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Mike Davis
El pasado miércoles, tras la explosión del coche-bomba que masacró a cerca de 200 personas en los distritos chiítas de Bagdad, el líder de la mayoría en el Senado, Harry Reid (demócrata de Nevada) rindió visita al asilo de lunáticos conocido como la Casa Blanca para informar al paciente en jefe de que “la guerra está perdida”. Se refirió concretamente a la “violencia extrema” imperante en Bagdad como prueba de que la estrategia militar americana había entrado en bancarrota.La franca declaración de realidad al Presidente Bush no tiene precedentes en la política norteamericana moderna, pero el senador de Nevada no es un pacifista recalcitrante, ni siquiera un representante del ala dura de su partido. De hecho, despertó el año pasado las suspicacias de sus compañeros demócratas con su inicial aceptación del plan de la Administración para un “incremento” de tropas en Bagdad.Si ahora se arriesga a la más que probable acusación de consejero de la “rendición” por parte de Cheney-Rove, es porque viene investido con poder moral fiscalizador por parte de influyentes republicanos y de la mayoría de los demócratas en el Senado.
Así como el Partido Demócrata se dividió en 1968 con la agonía de una guerra impopular en Indochina, el GOP [siglas de Great Old Party, el “viejo gran partido” republicano; N.T.] empieza ahora a partirse con la locura de la continuación de la ocupación del Irak.
Aunque los demócratas opuestos a la guerra advirtieron la pasada primavera de que el llamado “incremento” no era sino el pase de “Hail Mary” [la última táctica a la desesperada en el fútbol americano; N.T.], había en el Congreo un respetable número de nadadores entre dos aguas convencidos de que el General David Petraeus tenía posibilidades de ganar la batalla de Bagdad. Ello es que el “incremento” no ha sobrevivido al primer asalto, y las tropas de fieles han quedado reducidas a los incondicionales de Bush y a la figura más y más decepcionante de John McCain.
Acaso la mayor ironía sea que ahora sí hay armas de destrucción masiva en Irak. Se llaman coches-bomba, y su ininterrumpida detonación ha destruido la fe en que las brigadas reforzadas de Petraeus puedan retomar Bagdad –y tornarlo seguro— bloque por bloque, o proteger a sus recién comprados aliados sunitas en la provincia de Al-Anbar.
Las últimas estadísticas son implacables: desde que comenzó el “incremento” a mediados de febrero, los insurgentes sunitas de al-Qaeda han hecho estallar al menos 93 coches-bomba, matando o hiriendo a más de 4.000 personas. Además, desde el comienzo de la ocupación en 2003, ha habido más de 1.050 atentados mortales con coches o camiones bomba. El número de civiles muertos a causa de explosiones de vehículos iguala ya probablemente el del London Blitz [los bombardeos alemanes sobre Londres en la II Guerra Mundial; N.T.]: cerca de 30.000.
Obvio es decir que la prueba básica del éxito del “incremento” en Bagdad es la capacidad de Petraeus y del gobierno de Maliki para garantizar la seguridad de la población en los grandes espacios públicos de la ciudad. El famoso mercado de Sadriya en la orilla oriental del Tigris –de mayoría chiíta—, por ejemplo, ha sido un imán para atentados sectarios con coches bomba: el pasado diciembre, las explosiones mataron a 51 personas.
Cuando, a comienzos de este año, los americanos retiraron a los guardias de la milicia de Muqtada Sadr, fue con la promesa de que serían reemplazados por reforzadas patrullas iraqui-americanas, y eventualmente, por refuerzos estadounidenses en sus nuevas minibases fortificadas. En cambio, otro camión-bomba suicida vino puntualmente a devastar el mercado a comienzos de febrero, matando a 140 circunstantes e hiriendo a otros 300.
Cuando los traumatizados comerciantes y los trabajadores del mercado pidieron el regreso de la milicia de Al Mahdi, se les contestó con propaganda de las nuevas brigadas americanas que venían al rescate. Idénticas promesas se reiteraron a comienzos de abril, cuando John McCain, acompañado por el general Petraeus, hizo su campaña para las primarias presidenciales en otro mercado chiíta ocupado, el Bazar de Shorja. Mc Cain se jactó de que Shorja era “como un mercado abierto normal de Indiana”, pero como informó después el New York Times, los comerciantes locales se habían quejado ya repetidamente del peligro y la falta de seguridad extremos.
Y ahora, el pasado miércoles, con tres quintos del “incremento” ya desplegados, un minibús estacionado volvió a desolar Sadriya. Hay un macabro debate sobre si, con la última víctima mortal de este atentado, se rebasará el número de chiítas muertos –152— a fines de marzo en la ciudad septentrional de Tal Afar por un camión-bomba suicida que fingía cruelmente suministrar harina gratis a los pobres.
Desde que comenzó el “incremento”, otros camiones-bomba han destruido el celebrado bazar de libros en las aceras de la calle Mutanabi (matando a 30 personas y probablemente las últimas esperanzas de un renacimientos intelectual iraquí) y hundido el famoso puente de Sarafiya, símbolo histórico de la unidad de la ciudad.
A medida que los ataques suicidas se han acelerado en escala y en audacia, los bombardeadores han añadido nuevos ingredientes de horror. La innovación más alarmante, sin duda, fue el debut en enero pasado de camiones cargados con “bombas sucias”, compuestas de tanques de gas de cloro, de gran poder explosivo. Esas explosiones de cloro siguen aterrorizando a las tribus sunitas que en Anbar rechazaron la franquicia local de al-Qaeda, pero pocas dudas caben de que las bombas sucias están llegando a Bagdad y a las ciudades chiítas.
Quienes bombardean con coches-bomba calculan, obviamente, que la ininterrumpida carnicería forzará a la milicia de Mahdi a regresar a las calles, generándose una confrontación apocalíptica con los americanos. Y puesto que la Administración Bush encuentra ahora por doquier pruebas de la subversión iraní (a pesar de las mucho más sólidas pruebas circunstanciales de la subvención saudita del lado sunita), una insurrección chiíta bien podría ser el disparadero de un ataque a Irán.
En otras palabras: una siniestra simetría de percepción estratégica (el resurgimiento chiíta e Irán como enemigos principales) parece estar llevando cada vez más a una alianza entre los círculos de la Casa Blanca y los terroristas ocultos. No hay, pues, que extrañarse de que el habitualmente cauto Harry Reid actuara con tal audacia, o de que prominentes republicanos ardan ahora en el deseo retrospectivo de que John Kerry hubiera ganado las elecciones de 2002.
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