Jorge Ramada
Periódico Claridad
“Hay que dar vuelta el viento como la taba,
el que no cambia todo, no cambia nada”
(Armando Tejada Gómez – Triunfo agrario)
Al parecer, los nuevos programas de estudio de historia propuestos por las autoridades de la educación, eliminan la referencia a las revoluciones ¡¡incluida la neolítica!! Si bien esto es entendible desde la mentalidad ultra conservadora que profesan los nuevos “reformadores” de la enseñanza, no es menos cierto –y preocupante– que en filas progresistas hablar de revolución parece estar olvidado.
Creo que es necesario ponerse a hablar de revolución, no para regodearse con una palabra, sino para reflexionar acerca de su significado, sus objetivos, sus métodos y sus implicancias. ¿Para qué nos embarcamos en experiencias revolucionarias? ¿Es posible hablar de revolución en el mundo de hoy?
Por supuesto que hablamos de revolución política, aquella que consiste en despojar violentamente del poder a los que lo tienen y ejercen. El hecho de que sea violenta no tendría que significar necesariamente feroz o sangrienta, pero lo que ha quedado claro a lo largo de la historia es que los dueños del poder no lo entregan pacíficamente.
Pero también hablamos de revolución anticapitalista, es decir, superadora del actual orden social basado en la explotación del trabajo por parte del capital. Seguimos pensando en transitar hacia una sociedad sin explotados ni explotadores, por no ponerle una etiqueta que bien podría ser socialista o comunista.
No se trata de embarcarse en una experiencia revolucionaria por mera rebeldía, aunque la rebeldía sea necesaria, al menos en el sentido en que la expresaba el Che: “ser capaces de temblar de indignación cada vez que se comete una injusticia en el mundo”. La mera rebeldía, apoyada solo en la indignación subjetiva, pero sin la comprensión de las causas objetivas, materiales, de las injusticias, suele llevar al desencanto ante el fracaso o ante una evolución de los hechos diferente a la imaginada (tenemos varios ejemplos de personajes que hoy reniegan de procesos revolucionarios, porque no se ajustan a la idea que ellos habían forjado en su cabeza).
Tampoco se trata de tomar el poder por el gusto del poder en sí mismo (aunque también hay ejemplos en este sentido), sino para llevar adelante los cambios que conduzcan a una sociedad más justa e igualitaria, donde los derechos básicos a la vida, al abrigo, a la salud, a la educación, estén asegurados para todos los habitantes. Y para eso es imprescindible expropiar a los expropiadores, es decir apoderarse de la riqueza que los grandes capitalistas han acumulado en base al sudor y sangre de los explotados.
Pero el poder no es solo la riqueza, la dominación económica. Es también la dominación política, apoyada en el poder militar; y la dominación ideológica, apoyada en el control de los medios que buscan convencer, especialmente a los explotados, que el “orden actual de las cosas” es el mejor para todos.
Rodrigo Arocena, en un profundo trabajo llamado “Conocimiento y poder en el desarrollo”, basándose en la obra de Michael Mann, define la noción de poder “como la capacidad de perseguir y alcanzar ciertos fines mediante el control del entorno natural y social” y afirma que: “las fuentes de poder social, que fundamentalmente determinan las estructuras de las sociedades, son las relaciones económicas, políticas, militares e ideológicas”.
Es decir que para pensar en revolución hay que considerar varios campos: el político, el social, el económico, el cultural; y –habría que agregar hoy– el ambiental, porque el “control del entorno natural”, en una perspectiva revolucionaria debe ser radicalmente diferente al de hoy, basado en la explotación acelerada de recursos para asegurar y aumentar las ganancias del capital, sin que importe el futuro del planeta.
En los '60, especialmente en América Latina a partir del ejemplo de Cuba, revolución era sinónimo de lucha armada, de generar condiciones para derrotar militarmente a las clases dominantes. Hoy la revolución armada, la creación de un ejército popular, no está en el orden del día. Pero la estrategia imperialista, tanto de apoyo a gobiernos afines como de desestabilización de gobiernos que no lo son, se sigue apoyando en instituciones armadas, ya sea los ejércitos entrenados por el Imperio, o las bandas paramilitares, no descartando intervenciones militares, como plantean hoy en Haití, frente a una insurrección popular que se da en el marco de una situación social insostenible.
¿A qué vienen todas estas consideraciones? A tratar de pensar, reflexionar, sobre la revolución en el Uruguay de hoy. Porque las experiencias de gobiernos progresistas que tuvimos en los 15 años previos al salvaje revanchismo del gobierno de hoy, sin desconocer que facilitaron importantes mejoras para los sectores populares, no atacaron las bases del poder del capital.
Es imprescindible resistir las políticas reaccionarias del gobierno que apuntan sin dudas a fortalecer la dominación del capital en todos los terrenos. La resistencia de hoy va generando mayor comprensión de los problemas y mayor organización en los sectores más golpeados. Pero eso no debería apuntar tan solo a conseguir una alternancia de gobierno.
Hay que escuchar a los de abajo y comprometerse con sus luchas, hay que recoger sus propuestas de soluciones a los problemas concretos que tienen hoy: la alimentación de calidad, la vivienda digna, la producción sostenible en el campo, entre otras. Pero además hay que generar propuestas que golpeen las bases del poder. No se puede sostener un ejército parásito en el que medran los que siguen añorando la dictadura y desprestigiando las instituciones democráticas (aunque éstas a menudo no hagan mucho por defender su prestigio). No se puede seguir dejando intocado el poder de los medios de comunicación.
Junto a estas medidas políticas, debe haber medidas económicas en el mismo sentido, porque tampoco se puede seguir sin afectar las millonarias ganancias de grandes terratenientes y empresas multinacionales. Estas medidas seguramente van en contradicción con las teorías económicas que han sustentado a los progresistas, teorías que no cuestionan las bases del capitalismo, porque aún hay quienes creen que con el apoyo a los grandes inversores se puede generar crecimiento y desarrollo, con el consiguiente derrame (en los hechos se genera crecimiento y desarrollo...de los grandes capitalistas y se genera un derrame...hacia arriba). Es imprescindible volver a analizar la economía desde el marxismo, que es la única teoría que nació para redimir a los trabajadores y no para profundizar el capitalismo.
Es claro que para todo eso hay que conseguir los apoyos suficientes y tener respaldos que permitan soportar las embestidas de los afectados, apoyos y respaldos que se tienen que ir generando desde ahora. Los cambios deberían ser bruscos, drásticos (otra posible acepción de violencia), porque un excesivo gradualismo permite el reacomodo de los afectados. Y no es cuestión de papeles o declaraciones, sino de hechos, aunque los papeles, las definiciones y los programas son imprescindibles para fundamentar los hechos.
Esto es una confrontación abierta con las clases dominantes; y las confrontaciones abiertas traen turbulencias. En contrapartida, la conciliación de clases puede asegurar una cierta paz, una estabilidad –muy cara a los sectores medios de la sociedad–, pero no va a dar solución a los problemas de fondo de los explotados y marginados.
A modo de colofón.
Pensando en revolución, quisiera traer una cita De Luis Emilio Aybar, publicada en la página cubana La Tizza, escrita con motivo de las protestas surgidas en Cuba, pero que también podría servir para iluminar ciertas prácticas políticas nuestras:
“En conclusión, lo sucedido este 11 de julio también se explica porque los comunistas y revolucionarios no combatimos con suficiente fuerza y eficacia las prácticas nocivas del Estado, defendimos la unidad de una manera que en realidad la perjudica, nos conformamos con plantear cosas en el lugar correcto aunque la solución no llegara, acompañamos acríticamente a los líderes en lugar de rectificar el camino y nos dejamos disciplinar cuando lo que tocaba era pensar y actuar con cabeza propia”...”Dentro de la misma institucionalidad ha de forcejear la creatividad con la inercia, el compromiso con la insensibilidad, la igualdad con el privilegio, la emancipación con la dominación y triunfar para que la órbita de la Revolución sea cada vez mayor en esta isla”...”La forma fidelista de hacer las cosas no es evitar la contradicción, sino asumirla y liderarla”.
Llama a recordar que lo permanente es la contradicción y que el apego a formas rígidas termina siendo un freno a la profundización de la revolución. La práctica surgida de la URSS ha sido que la organización política (el partido) sea soporte del Estado y no la vanguardia de las reivindicaciones populares. ¿Es muy absurdo pensar que una organización política con un horizonte revolucionario debe ponerse al frente de las protestas como aguijón frente a las posturas inmovilistas?
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