Por Graciel Mochkofsky
Es una experiencia inédita y por ahora es difícil predecir su alcance. Pero desde 2006 un grupo de familiares de víctimas de la dictadura argentina se están reuniendo con familiares de represores para obtener datos sobre la suerte de los miles de desaparecidos y cientos de niños robados. La organización se llama El Puente y cruzarlo no ha sido fácil para nadie. Las víctimas sienten, a veces, que están hablando con gente que silenció crímenes. Y los parientes de los represores se debaten entre decir lo que saben -para encontrar paz- y la culpa de denunciar a sus familiares. Porque estar en EL Puente puede implicar delatar al padre. Algunos han aceptado ese reto.
El anciano general me recibió en su casa hace unas semanas, con todas las precauciones. Rara vez se arriesga a entrevistarse con gente ajena. En otros tiempos, fue poderoso. Tuvo un cargo de primera línea en la última dictadura militar argentina (1976-83), con responsabilidad directa en la represión que causó miles de muertes y desapariciones, torturas y robo de niños.
Entonces, hablaba casi todos los días para los medios. Ya no. “Nadie está obligado a declarar en su contra”, me atajó. Vivía contando las horas para lo que parece inevitable: acabar en prisión.
Desde que los crímenes de la dictadura argentina quedaron al descubierto en los años 80, sus autores han vivido encerrados en un bloque sin fisuras, rechazando en público, como negadores del Holocausto, la sobreabundante evidencia en su contra.
Sólo Adolfo Scilingo, un marino que arrojaba prisioneros adormecidos al Río de la Plata, rompió esta omertá en 1995, al relatar su participación en los llamados vuelos de la muerte. Por toda recompensa, Scilingo fue condenado a más de mil años de prisión en España, por los cargos de genocidio y torturas. Intentó retractarse, pero ya era tarde.
La experiencia de Scilingo y el cambio en la política de derechos humanos del presidente Néstor Kirchner (2003-2007), que alentó la anulación de las leyes del perdón dictadas en los '80 y los indultos de los ’90, y la subsiguiente reapertura de juicios masivos, provocó un mayor abroquelamiento: el que habla, se entendió, termina preso.
A pocos importa ya la admisión tardía de los crímenes. En cambio, familiares de las víctimas y organismos defensores de los derechos humanos aún esperan obtener datos sobre la suerte de los miles de desaparecidos y cientos de niños robados.
Los intentos en este sentido han fracasado… hasta ahora. Una inédita experiencia abrió una grieta inesperada en el bloque de silencio. Una grieta que nadie, tampoco quienes han comenzado a recorrerla, saben a dónde conduce.
RITA
Todo comenzó cuando Ana Rita Pretti, en 2005, llegó al consultorio de un psicólogo a contar su drama. En los años de la dictadura, cuando era una niña, su padre, Valentín Milton Pretti, alias “Saracho”, era comisario de la policía de la provincia de Buenos Aires y estaba a cargo de dos campos clandestinos de tortura y exterminio. Al volver a casa de su trabajo, solía contar a ella y a su madre los logros del día: que había asesinado a un bebé durante un operativo antisubversivo; que había ajusticiado de un tiro por la espalda a un hombre propio porque violaba a una prisionera sobre la mesa de torturas y había desaparecido luego el cadáver como si se tratara del de un secuestrado más; y otras hazañas similares.
Ana Rita había comprendido que su padre utilizaba este atroz reporte no sólo para liberarse de sus culpas sino como un modo de someter a su madre. Ésta, que repetía que su marido era el mismo demonio, había entrado y salido de instituciones psiquiátricas toda su vida.
La misma Ana Rita había deambulado de un psicólogo a otro desde los siete años. Ahora, a los 32, su madre había muerto, mientras que su padre, amparado por las leyes del perdón del presidente Raúl Alfonsín (1983-89), seguía vivo y en libertad.
Tras escucharla, el analista (que, a su pedido, llamaré Ismael) pasó tres días sin dormir. Sus dos tíos, un hombre y una mujer, estaban desaparecidos. ¿Ayudaría a la hija de quien podría haber sido su asesino? ¿Quería hacerlo? ¿Y si el padre de Ana Rita se enteraba de que él también sabía? ¿Y si su familia se enteraba de que ayudaba a la hija de un represor?
En la siguiente sesión, explicó a Ana Rita quién era, le contó sobre sus dudas y temores. Acordaron avanzar juntos.
Adentrados ya en la terapia, Ismael recordó que tres años antes había propuesto a una paciente abusada por su padre que, como exorcismo y cura, cambiara su apellido, a modo de corte simbólico. La paciente no se había animado. ¿Y si ella..?
En agosto de 2005, Ana Rita anunció en conferencia de prensa que ya no quería llevar el apellido Pretti: era un nombre “lleno de sangre y dolor”. Pidió a la justicia que le permitiera llevar sólo su apellido materno, Vagliati. Dos años más tarde, en abril pasado, un tribunal falló en su favor. Para entonces, su padre había muerto de un paro cardíaco.
A los periodistas que preguntaban sobre su futuro, Ana Rita decía: “No pretendo que mi vida sea completamente distinta. Sigo siendo la hija de él y por momentos lo extraño”.
EL PUENTE
Ismael no desconocía estos sentimientos encontrados. Sus dos tíos desaparecidos pertenecían a la rama materna de su familia; sus parientes de la rama paterna, en cambio, habían apoyado el terrorismo de Estado y tenían relación cercana con un conocido represor.
Ismael se había alejado de ellos cuando había podido. Había militado en el trotskismo y, hasta la llegada de Ana Rita, pensaba que los represores eran la encarnación absoluta del mal. Nunca se le había pasado por la cabeza, me contó, que “los chacales tuvieran hijos, que pudieran ser papás”.
Gracias a Ana Rita, comprendió que era posible tender un puente hacia el lado oscuro.
Comenzó entonces un debate con militantes de organismos de derechos humanos, estudiantes y docentes politizados de la Universidad de Buenos Aires, donde Ismael es profesor. Discutían a Ana Rita y sus consecuencias. Al fin, quince de ellos decidieron iniciar la búsqueda de otros familiares de represores dispuestos a hablar. El grupo se nombró “El Puente”.
El experimento no fue bien visto por todos. Un sector de las Madres de Plaza de Mayo apoyó a Ana Rita en la conferencia de prensa, pero durante el congreso organizado por ellas en que se expuso el caso, un militante se puso de pie y atacó duramente la idea de “El Puente”. “Nos enfrentó muy mal, fue muy feo”, recordó Ismael.
Otra integrante de El Puente, hija de un desaparecido, soportó luego los ataques verbales de ex compañeros de militancia de la asociación HIJOS, que reúne a hijos de desaparecidos. (Ella, a su vez, se había marchado de HIJOS, según me contó, porque no estaba de acuerdo con que recibieran financiamiento del Estado).
La menor comunicación con el otro lado era inaceptable; eran el enemigo. ¿Qué tenían que hacer con ellos?
En soledad, el grupo siguió reuniéndose cada sábado, por lo general en la casa de Ismael. Ana Rita acercó a un amigo, hijo de un represor, y éste llevó a su madre. Otros se sumaron pronto. “El planteo de todos era el mismo -recordó Ismael-: que a partir de lo de Rita habían podido pensar en hacer algo con eso”. Lo que hacían era contar cuanto sabían sobre el papel de sus familiares u otros en el terrorismo de Estado.
Lentamente, El Puente se constituyó en un equipo de investigación y denuncia. Pudo presentar ante la Comisión Nacional por la Desaparición de Personas (Conadep) los datos de un hombre que no figuraba en los listados de represores y aportar a las Abuelas de Plaza de Mayo algunas pistas para encontrar a cuatro hijos de desaparecidos apropiados por los militares y criados con identidades falsas. (Aún no fueron hallados)
Pese a todo, algunos miembros del Puente cuyos familiares habían desaparecido no lograban sacudirse la incomodidad.
Un sábado, mientras comía las empanadas que había cocinado para ellos la ex mujer de un represor, Silvia, la ex militante de HIJOS, se descubrió pensando: “Estoy comiendo las empanadas de la mujer del tipo que puede haber matado a mi viejo”. Es decir, las mismas empanadas que él había comido.
Julia, sobrina de un desaparecido, encontraba en cada una de las caras de los familiares de represores los rasgos que confirmaban su pertenencia al otro lado: tenían esa cara.
Laura, amiga de Ismael e integrante vocacional de El Puente, me explicó que, a fin de cuentas, todos los familiares habían sido cómplices. “¿Por qué no habían hablado? Se estaban cuidando a sí mismos”, acusó. Ismael le replicó que ellos también habían vivido “en un campo de concentración”.
Julia aceptó que “para laburar con familiares de represores hay que tener un poco de estómago. Pero ellos también, de alguna manera, fueron víctimas de sus padres”. Sin embargo, agregó enseguida: “Pero de alguna manera son cómplices, y ahora tienen que volcar lo que hicieron”.
LA DELACIÓN
Según explicó Laura, la idea es que se sientan “en deuda” y que paguen esa deuda con información. Esta búsqueda deliberada de la traición no es entendida siempre por quienes no participan de El Puente.
La propia madre de Ismael lo confrontó un día:
-¿Ustedes buscan la delación de los hijos?
Ismael se justificó:
-Tienen la obligación de denunciar porque son crímenes de lesa humanidad.
Ismael sostiene que el Gobierno debería hacer propio el experimento. “Este dispositivo de trabajar con hijos de represores no se había dado nunca en el mundo –argumentó--. Habría que reproducirlo en todo el mundo, en todo lugar donde hubo un genocidio. Que se pueda reproducir y abrir. En este sentido, me parece que el gobierno debería tomarlo”.
Pero el gobierno, lamentó, ni siquiera los protege contra el miedo. Los miembros de El Puente se identifican con nombres falsos y se mueven con discreción desde que, en septiembre del año pasado, el albañil y ex preso de la dictadura Jorge Julio López desapareció sin dejar rastros luego de declarar como principal testigo en un juicio contra Miguel Etchecolatz, uno de los principales jefes de la represión ilegal de la provincia de Buenos Aires. Etchecolatz era el inmediato superior del padre de Ana Rita.
“Hasta que el gobierno no encuentre a los responsables de la desaparición de López y nos den alguna garantía, seguiremos con bajo perfil -anunció Ismael-. No es clandestinidad. Es, más bien, despiste”.
Tan bajo es su perfil que no se han constituido en asociación civil ni mantienen contactos orgánicos con los demás organismos de derechos humanos (en parte, también, por una reacción defensiva ante los militantes que los atacaron). Cuando pregunté a Rosa T. de Roisinblit, vicepresidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, qué pensaba de lo que hacían en El Puente, me pidió que repitiera lo que acababa de decirle.
“Realmente no le puedo informar nada porque no estoy interiorizada de que existe este grupo formado por familiares de desaparecidos y familiares de represores que se prestan a dar datos sobre los represores -me dijo-. Eso sería una gran cosa si fuera cierto, porque hasta ahora nunca los represores han informado nada. Sería algo muy útil para todos los argentinos”.
¿Y si los propios represores hablaran? Los integrantes de El Puente no estarían dispuestos a escucharlos. Sólo familiares y amigos (“todavía no tenemos ningún ex amigo”, apuntó Ismael) que rechacen el terrorismo de Estado pueden ser admitidos. “Prefiero que se pudra en la cárcel el que mató a mi tío antes de que me cuente lo que pasó y dónde está –sentenció—. (Si hablara) me cancelaría la posibilidad de buscar y cerraría la posibilidad de seguir pensando en el tema”.
LETICIA
En el tiempo transcurrido desde su creación, El Puente perdió a Ana Rita y a otros tres familiares de represores, que se marcharon a formar parte de un partido político, con militantes, pegatinas de afiches y acción, como querían. “Esto es más un grupo terapéutico que político”, denunciaron.
Otros familiares, a su vez, se sumaron en lento goteo. Son siete actualmente: tres hijos, dos ex esposas, una nieta y una sobrina nieta.
Leticia llegó a El Puente, como tantos otros, por vía de Ismael, que años antes había sido el analista de su novio y luego también de ella. Leticia había comenzado a preguntarse qué habría hecho realmente un tío de su padre, que durante la dictadura era teniente del Ejército en una provincia en la que funcionaron varios campos clandestinos. Un día lo vio por televisión por sólo unos instantes: acompañaba a un conocido represor mientras éste intentaba eludir un “escrache” (como se llama en la Argentina a los señalamientos públicos de los represores).
Leticia habló con su padre, un ex militante peronista. Este le aseguró que el tío era “un gran tipo” y le recordó que los ayudaba con dinero cada vez que necesitaban. No debía pensar mal de él.
-¿Nunca se te ocurrió pensar que tenés familia de militares y que esos militares pudieron intervenir?-lo interpeló Leticia (que durante toda nuestra charla no mencionó una sola vez la palabra represor o ninguna otra que precisara a qué intervención se refería.)
-Del tío no podría sospechar- la cortó el padre.
Desafiante, Leticia le anunció que se proponía descubrir toda la verdad. Su padre le advirtió que iba a matar del disgusto a su abuela de 86 años, hermana del sospechado y a quien Leticia adora.
Leticia planteó su dilema a Ismael, que la alentó a averiguar. “Es un dato re-importante”, le aseguró.
Leticia hurgó en álbumes familiares hasta que encontró una foto del tío abuelo de 1976, el primer año de la dictadura y el más cruento en la represión ilegal. Comenzó a visitar a su tía abuela, hermana del sospechado, para obtener más información, aunque sin confrontarla directamente. Miraban juntas la telenovela “Montecristi”, el éxito televisivo del momento: la heroína era hija de desaparecidos y buscaba a su hermana, apropiada por los secuestradores de sus padres.
Conmovida por la historia de ficción, su tía abuela le reveló que, durante la dictadura, una amiga suya había sido la secretaria privada de un empresario -cercano a un represor importante- que había adoptado dos bebés de un modo sospechoso. Al caer la dictadura, el empresario se había llevado a sus hijos a Europa; allí vivían todavía.
Leticia reunió todos los datos que pudo y los llevó a El Puente, donde buscaron el nombre del empresario en guías telefónicas del país al que había emigrado y rastrearon los contactos de su empresa con la dictadura. Cuando no se les ocurrió qué más buscar, Leticia llevó el reporte completo a Abuelas de Plaza de Mayo para que ellas continuaran la investigación. Su padre la apoyó.
Leticia no consiguió, en cambio, que la ayudara a indagar sobre su tío abuelo; allí trazaba la línea. Pero ella tenía una foto y muchos de sus datos biográficos. Sus compañeros de El Puente le dijeron que debía llevarlos a la Conadep para que lo investigaran: con la difusión de su rostro, seguramente alguien lo reconocería.
“Necesito hacer algo para saber que alguien puede ser feliz. Necesito hacer algo social, y pienso que puede ser esto”, me explicó Leticia.
Pero no lo ha hecho y no puede decir cuándo lo hará.
Por un lado, me explicó, teme que su abuela muera de pena. “Yo me mataría si le pasa algo a mi abuela por esta decisión que yo tomo”, se acongojó. Por el otro, resolvió irse a vivir con su novio sin casamiento previo, en contra de la voluntad de sus padres. “Tengo muchas peleas con mis viejos y no puedo soportar psicológicamente otro conflicto”, se excusó.
El tío abuelo nunca fue denunciado, al menos con su verdadero nombre, y por lo tanto no aparece en los listados de la Conadep, que incluye a miles de represores.
¿Y si la investigación revelara que su tío abuelo no es culpable?, pregunté.
Me miró con sorpresa.
-Yo no tengo hechos concretos -dijo, finalmente-. Tengo sospechas. Capaz (que) no soy tan útil.
¿Cómo se sentiría, insistí, si descubriera que su tío abuelo no es culpable?
-En realidad, puede ser que sintiera un alivio –vaciló-. Pero también sería un alivio para otros familiares si lo descubriera. Puedo hacer feliz a otras personas que viven por el solo hecho de que se descubran estos casos.
“Sé que tengo una contradicción”, se despidió, con una sonrisa tímida.
*Graciel Mochkofsky, destacada periodista de investigación argentina y escritora. Uno de sus trabajos mas comentados es ‘Timerman. El periodista que quiso ser par te del poder’, biografía nominado al premio Lettre Ulysses Award for Literary Reportage en Berlín.
sábado, 1 de diciembre de 2007
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