sábado, 4 de diciembre de 2010

Brindis por el Chacal








Hoy a la mañana abrí el correo y recibí la noticia de la muerte del Chacal. Corrientemente, suelo abrirlo todos los días, pero excepcionalmente, por razones que no vienen al caso, pasé todo el fin de semana sin asomarme a la pantalla. De haberlo hecho, podría haber estado para darle la despedida, aunque en honor a la verdad, creo que para el Chaca eso habría sido irrelevante.

Creo que el dolor es arbitrario, tramposo, impredecible. Quiero decir con esto que nunca sabemos de manera certera como nos va a afectar la partida de un compañero. Y la del Chacal me pegó fuerte.

De los diez años que estuve en el Segundo B, pase aproximadamente ocho en la celda 18 Derecha. La 19 la ocuparon con alternancia de años, Arturo Pedro Dubra Díaz (el “Flaco”, o el 862) y Luis Alberto Machado Rodales (el “Chacal”, o el 067). Eran absolutamente distintos, pero con algo en común, su grandeza, su entereza revolucionaria y su fraternidad. Ambos también me llevaban aproximadamente diez años, por lo que, de alguna manera, en el marco de una relación absolutamente igualitaria, sentí la gratificación de ser el hermano menor que en la vida real no pude ser.

Si de Arturo podría decir que fue el mejor de los tupamaros, del Chaca podría decir que se sentía tupamaro sólo porque estábamos en lucha y porque su primer principio era estar con aquél que se sacrifica. Creo que por eso se sentía muy feliz con estar confinado en solitario. No podía ver sufrir a otro pensando que la llevaba de arriba. Eso, que me lo repitió muchas veces y que yo tomaba con humor, era un elemento constitutivo de su personalidad y a la larga con su vida lo demostró. Eso no debe mezclarse con ningún tipo de ascetismo, que no formaba parte de su menú. En realidad era austero, pero no por sistema, sino porque no le interesaban los bienes materiales en sí mismos. Según una expresión que leí por allí, el Chaca podría haber sido un “bon vivant frugal”, si es que cabe la antinomia.

Antes que los sandinistas entraran a Managua ya me había dicho que si llegábamos a salir de allí él tomaría ese rumbo. La última vez que nos vimos fue poco después de salir, en un acto en Plaza Libertad, donde me confirmó que se iba. Se limitó a encogerse de hombros y decir: “¿Qué voy a hacer acá?”. En definitiva, no dejaba de ser consecuente consigo mismo.

Si alguien dijera que el Chaca tenía arraigo, que “la orga era su vida”, que tenía esa atadura con lo vernáculo que para nosotros era un rasgo de identidad, se equivocaría de cabo a rabo. El Chacal era algo así como un personaje de la III Internacional; su escenario era planetario, no nacional. Si pudiera ubicarlo en otro momento histórico, lo imaginaría en un período de guerra, operando detrás de las líneas enemigas, o en un escenario de Guerra Fría. En ese sentido podría parafrasear al Che cuando se definía como “ciudadano del mundo”. En definitiva, era un cosmopolita, y creo que esa es la palabra que mejor lo define.

Por añadidura, ignoraba olímpicamente el futbol, la murga, el canto popular, las glorias nacionales e incluso el tango, cosa que me irritaba de manera particular, lo que le hacía mostrarse más flexible y reconocer que algunos de los mejores sonetos de la lengua española se encuentran en esa vertiente. Sólo por eso los soportaba .

Un día, hablando de futbol, que era uno de los motivos favoritos de conversación entre los presos, el Chaca confesó que era hincha de Nacional. Enseguida se hizo un silencio y Roberto Bervejillo le dijo: “¿De Nacional? Me parece increíble. Yo hubiera pensado que eras del Borussia Dortmund, o del París Saint-Germain”. De manera elíptica, la definición lo englobaba por entero.

Si Arturo tenía mucho de épico; el Chacal era un personaje literario, complejo, a menudo histriónico, fraternal (incapaz de herir a un prójimo) y sobre todo muy fino, aunque hacía todo lo que podía por disimularlo. Si me refiero a ese histrionismo del Chacal, me remito a Monsieur Clappique, el notable personaje de “La condición humana”, del cual alguien escribió: “Histriónico, único en serlo entre los personajes de una novela cuya única endeblez es —Gide dixit— su exceso de inteligencia, corresponde a Clappique dar con la clave esencial de La condición humana”.

El histrionismo del Chacal englobaba una contradicción, a saber, la de que todo lo que decía era absolutamente inverosímil, pero al mismo tiempo era real, sólo que esa realidad era agrandada, estilizada y embellecida por la pluma del autor.

Como cosa natural me hablaba de sus andanzas con “Julio” y que le había apercibido que estaba incursionando en un experimentalismo que lo iba a apartar de la revolución y del arte de vanguardia. La pregunta obligada era “¿Qué Julio?”. Y la respuesta era: “Cortázar”. Tras de lo cual deploraba que yo no sufriera “Rayuela”, que para él era un ejemplo de novela de futuro, cíclica, circular y yo qué se qué más, y prueba de que al final Julio había tenido razón, a pesar de haber perdido tiempo en algunas necedades literarias de las cuales el Chacal lo había apercibido.

Decía haber sido profesor de filosofía en La Sorbona, lo que nunca le creí, pero que al mismo tiempo era algo en lo que creía a pies juntillas. No me hubiera extrañado ver una foto del Chaca impartiendo una clase magistral junto a Sartre, tal era el poder de sugestión que tenía y el rescoldo de verdad que poseían todas sus anécdotas. Por otra parte era un zorro. Cuando los oficiales (a los que el Chacal despreciaba sin odio y sin estridencias), en sus periódicas incursiones ultrajantes por las celdas, preguntaban la profesión del prisionero, el Chaca les decía, “profesor de Filosofía en La Sorbona”, con lo que mágicamente les hacía callar y borrarse rápidamente sin molestar.

Un día, como al pasar, me contó un combate boxístico que había protagonizado, sobreabundando en los jump, los cross de izquierda y la técnica que había usado para vencer a un rival muy difícil. Días después le comenté al Canario Antúnez, que además de obrero del caucho había sido efectivamente boxeador: “Te cuento la máxima. Ahora el Chaca me dijo que era boxeador”. “Y muy buen boxeador”, respondió el Canario. Rematando: “un estilista”. Era inútil, me ganaba siempre.

En una oportunidad tuvo un problema con un oficial y lo mandaron un mes a la “isla”, algo que era habitual en esas condiciones. Cuando volvió, sucio, barbudo y con el colchón a cuestas, le golpeé la mesa de material a través de la cual establecíamos comunicación para preguntarle como estaba. El Chaca salió a la ventana y serenamente me contó lo interesante que había resultado ese período de aislamiento, ya que le había permitido aproximarse al arte de pintores como Klee y Mondrian. La pregunta se imponía “¿Por qué?”. Es preciso aclarar que el Chaca era como los maestros de ajedrez, siempre iba dos o tres jugadas por delante, así que la pregunta del interlocutor ya estaba implícita en el orden de la explicación. La respuesta fue que la geometría de los barrotes (que era lo único que había para ver) favorecía la percepción de la estética del arte abstracto, lo que le dio pie para extenderse en un largo discurso que seguramente había rumiado pacientemente en la leonera. Recuerdo que en esa ocasión, la discusión se interrumpió cuando yo le dije que eso que decía ya lo planteaba Luckacs en la Estética, lo que irritó al Chacal, que por un momento (cosa rara en él), perdió la línea y me dijo que Luckacs era “un culo roto”. Eso me dio pie a que utilizara uno de sus argumentos favoritos y le dijera: “Esa no es una categoría estética”, lo que lo dejó visiblemente descolocado.

Tanto Arturo como el Chacal tenían sus manías. La del Flaco era su obsesión por el mate. Había logrado, no sé de que manera, conseguir autorización para que después de la cena le llenaran un termo con agua caliente, que hacía durar toda la noche (Arturo era como los caballos, dormía parado). Eso no lo libraba de que habitualmente el cabo de guardia hiciera caso omiso a la autorización y no permitiera que se le trajera el vital elemento, lo que daba lugar a batallas discursivas que a menudo terminaban con el Flaco en el calabozo. Cuando veía que la cosa venía in crescendo, yo llamaba a Arturo y le decía que tomara con agua fría, a lo que me respondía con su vozarrón: “Prefiero el ateísmo a las herejías”.

La manía del Chaca era la gimnasia. También había bregado por conseguir una autorización para realizarla, argumentando que estaba aquejado de una serie de síndromes rarísimos pero existentes, que estaban completamente por fuera de la capacidad de diagnóstico y del propio discernimiento de los médicos militares. Supongo que el Chacal los crispaba tanto con sus explicaciones científicas que optaron por firmarle la habilitación sin más trámite. Entre las dolencias que supuestamente justificaban la gimnástica estaba la fotofobia, la que por otra parte le ameritaba para tener una cortina en la ventana y para usar unos lentes oscuros, que acentuaban aún más su parecido con el archifamoso (por aquella época) “terrorista” venezolano Ílich Ramírez (a) “el Chacal”.

Pero si Arturo era un maníaco del mate amargo, el Chacal era un obsesivo del azúcar, que devoraba a puñados. Por supuesto, que -como para todo- él tenía una explicación para su compulsión, que era la combinación de la fotofobia, con la necesidad de gimnasia de su metabolismo y el acecho de otro síndrome, la astenia, que Aristóteles Onassis también tenía, con lo que terminábamos cerrando el cuadro incluyendo los lentes oscuros, que lo asimilaban al armador (también fotofóbico, por supuesto).

Esa preocupación del Chacal por las dolencias extrañas y por el ejercicio físico, no tenía en absoluto que ver con rasgos hipocondríacos, sino más bien con la íntima convicción de que el organismo debía ser entrenado y dominado para estar a la altura de las exigencias que el devenir le planteara. El Chacal no teorizaba sobre eso, prefería predicar con el ejemplo. Pero en una ocasión me contó la experiencia que para él significó su relación con un maestro zen, que entre otras proezas le había enseñado a perder el sentido alterando la respiración. Para molestarlo le dije que ese era un cuento chino y que además era “poco científico” (que fue lo que más le molestó). Pasó el tiempo y una noche, como sucedía cada tanto, nos hicieron bajar al primer piso a darnos una función de cine. Como era costumbre, nos sentamos en filas sobre nuestras correspondientes frazadas, felices por salir de la rutina habitual. De pronto, el Chacal, que estaba sentado junto a mí, comenzó a bufar como un rinoceronte, haciendo espasmódicos movimientos de inspiración y expiración. Segundos después se desvaneció en medio de la conmoción general. Con el gordo Laureano subimos trabajosamente los casi cien quilos del Chaca por las escaleras, lo llevamos en andas a la celda, la situación volvió a la normalidad y la función continuó. Yo me quedé cuidándolo y al poco rato me reveló la verdad. Resulta que estaba con unos papeles comprometedores encima (lo que era cierto y era parte de nuestro funcionamiento interno) y que notó un ambiente de requisa amenazante (lo que era una absoluta mentira) que burló apelando a la sabiduría ancestral del zen. Obviamente, todo era una tramoya dedicada a refregarme por el hocico mi incredulidad. Nunca confesé a los compañeros –por pudor y para proteger al Chacal- que el incidente, que es narrado desde otro perfil en “El hombre numerado”, de Marcelo Estefanel, fue provocado adrede para desnudar la miseria de mi escepticismo. Respecto a mí, volví a perder frente él, como siempre.

Luego de liberado, tuve ocasión de leer a Foucault y siempre pensé que el Chacal le hubiera dado insumos más que interesantes. En lo que a él refiere, creo que le hubiera representado una delicia figurar en algún fragmento de la “Vida de los hombres infames”, pese a no responder en absoluto –tal vez a su pesar- a esa calificación.

Tenía además sentido del humor y supongo que se reiría leyendo estas cosas. Sin embargo, nunca vi que utilizara ese humor a manera de sarcasmo o ironía para herir a otro compañero. Antes bien, solía reducirse a su mínima expresión o ironizar consigo mismo para que el interlocutor se sintiera a gusto. Alguna vez, mostrándome el juego, como el prestidigitador muestra las cartas con las que compone la ilusión, me dijo que la realidad era demasiado ruin como para no amenizarla un poco. Esa percepción tenía mucho que ver con ese montaje barroco del discurso que maquillaba lo cotidiano y lo hacía un camino transitable y a veces disfrutable.

Por lo demás, tenía una realidad familiar un tanto magra. Poca visita, de la señora que lo crió y poco más. Una infancia en Treinta y Tres, un padre quimérico que recordaba que recorría el campo a caballo y desmenuzaba los terrones entre las manos pensando en no sabía qué cosa. Pero la cara se le encendía cuando hablaba de Erita, su compañera, también presa, o de un personaje por él muy querido, el tío José (tío de Erita), un viejo judío relojero, sobreviviente de los campos de exterminio. “Del Bund era el tío José”, me decía, y se extendía en pormenores sobre esa organización de judíos socialistas de Europa Oriental que según él, tanto aportó a la izquierda uruguaya.

Tal vez por eso se apegaba tanto a nuestras familias, esperando la vuelta de la visita para saber como estaban los nuestros. Llegó a escribirse con mi madre y a soportar estoicamente mis relatos sobre las minucias de la visita con mi pequeña hija, Evelina. Se desvivía por hacerles algún regalo, pero su torpeza manual estaba en consonancia con la mía. Por eso me sorprendió un día entregándome un maravilloso juego de ajedrez en acrílico, guardado en una lujosa cajita artesanal de madera de cedro. El estuche era de cuero y tenía su número “067”. El obsequio me provocó tanta admiración que me comencé a interesar por la técnica con que lo produjo. Las explicaciones eran un tanto inconsistentes, llegando a un punto que eran inverosímiles. Fue así que una mañana, cuando nos abrieron la puerta para salir al recreo, el Chacal me abordó y al borde del quiebre emocional me dijo: “Le mentí a un amigo, le mentí a un amigo”. Por supuesto que el amigo era yo y que la mentira consistía en atribuirse la creación del portento, que había hecho ese talentoso artesano que era el Ñato Tiscornia. Lo único que era obra del Chacal era el estuche externo, que podría haberlo cosido ventajosamente un escolar. Sin desmerecer la memoria del Gordo, creo que en ese acto de contrición pesó más el cálculo que el prurito ético: yo estaba desparramando a los cuatro vientos la excelencia artesanal de Luis Alberto y a nueve celdas de distancia estaba el demiurgo. Está de más decir que lo perdoné, todo era muy noble como para no hacerlo.

Pero el Chacal tenía también otras características, que fortalecían aún más su parentesco con el bueno de Ílich Ramírez. Cuando cayó en Punta Carretas, como integrante de la OPR, venía de Europa, donde había estado vinculado a un selecto grupo de estafadores. Ya integrado al MLN, se fugó con nosotros de Puntas Carretas y en el Penal de Libertad me reveló su debilidad por el sistema financiero, por sus puntos vulnerables, por los mordiscos que se le podían dar. En ese aspecto, su regocijo era el del diletante. Durante años me instruyó en trucos y triquiñuelas para infligir algún dolor a los bancos y realmente el Chaca era muy ingenioso. En honor a la verdad hay que decir que sus métodos eran de minorista, pero para él, el regocijo no estribaba en la relación costo/beneficio, sino en el arte por el arte mismo.

De su periplo europeo trajo también otras cosas, como su cariño por las Comisiones Obreras españolas, por el cine italiano, al que conoció de cerca a través de varios directores y por la cocina francesa, a la que dio conmigo un noble uso. No recuerdo exactamente en que año, nos alimentamos durante largo tiempo con mondongo podrido. Poco antes de la hora del almuerzo, me acodaba en la ventana para fantasear con las comidas que me refería el Chacal. El gazpacho andaluz, el abadejo a la vizcaína, los mariscos del Levante, los productos de los distintos restaurantes y fondas de París, la comida romana, las pastas boloñesas (que según el Chacal eran muy buenas) y la comida piamontesa. Puedo jurar que después de esos periplos gastronómicos, el mondongo con mierda era más soportable.

Quería mucho a los dominicanos y a su lucha. Me narraba la invasión a Santo Domingo de parte de los marines como si hubiera estado presente (y tal vez estuvo, con el Chacal nunca se sabe), la resistencia de Puente Duarte, donde por primera vez entra en acción el pueblo armado y paran a los gringos. Si de sus incursiones europeas guardaba el recuerdo del “Pibe” Varela, de Santo Domingo le venía la memoria de un gran amigo, el “Gallego” Manolo. Era un notable narrador y me deleitaba con los detalles de la resistencia, con los francotiradores que con sólo adaptar un suplemento al cargador de cinco tiros del Máuser, lograban desconcertar a los marines; con el emplazamiento de las ametralladoras en la Ciudad Vieja; del invento hecho por los estudiantes de ingeniería, de minas que estallaban con el aire que desplazaban las hélices de los helicópteros gringos; de la estrategia y la táctica de la lucha callejera. Eran apasionantes los relatos del Chaca y a mi no me importaba ni me importa que me cagara a mentiras. Con la fe del carbonero afirmo que todo era verdad, es más, que todo es verdad.

Y era además un tipo bueno, que en definitiva tal vez sea lo que más importa. Lo jodía diciéndole “La monja”, por ese interés permanente que tenía en el ánimo de los compañeros, en sus preocupaciones. Cierto es decir que a veces se cruzaba con alguno, y entonces, por un rato, era inmisericorde. Pero se le pasaba y puedo decir que daría con gusto la vida por cualquiera (cosa que por otra parte, le hubiera encantado).

Recuerdo en particular una oportunidad en la que cayó al piso en tránsito un nuchacho sancionado, en condición de incomunicado. Era extremadamente joven y el Chacal se preocupó por su estado y no sé cómo hizo pero pudo abrirle la ventanilla y hablar con él para apoyarlo. “Está todo bien”, me dijo después. “Está fuerte el botija, tiene la cabeza bien, sus códigos, su moralcita”. Siempre me quedó ese término, la “moralcita”, la indispensable para resistir con dignidad en esas condiciones.

Durante años no supe nada de él. Luego me enteré que estaba en Europa y que de allí por fin había puesto pie en Nicaragua; me lo imaginaba guerreando, pero también organizando cursos de algo (no sabría específicamente de qué) en un viejo palacio somocista o autogestionando algún invento de esos que tan eficazmente solía sacar de la galera.

Hasta que al final me llamó. Había venido a Montevideo y se alojaba en un hotel. Estuvimos hablando cerca de dos horas. Nos acordamos de los viejos tiempos, revivimos con buen humor el trato infame que nos dispensaban los carceleros y el heroísmo de los familiares. Recordamos uno por uno a los compañeros, hablamos de la guerra en Nicaragua, de lo que vivíamos por estas tierras y –inveterada mala costumbre que tenemos- quedamos en encontrarnos y no lo hicimos. Después vendrían los mails, esporádicos y discontinuos, hasta el último, que dice así:



“La verdad, en días como hoy, harto de las palabras vacías,

de las medio llenas, del diccionario completo,

releo tus dichos sobre el FER, y si no una nueva confianza,

al menos saber que tuvimos motivos

para creer en algún momento en nosotros mismos.

Mas allá de esas historias que algunos inventan

para ganarse tristemente el pan de cada día”.



Fraterno

Chacal



No me di cuenta que era la despedida y sólo le respondí lo que le decía siempre desde la ventana de la celda: “Ganamos, perdemos, al Chaca lo queremos”.



Hasta siempre, hermano del alma



José López Mercao

(El “Negro”)

Nº 097


Enviado por nestor

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