Álvaro Balbi Sala estaba casado y era padre de cuatro hijos: Arianna, Pablo, Andrea y Alondra. Era empleado en una empresa de automotores, músico (estudió piano con Hugo Balzo y Numen Vilariño) y militante del Partido Comunista del Uruguay (PCU). El martes 29 de julio de 1975, un par de años después del golpe de Estado, fue detenido por policías en el marco de la llamada “Operación Morgan” contra el PCU, cuando participaba con otras personas en una reunión clandestina en la calle Canstatt. Los tuvieron unas horas en la Dirección Nacional de Información e Inteligencia, ubicada en la calle Maldonado, y después los trasladaron a la sede de la Guardia de Granaderos, en José Pedro Varela y Propios, donde hoy está la Guardia Republicana. Las torturas a las que fue sometido le causaron la muerte en la madrugada del jueves 31.
El mismo día, la Policía le dijo a la familia de Balbi que este había fallecido debido a un ataque de asma, desencadenado por el frío invernal. En el certificado de defunción, firmado por el médico forense militar José Alejandro Mautone, se afirmaba que la causa de la muerte había sido una “insuficiencia cardiopulmonar aguda”, pero la viuda, Lille Caruso, y otros familiares lograron que se le practicara una autopsia, cuyo informe señaló que el cuerpo presentaba “hundimiento de tórax, órganos genitales calcinados, rotura de hígado, fractura de pierna izquierda y fractura de cráneo”.
Ayer, 43 años después del asesinato de Balbi, se colocó a las 18.00 una placa recordatoria de ese crimen en la actual sede de la Republicana. Hablaron Nicolás Pons en representación del Ministerio de Educación y Cultura, el diputado Gerardo Núñez por el PCU, solicitante del reconocimiento, y un familiar de Balbi. Con este acto se continúa lo dispuesto en los artículos 7 y 8 de la Ley 18.596, “Actuación ilegitima del Estado entre el 13 de junio de 1968 y el 28 de febrero de 1985 - Reconocimiento y reparación a las víctimas”.
Luego de la muerte del militante, su padre, el maestro Selmar Balbi, le envió una carta al dictador Juan María Bordaberry, que este nunca respondió. En ella le decía: “No procuro condolencias, [...] no necesito palabras de consuelo. A diario me las prodiga el pueblo entero. [...] Por su condición de Jefe de Estado, señor Presidente, usted sólo puede contestarme con hechos y el hecho en este caso horrendo –no único en el país, desgraciadamente– es un castigo ejemplar, terminante, concreto y público, garantido y documentado, como se reitera en forma frecuente en los medios de información. [...] Todas las circunstancias muestran que mi hijo fue muerto en dependencias de las Fuerzas Conjuntas. A ustedes les toca determinarlo. Pero quiero decir lo siguiente: en el Uruguay la pena de muerte no existe. Ni la más alta dignidad judicial, frente al mayor criminal y al más grave delito, puede condenar a muerte al peor de los reos. Nadie tuvo entonces derecho a matarme a mi hijo. Sólo la impunidad más absoluta pudo amparar el crimen, así fuera, como a veces se sugiere, porque se les fue la mano”.