crecer exponencialmente, obteniendo la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas. Estos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización, que cuestionarán las políticas económicas de los liderazgos de origen europeo”.
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