Marcos Taire, periodista y autor del libro Operativo Independencia: la violación como forma sistémica de tortura.
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Un testigo aportó en Tucumán una lista policial con datos de 300 detenidos, la mayoría asesinados.
Los documentos aportados por un testigo en el juicio que se realiza en Tucumán por los crímenes cometidos en la Jefatura de Policía de esa provincia en los años ’70 son la más importante prueba descubierta en tres décadas de investigaciones, denuncias y juicios. Como bien destacó la abogada tucumana Julia Vitar, “no solamente cometían los crímenes, sino que los ponían en papeles”.
Los documentos fueron entregados a los jueces del Tribunal Oral en lo Criminal Federal de Tucumán. Se trata del primer juicio que se realiza por un centro clandestino de detención en esa provincia. Los archivos contienen datos sobre casi 300 detenidos, la mayoría de ellos asesinados, e información sobre interrogatorios, seguimientos, preparación de secuestros, identificación de cadáveres y nombres de los integrantes de las patotas.
La documentación permaneció escondida por un ex detenido desaparecido durante más de 30 años. No los dio a conocer antes por temor y porque una buena parte de los represores de entonces continuaron en actividad pese al restablecimiento de la democracia a fines de 1983. El protagonista de esta historia es Juan Carlos Clemente, apodado Perro, un ex militante de la Juventud Peronista detenido a mediados de 1976, cuya esposa está desaparecida.
Clemente estuvo prisionero en los centros clandestinos del ex ingenio Nueva Baviera, ex Arsenal Miguel de Azcuénaga y Jefatura de Policía. Un día, el coordinador militar Arturo Félix González Naya, uno de los más feroces represores que actuaron en esos años en Tucumán, le entregó una credencial policial y le comunicó que a partir de entonces pertenecía a la repartición. Según Clemente, desempeñó tareas en la sección archivo del Servicio de Información Confidencial que regenteaba el campo de concentración que funcionaba en el ala sur del edificio de la Jefatura, en pleno barrio norte de la capital tucumana, sobre la avenida Sarmiento, frente a la sede del arzobispado. A fines de 1977, otro militar, Luis Ocaranza, que había sucedido a González Naya, implementó el desmantelamiento del SIC y ordenó quemar algunos documentos y guardar otros. En esas circunstancias Clemente fue robando de a poco los papeles que hoy están en poder de la Justicia y que él guardó enterrados bajo los mosaicos de una habitación de su casa durante 33 años.
Entre los documentos difundidos lo que más impactó fue el listado de 293 detenidos, con nombres, apellidos, apodos y la suerte que corrió cada uno de ellos. Allí están los datos de 195 personas asesinadas (al lado de cada nombre están las letras DF, que quiere decir disposición final, es decir, asesinados). En 88 casos los represores consignaron que fueron dejados en libertad y otros 10 puestos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional.
Los amarillentos papeles también contienen la identificación de 133 cadáveres, todos asesinados en enfrentamientos fraguados, 28 operativos a ser ejecutados para secuestrar otras tantas personas, datos de 36 pedidos de captura y apuntes de declaraciones arrancadas con torturas a los prisioneros. En uno de esos últimos papeles hay una síntesis de la declaración tomada bajo tormentos a un prisionero que está desaparecido, que menciona, entre otras personas, a la doctora Mirta Graciela López, secuestrada y desaparecida en Buenos Aires poco tiempo después.
En la lista de 195 asesinados figura una hermana de esa abogada, Elsa López de Jait, que acababa de dar a luz un bebé y los militares secuestraron para presionar la entrega de Mirta. Elsa no tenía militancia ni conocía las actividades políticas de su hermana.
No sólo nombres en una lista. Para cualquier lector desprevenido, las listas que revelan estos documentos contienen sólo nombres de víctimas de la represión. Pero es necesario puntualizar que esos nombres sirven para mostrar lo que fue el terrorismo de Estado y lo que significó el aniquilamiento de un sector social de Tucumán.
El número 130 de la lista corresponde a Raúl Mauricio Lechessi. Dirigente obrero ferroviario y militante de la resistencia peronista, fue diputado provincial a partir de 1973. Como tal, presidió una comisión que investigó a la policía de la provincia. Desactivada por la presión del entonces comandante de la Quinta Brigada de Infantería, Luciano Benjamín Menéndez, a la que gustoso accedió el gobierno provincial de Amado Juri, la comisión llegó a elaborar un informe lapidario sobre los delitos cometidos por los policías provinciales.
El 64 de la lista es Damián Márquez, ex secretario general de la CGT Regional, peronista ortodoxo, alejado de toda posición combativa o de izquierda. Lo mismo que el 278, Felipe Urueña, destacado dirigente ferroviario, secuestrado a media mañana frente a la Casa de Gobierno, a la vista de centenares de transeúntes que vieron como lo llevaron caminando más de dos cuadras hasta subirlo a un auto policial estacionada frente a la sede del Correo, todo en pleno centro tucumano.
El 276 corresponde a Manuel Asencio Taján. Tenía poco más de 20 años e integraba el Consejo Directivo de la Fotia, la Federación Obrera Tucumana de la Industria Azucarera. Fue secuestrado en su casa en Luisiana, en las cercanías del ingenio Concepción. Era pelador de caña y su vivienda era un ranchito construido con sus manos con despuntes de cañas y malhoja, que es la cobertura de la caña de azúcar.
Familias completas. Juan Manuel Salinas tiene el número 243 en la lista. Le decían Chorva. Obrero del ingenio Los Ralos, cerrado por la dictadura de Onganía en 1966, encabezó las luchas de los trabajadores de Textil Escalada, una empresa beneficiaria del Operativo Tucumán que posibilitó, con el pretexto de reactividad la economía tucumana, defraudaciones y estafas al fisco y a los operarios.
Eduardo Nicanor Giménez, operario de Confecciones de Tucumán, empresa perteneciente a Grafa, del grupo Bunge y Born, fue secuestrado junto a su esposa. Ambos eran delegados gremiales y habían tenido destacada participación en una prolongada y exitosa huelga en 1974. Los dos están en la lista, donde también figuran familias completas (Rondoleto y Alarcón), los dirigentes de la Federación Universitaria del Norte y el Humanismo, Ángel Garmendia y Lucho Sosa, que poco antes habían posibilitado una política unitaria entre dos sectores estudiantiles en pugna y la delegada de la Dirección Nacional de Educación del Adulto, María Cristina Bejas, que había diseñado y ejecutado una campaña alfabetizadora memorable entre los sectores más humildes de Tucumán.
En la lista está también Ana Cristina Corral. Tenía 16 años, le decían Pupé, estudiaba en el Liceo de Señoritas y fue asesinada en el Arsenal Miguel de Azcuénaga. La hicieron arrodillar junto a un pozo y Bussi le pegó el primer tiro, en la nuca.
Operativo Independencia: la violación como forma sistémica de tortura.
Las violaciones en los campos de concentración del Operativo Independencia eran una práctica sistemática y formaban parte de la política de aniquilamiento de las mujeres en cautiverio. La denuncia del fiscal federal Federico Delgado para que se investiguen las violaciones y abusos sexuales en los centros clandestinos El Olimpo, El Banco y Club Atlético debiera servir de ejemplo a sus pares de la provincia de Tucumán, que hasta hoy han ignorado esas practicas aberrantes de los genocidas.
Los militares, gendarmes, policías y personal civil de inteligencia que participaron en el Operativo Independencia sometían sexualmente a las mujeres prisioneras. La violación formaba parte de la política de aniquilamiento físico y psíquico que sufrían los detenidos desaparecidos. En las declaraciones de los sobrevivientes que obran en poder de la Justicia Federal de Tucumán hay testimonios de violaciones en todos los campos de concentración que funcionaron en la provincia durante el Operativo, especialmente en la Escuelita de Famaillá, Jefatura de Policía, Cárcel de Villa Urquiza y Arsenal Miguel de Azcuénaga.
Un veterano y respetado militante del peronismo combativo, Hugo Andina Lizárraga, estuvo entre los primeros secuestrados en la Escuelita de Famaillá. En su declaración, contó que en medio de las sesiones de torturas a que era sometido escuchó cómo “se repartían las mujeres como un botín”. A modo de ejemplo, dijo que una noche escuchó que un guardia comentó en voz alta “qué tetas tiene esa guerrillera”, a lo que otro le respondió “¿la querés para vos?”.
El obrero Domingo Paz, detenido por los militares apenas iniciado el Operativo, declaró que en el aula de la Escuelita donde estaba tirado en el piso, junto a personas atadas con alambres de púas, se le salió la venda que tenía sobre sus ojos y pudo ver que “entraron dos uniformados que no vieron que yo no tenía la venda y se dirigieron hacia una ventana donde había dos chicas, también atadas y casi desnudas y uno de ellos comenzó a violar a una de ellas, mientras la insultaba”.
R.C.C., una campesina detenida por una patota militar el 1 de marzo de 1975, fue salvajemente torturada en el rancho donde vivía con su abuela: “me introducían en la vagina una goma (cachiporra), mientras todos me manoseaban”. Trasladada a la Escuelita de Famaillá, un militar la violó mientras le decía “si gritás te mato, zurda”. Alojada en el penal de la ciudad de Concepción, fue trasladada en junio a declarar ante el juez Manlio Martínez, quien “no me prestó atención a lo que yo quería decirle sobre los maltratos y las violaciones”.
El caso de S.A.N. es uno de los ejemplos más patéticos de violaciones sistemáticas y reiteradas. Fue una esclava sexual durante un año, mientras se encontraba detenida en la Cárcel de Villa Urquiza, tras haber sido secuestrada por una patota policial. Contó que fue sometida por el jefe del penal, Marcos Fidencio Hidalgo y por casi todos los integrantes del grupo de tareas que operaba desde esa cárcel. Embarazada, dio a luz una criatura que le fue sustraída.
Werlino Díaz y su hermano Angel Díaz, obreros del ingenio Bella Vista, fueron secuestrados de su vivienda en “El Cuadro” (conjunto de miserables casuchas construidas por los dueños de la fábrica para alojar a los trabajadores) por una patota militar al mando del subteniente Barceló, muerto posteriormente en confusas circunstancias y exhibido como “héroe caído en combate”. Fueron llevados a la Escuelita de Famaillá. Su hermano nunca más apareció. Werlino declaró que presenció y escuchó cuando un guardia interrogó a una mujer, también prisionera en el lugar. La joven dijo tener 19 años. El guardia le preguntó si “sabía que su novio estaba metido en la fulería” (los represores llamaban fuleros a quienes acusaban de guerrilleros) y de inmediato le dijo “bueno, ahora vas a tener otro novio”. Seguidamente Werlino escuchó que la mujer pedía que “no lo hagan así” cuando la estaban violando. “Lo que es peor -dijo Werlino- es que fueron varios los que la violaron”.
En la zona de influencia del ingenio La Florida, en el este tucumano (Departamento Cruz Alta) operó un personaje apodado “Pecho i’ tabla”. Se llamaba Víctor Sánchez y pertenecía al personal civil de inteligencia del Ejército. Participó en decenas de detenciones y secuestros. Una de sus víctimas, G.I., una joven que entonces tenía apenas 17 años, fue secuestrada por una patota al mando de Sánchez y alojada en el campo de concentración del Arsenal Miguel de Azcuénaga. Sánchez había sido su entrenador en el equipo de básquet y la había acosado reiteradas veces, sin éxito. En el Arsenal la violó cuantas veces quiso. También lo hicieron sus torturadores, oficiales del Ejército integrantes del equipo de IPG (Interrogadores de Prisioneros de Guerra).
J.N.O. vivía en Monteros y era obrera del surco (peladora de caña) en Yacuchina. En el invierno de 1976 los militares fraguaron un combate en la finca donde ella, junto a varias familias de peladores, estaban trabajando. Los uniformados “prendieron fuego a los tractores, camionetas y carros (…) detuvieron a todos los presentes, los ataron y vendaron los ojos y comenzaron a torturarlos”. Allí mismo asesinaron a todos los integrantes de las familias Rivero y Rojas, “salvo el Mocho Rivero, que lo llevaron prisionero, y uno de los hijos de Rojas, que logró escapar”. Los detenidos fueron subidos a un camión y trasladados a la base militar que funcionaba en el ingenio La Providencia, en Río Seco. Allí fue “violada por uno de los militares a la vista de todos los demás”. Después de eso les sacaron la venda de los ojos a todos los detenidos para que vieran, a modo de escarmiento, como al Mocho Rivero “lo mataron incrustándole una bayoneta, pero antes le amputaron el pene”.
N.C. era estudiante de arquitectura. Fue secuestrada en setiembre de 1976 de un local de la Exposición que todos los años organiza la Sociedad Rural de Tucumán, donde estaba trabajando. Alojada en el centro clandestino del Arsenal, fue violada por un hombre, personal civil de inteligencia del Ejército, el mismo día de su llegada al campo, en la casilla que los IPG (Interrogadores de Prisioneros de Guerra) utilizaban para martirizar a los secuestrados.
M.V fue secuestrada de su casa una noche a fines de 1975, mientras preparaba la tesis que debía presentar un par de días después en la Facultad de Filosofía y Letras. Una patota encabezada por un teniente primero del Ejército la llevó a la Jefatura de Policía. Allí el alienado Jefe de esa repartición, teniente coronel Antonio Arrechea, la interrogó mientras la insultaba y le gritaba que “se tapara las carnes”, ya que tenía puesto sólo el camisón que vestía al ser arrancada de su hogar. En la madrugada del 24 de diciembre uno de sus captores la violó en una celda, mientras a su lado los integrantes de los grupos de tareas celebraban la llegada de la Nochebuena.
Los testimonios aquí transcriptos son solo una porción de los muchos que fueron realizados ante la Secretaría de Derechos Humanos de Tucumán, la Comisión Bicameral investigadora de las violaciones a los derechos humanos en la provincia de Tucumán y los Tribunales Federales de Tucumán. Un gran número de violadores fueron identificados por sus víctimas. Ninguno está detenido. No se conoce que la Justicia haya acusado por abusos sexuales y/o violaciones a alguno de ellos.
Una esclava sexual en las prisiones de Vilas y Bussi.
Bussi hecho mierda
Una humilde trabajadora detenida por las hordas del Operativo Independencia fue esclavizada sexualmente por un grupo de tareas de la cárcel tucumana de Villa Urquiza. El calvario de la mujer comenzó a mediados de 1975, en pleno gobierno ‘democrático’ de Isabel Perón y se prolongó hasta fines de 1976, ya en tiempos de la dictadura. Martirizada salvajemente, violada diariamente, dio a luz una criatura apropiada por los represores. Tras su liberación, fue internada en un hospicio.
Olga Giménez* era obrera gastronómica en el convulsionado Tucumán de los años 70. Su situación familiar era muy difícil: tenía dos pequeñas hijas, una de ellas en plena lactancia. Su madre, una mujer mayor, la ayudaba en la atención de las criaturas, para que ella pudiera ausentarse del hogar para trabajar las ocho, nueve horas que le exigía su empleador, uno de los más importantes hoteles de San Miguel de Tucumán.
Una noche de mediados de 1975 Olga terminó su tarea alrededor de las dos de la mañana. Tomó un taxi y al llegar a la esquina de su domicilio se encontró con un operativo policial. Desde hacía un par de meses la provincia estaba totalmente militarizada, en virtud del Operativo Independencia ordenado por el gobierno de Isabel Perón con el pretexto de reprimir un brote guerrillero rural. Todas las fuerzas militares, policiales y de seguridad con sede permanente o circunstancial en la provincia dependían del general Acdel Vilas, comandante de la Quinta Brigada de Infantería y jefe del Operativo.
Olga fue detenida por el personal policial apenas descendió del taxi. En el interior de un carro de asalto fue interrogada de inmediato. Sus captores querían saber de dónde venía a esa hora, si repartía panfletos, dónde se hacían las reuniones a las que supuestamente concurría, a qué organización pertenecía. La mujer dijo la verdad: no sabía de qué le estaban hablando.
Los policías le dijeron que iba a tener que acompañarlos para averiguación de antecedentes. Olga imploró que al menos le permitieran llegar a su casa, que estaba a pocos metros del lugar, ‘para ir con una de mis hijas, porque tomaba el pecho’. Los hombres le informaron que regresaría antes del amanecer y se la llevaron.
Olga fue conducida a una comisaría ubicada en la esquina del Parque 9 de Julio, poco antes del puente Lucas Córdoba que cruza el Río Salí. Allí la tuvieron un rato y nuevamente la introdujeron al carro de asalto. La llevaron a otra repartición policial que no identificó al llegar. Recuerda que ese viaje lo hizo con otras personas que también estaban en su misma situación, detenidas por los efectivos policiales. En este lugar la depositaron sola en una habitación. Al rato entró un hombre vestido de civil pero con un arma en la cintura. Comenzó a interrogarla y a pegarle. En un momento dado dejó de golpearla, al tiempo que sonaba un teléfono cercano y una voz contestaba ‘Jefatura de Policía’. Así supo Olga dónde estaba detenida. Otro policía de civil le ató las manos por la espalda y le vendó los ojos. La mujer lloraba e imploraba por volver a su casa. ‘No seas cagona que nada te va a pasar -le dijeron- o es que estás ocultando algo?’
Le sacaron los cordones de las zapatillas, el cinto del pantalón, los anillos y el reloj. Olga preguntó porqué le hacían eso y le contestaron que era para llevarla a su casa. ‘Déjenme ir sola’, atinó a pedir. Ahí la dejaron un rato sola y percibió que entraban otras personas, incluso escuchó a una mujer que pedía que le curaran las heridas y se sobresaltó cuando escuchó que en una pieza de al lado estaban torturando a un hombre.
La cárcel, un reducto de represores y degenerados
Desde el comienzo del Operativo Independencia (febrero de 1975) la Cárcel de Villa Urquiza funcionó como una más de las bases que los militares utilizaron en su plan de exterminio del pueblo tucumano. Al amparo de la orden presidencial, un sector de la cárcel -el Pabellón E- fue transformado en campo de concentración y una parte de la guardia fue centro clandestino de detención de mujeres en una cárcel de hombres. En ese marco, funcionó un grupo de tareas de criminales y degenerados que torturaron, asesinaron, martirizaron a centenares de detenidos. Y, ahora se sabe, violaron a las detenidas.
Olga fue llevada de la Jefatura de Policía a la Cárcel de Villa Urquiza. En la Jefatura funcionaba un grupo operativo ilegal, clandestino, que dependía en forma directa del Comando de la Quinta Brigada de Infantería. Había comenzado a instrumentarse en 1974, por iniciativa del general Luciano Benjamín Menéndez y a las órdenes de un policía que llegaría a ser uno de los mayores represores del pueblo tucumano: el comisario Roberto Heriberto Albornoz (a) ‘El Tuerto’. Con él se enrolaron otros siniestros personajes, como el comisario Marcos Fidencio Hidalgo. Junto a un numeroso grupo de oficiales, suboficiales y agentes constituyeron el SIC (Servicio de Información Confidencial). Bajo la tutela de Bussi, Comandante de la Quinta Brigada y siempre con un coordinador militar, sembraron el terror en la provincia.
En la Cárcel de Villa Urquiza, administrada por los militares, había comenzado a funcionar en 1975 un grupo de tareas integrado por guardiacárceles y policías. Su primera función fue la represión de los centenares de detenidos que arrojaba al penal el Operativo Independencia y que habían logrado sobrevivir a la Escuelita de Famaillá, el primer campo de concentración del país, creado por el general Vilas el mismo día del inicio de dicho Operativo, el 9 de febrero de 1975.
En ese lugar fue a dar Olga. Allí escuchaba a diario cómo ‘venía un montón de gente y se abrían puertas y yo sentía que les pegaban, gritaban hombres y mujeres’. Olga se dio cuenta entonces que estaba empezando a vivir una pesadilla: ‘yo lloraba, nadie entraba a verme, no tenía noción de la hora ni cuanto estuve allí, me parecía un siglo’.
Animales y perros para la ‘lucha antisubversiva’
Un día, Olga fue sorprendida por la visita de varios hombres a su calabozo. La sacaron y la llevaron a una habitación. Allí la arrojaron al piso y la golpearon. Cuando estaba tirada escuchó que se cerraba la puerta de la habitación y comenzaba a ladrar un perro. ‘Grité -recuerda ahora- y el perro más ladraba; sentí que unas manos me tocaban y un hombre me pegó una trompada en el estómago y me mordió la cara. Yo temblaba, uno de los hombres me desnudó completamente, mientras los perros me olfateaban. Yo estaba tirada y sentía que había un hombre al lado de mi cabeza y otro a la altura de mis pies. Se me subió encima un hombre medio gordo, medio pelado y me obligó a que lo tocara. Me violó reiteradas veces; cuando se bajó de encima mío me dijo que eso era porque no decía la verdad. Luego se subió otro, pero este parecía que era el que tenía los perros y me dijo que le diera los nombres de los líderes, si es que sabía de los prófugos que se habían escapado’.
Olga fue esclava sexual de un grupo de animales, una jauría cuyos nombres y sus acciones se conocen casi al detalle, pero que fueron beneficiados por las leyes de impunidad y nunca pagaron por los crímenes cometidos.
El jefe del grupo era el comisario Marcos Fidencio Hidalgo. El bestia de los perros era el cabo Carrizo, mano derecha de Hidalgo. Homosexual, depravado, organizaba orgías con los presos a cambio de un trato menos cruel. Vivía en concubinato con un prisionero en una especie de ‘suite nupcial’ dentro del propio penal. Sus recorridas con los perros por los pabellones de la cárcel sembraban el terror entre los presos. Los hacía morder hasta que, lastimados, desgarrados, debían ser llevados a la enfermería.
Del cabo Carrizo, Olga recuerda: ‘a la mañana, cuando me sacaban para bañarme, me manoseaban; cuando me llevaba ese hombre que tenía los perros me hacía que yo lo tocara por entero y que le tocara la cola. Yo me di cuenta que era afeminado’.
La interminable estadía de Olga en la Cárcel de Villa Urquiza es descripta por ella en forma sencilla, dolorosa: ‘así era todos los días hasta que ya no me pegaban, pero abusaban de mí hasta el cansancio. Uno tras otro los que me violaban. Primero el que me agarraba era ese gordo medio bajo y pelado y después los otros y me volvían a meter en el cuartito’.
La concepción, el parto, el robo de la criatura
‘Después de unos meses quedé embarazada’, recuerda Olga y agrega: ‘ya no era mucho el maltrato pero siempre venía ése con los perros a que yo lo manoseara’. El suplicio de la mujer no tenía límites: ‘a veces ni siquiera me llevaban comida, si la llevaban era muy fea. Estaba con la misma ropa, ya no me entraba el pantalón porque por el embarazo engordé mucho, lo tenía casi cubriéndome las piernas, no lo prendía’.
Olga no sabe si las mujeres que escuchó en su situación sufrieron el mismo trato. ‘Sentía que había mujeres en la guardia, no sé si era cerca o lejos de donde yo estaba, pero escuchaba llantos de mujeres’. La Comisión Bicameral que investigó las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura comprobó, con la lectura de los libros de la guardia y los testimonios de numerosos prisioneros, que en la Cárcel de Villa Urquiza hubo mujeres detenidas y que algunas dieron a luz. La declaración de Olga es la primera de una víctima directa que cuenta sus padecimientos y que confirma lo dicho por la Comisión en 1984.
‘Creo que quedé embarazada en setiembre (1975) y la criatura nació en mayo (1976)’, dice Olga y precisa: ‘cuando estuve con dolores de parto me sacaron y me llevaron a un salón. Me acostaron en un colchón en el piso, me sacaron la venda de los ojos. No los pude ver porque ellos tenían colocada una capucha negra en sus cabezas. Apenas nació la criatura se la llevaron, yo sentí cómo se iba llorando por un lugar. Después me pusieron una inyección y me llevaron de vuelta a mi lugar de siempre’.
Los monstruos
En su testimonio, Olga recuerda apellidos y sobrenombres de los monstruos que, además de tenerla secuestrada y torturarla, la violaban: Hidalgo, Carrizo, Alvarez, Medrano, Montenegro, Pepe Alvarado, Peralta, Aure, ‘Quetupí’, Cogote Quemado. En realidad, el grupo a las órdenes de Hidalgo era más grande y se lo pudo reconstruir casi por completo a partir de las declaraciones de los prisioneros que sobrevivieron. Su cabecilla era Hidalgo, a quien secundaba el cabo de la policía provincial Miguel Angel Carrizo. La patota también estaba integrada, entre otros, por los cabos Alvarez, Gordillo, Juárez y Peralta, el ‘Negro’ Medrano, Alvarado, Ponce, Argañaraz, Medina, Díaz, Soria, García, Vega, Ledesma, Pericena, Lazarte, Núñez, Ruesjas, Costilla, Amet, González, etc.
Un testimonio recogido por la Comisión precisa la tarea que cumplía la patota dentro del penal: ‘Carrizo y toda la guardia pasaban primero por el pabellón de los presos políticos, luego por donde estaban los comunes y por último por donde estaban las mujeres, sembrando miedo, llanto y gritos. Golpeaban con bastones de goma, garrotes de madera y los hacían morder con los perros de Carrizo. El mismo testigo afirma ‘haber visto desde los calabozos a las mujeres que estaban en la guardia, desnudas, recibiendo golpes, siempre con el cabo Carrizo al frente’.
De la cárcel al hospicio
Olga recuerda que fue liberada ‘cuando ya no hacía frío’, probablemente en octubre o noviembre. Le dijeron que la sacaban a dar una vuelta. Ella creyó que iban a matarla. Junto a otros presos la hicieron tirarse en el piso de un camión, los taparon con una lona, siempre con los ojos vendados. ‘me ramiaron de los pies -dice- me empujaron y rodé. Yo esperaba el tiro de gracia. Me dijeron que nadie tenía que saber nada de lo que había pasado, que conocían mi casa, que todos los días me seguirían y que si contaba me iban a matar’.
Cuando el vehículo partió, Olga se sacó la venda y vio que estaba tirada en un camino de tierra, con cañaverales a los dos lados. Estaba pelada, sucia y descalza. Así caminó sin rumbo hasta que la recogió una ambulancia que la llevó al Hospicio Nuestra Señora del Carmen. Fue conducida hasta una sala de mujeres donde la acostaron, le sacaron la ropa y le pusieron un batón.
Olga dice con elocuencia: ‘yo lloraba y lloraba porque no podía creer que estuviera con vida y mirando a las personas, que eran todas mujeres, en ese lugar. Me dormí no sé cuanto, pero dormí en una cama, cuando desperté me preguntaron de donde venía porque en ese lugar no figuraba. Yo no quería hablar nada, ni que me preguntaran nada, no sabía nada, ni en donde estuve ni quienes me tuvieron. Cuando veía a los policías del Hospicio me tapaba la cara con la colcha’.
Con tristeza y dolor, Olga termina ‘este es el relato del calvario que sufrí. A pesar de los treinta años que pasaron, yo lo recuerdo como si fuera ayer, porque todavía tengo en mi corazón el odio como no pensé conocer jamás por los asesinos de mi vida, porque estoy viva pero muerta por dentro’.
* Olga Giménez es ficticio, para preservar la identidad de la víctima.
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