viernes, 19 de enero de 2018

Todos los campos

Policía ante los cortes de ruta


Por Dr. William Yohai

¿Existe “EL CAMPO”?

No. Al menos no existe “un” campo.

Veamos: hay un campo de los peones de estancia, de los peludos cortadores de caña, de los peones de tambo.

Hay otro, que muchas veces se superpone con el anterior, de los pequeños productores hortícolas, ganaderos o tamberos.
Están los estancieros que producen en cientos o miles de hectáreas, pero también están los que arriendan sus campos y se limitan a cobrar la renta.

No faltan, por cierto, los consignatarios, corredores inmobiliarios y sus combinaciones con los últimos.
Están UPM, Montes del Plata, Syngenta, Monsanto, Cargill, las grandes empresas representantes de maquinaria agrícola.

¿Qué decir de los contratistas del arroz o, más en general, la agricultura?

Y están, para terminar esta breve enumeración, unas 5 mil familias de colonos asentadas en 600.000 hectáreas de tierra.
Todos ellos integran “EL CAMPO”.

¿Cuales son sus intereses comunes?

¿cual de alguna de las medidas propuestas por este movimiento que surge de repente y recorre el país beneficiaría a todos?

¿En que beneficiaría la rebaja del gasoil a los peones de estancia? ¿o a los contratistas? Al fin y al cabo estos trasladan el precio a sus contratantes.

¿De dónde saldría el dinero para financiar esta rebaja?

Alguno propuso reducir o eliminar los beneficios que el MIDES otorga a algunas decenas de miles de compatriotas.

¿A cuanto ascienden esos beneficios?

Para una familia con 4 o más hijos, que reúna las condiciones de ingresos misérrimos, carencias básicas en vivienda y demás condiciones de vida, el dispendio puede llegar a los 5.000 pesos mensuales. Son una minoría de los aproximadamente 60.000 beneficiarios del MIDES. La tarjeta social.

Todo un escándalo.

Se puede calcular que todo ese gasto, incluyendo los funcionarios, técnicos y demás empleados de la institución cuestan 100 millones de dólares.
Se ha estimado, por otro lado, que el “gasto tributario”, o sea, la plata que el estado deja de percibir por las exenciones fiscales al capital cuesta 2.500 millones de dólares al año.

Y buena parte de este gasto va “AL CAMPO”.

Muchas (o todas) esas novísimas plantas de silos que se ven al recorrer el país no han pagado un centésimo de impuestos.
Tampoco lo ha hecho alguna sonada venta de gran cadena de supermercados.

Campos eólicos de UTE

Ni que decir de los parques eólicos privados. Hemos calculado que UTE pierde (o sea, los privados ganan) 120 millones de dólares al año. Porque esos parques perfectamente los hubiera podido contratar UTE directamente.

Y así sigue….

UPM y Montes del Plata ganan no menos de 200 millones de dólares cada una, totalmente libres de impuestos. Sin contar la energía que UTE se ha comprometido a comprarles por 20 años. Ni el fuel oil que ANCAP les vende a un precio menor a su costo. Y que es mucho menor al que paga la industria nacional.
Ahora los proyectos constructivos de más de 15 millones de dólares estarán exentos de impuestos, Aunque se lleven a cabo en los lugares más costosos de la costa de Montevideo o Punta del Este.
¿Cuanto nos cuestan a los productores agropecuarios las comisiones de los intrermediarios?

¿Cuánto pagan los productores de renta al año?



Ahora por lo menos los rentistas pagan IRPF. Igual es demasiado poco.
Sí, es verdad, entre los censos de 2000 y 2011 12.000 productores desaparecieron. Vendieron su tierra (y devolvieron las que arrendaban) y se fueron a la ciudad. Unos cuantos de ellos son ahora suficientemente pobres para ser “beneficiarios” del MIDES.

Pero, ojo, alguien compró esas tierras.

Habría que hacer otro censo, cuyos resultados serían seguramente impactantes.

En esta movilización parece que están todos representados. Y es curioso, porque al menos para mí es imposible encontrar un terreno común de reivindicaciones.

Por momentos, aunque tal vez no se diga por lo claro, se insinúa que un problema para la tan mentada “rentabilidad” son los elevados sueldos y prestaciones de los asalariados. Si uno mira los laudos del ministerio de trabajo parece un chiste.

Sí, es cierto, las explotaciones que carecen de escala no son rentables. Y, si no se cambia la política, van a desaparecer.
No se arregla rebajando el gasoil. Incluso si se subsidiara éste, además de importarlo en vez de refinarlo en ANCAP tampoco se arregla. Ni rebajando la energía eléctrica. Aunque estas medidas ayudarían a sectores intensivos en energía. Pero pregunten a un arrocero (o tambero) arrendatario cuanto paga de renta.
Y habría que explicar de donde salen los recursos para hacerlo.
¿levantamos las exenciones fiscales a las pasteras (con todo el componente rupturista de la legislación internacional que ello supone)?

¿Aumentamos los impuestos a las grandes extensiones de campo, en particular a las grandes rentas agropecuarias?

¿Reducimos, o eliminamos, las prestaciones sociales?

¿Gravamos por fin las grandes jubilaciones de militares (y ya que estamos) de políticos?

Podríamos rebajar en términos reales las jubilaciones.
Y de paso liquidar las pocas conquistas laborales de los asalariados rurales. Y despenalizar los castigos corporales.

“EL CAMPO”, al igual que el resto de la sociedad está dividido en clases sociales. Y, salvo que se mienta descaradamente, la cruda realidad es que no hay un paquete de medidas que pueda cubrirnos a todos.

Gabriel Oyhantçabal
19 enero, 2018


Tasa ganancia agro después renta (Uy), tasa renta del suelo (Uy) y tasa real bonos tesoro Estados Unidos, 1955-2015
Si una virtud tiene la reciente movilización de productores agropecuarios agrupados bajo la consigna “Por el campo y con la patria” es que permite evidenciar una serie de rasgos de la economía y la estructura de clases de Uruguay sobre los que es interesante volver a echar luz.
Para empezar, “el campo” no existe como categoría social. Esto a pesar de que los propietarios rurales sistemáticamente intenten llenarlo de sus intereses. Muy por el contrario, en “el campo” existen clases sociales con diversos intereses y, por si fuera poco, luchan.
No hay que ser muy perspicaz. La plataforma reivindicativa de los “productores alzados” delimita muy claramente su perfil: recortar salarios, bajar el costo del Estado (servicios públicos, políticas sociales) y garantizar la apropiación privada de la renta del suelo y sus ganancias.
Por eso si por “campo” queremos referir no a un paisaje o territorio, sino a los sujetos sociales que en él producen y/o habitan, habría que empezar por reconocer el rico entramado de clases que lo conforman, que se resiste a ser encasillado en la imagen “campo somos todos”.
El punto de partida son las tres formas principales del ingreso en las sociedades capitalistas: renta del suelo, ganancias y salarios, y cuyas personificaciones expresan a sujetos con intereses bien diferentes: terratenientes, capitalistas y asalariados, respectivamente. Repasemos un poco de economía política. En cualquier actividad el trabajador (el verdadero productor) primero genera un valor, el salario, con el que repone su capacidad de trabajar, y luego un plus-valor (trabajo excedente) que se reparte bajo la forma de ganancia media para capitalistas y renta del suelo para terratenientes. En este sentido la renta representa una pérdida para la clase capitalista, que debe ceder esta porción del excedente a un sujeto que no cumple ningún rol en la producción pero que reclama su remuneración dado el carácter finito, monopolizable y heterogéneo del suelo.
Es más, no sólo hay un conflicto terratenientes/capitalistas que se expresa en el precio de arrendamiento del suelo, sino que la lógica de sus respectivos “negocios” son bien diferentes. Mientras el capitalista espera una ganancia media que suele oscilar entre el 10 y el 20 por ciento del capital adelantado, el terrateniente se comporta con una lógica “financiera”, según la cual la compra de tierras es como la compra de bonos del tesoro u otros activos similares, y cuya referencia de rentabilidad es una tasa de interés que suele oscilar entre el 3 y el 5 por ciento (véase gráfico para los últimos 60 años).
El problema es que en la realidad concreta las cosas siempre aparecen más entreveradas, con sujetos en los que se superponen las personificaciones. Capitalistas que son al mismo tiempo terratenientes. Pequeños capitalistas que no tienen escala para competir con los capitales medios, pero que siguen en la producción recibiendo una remuneración equivalente al interés por su capital invertido. Productores familiares-mercantiles que controlan un pequeño capital y cuya remuneración es equivalente a un salario que repone el gasto de la fuerza de trabajo familiar, y que en muchos casos son a su vez pequeños terratenientes. E incluso asalariados que tienen un pequeño capital en la producción (por ejemplo, cría de ganado) que oficia de complemento salarial.
Por eso en la plataforma reivindicativa de este “neo-ruralismo” encontramos mezclados reclamos típicamente empresariales (baja de impuestos, tarifas y salarios) con demandas de los terratenientes (reducción de impuestos a la propiedad del suelo). Es más, parecería tratarse de una movilización encabezada fundamentalmente por pequeños capitalistas agrarios que en muchos casos son simultáneamente terratenientes, y no por los grandes capitales del campo (forestales, sojeros, estancieros).
Este doble carácter de clase seguramente esté explicando por qué no apuntan sus baterías contra el costo del arrendamiento, cuando la renta bruta estimada con precios de mercado ponderados representó en promedio 38 por ciento del Pbi agropecuario entre 2000 y 2016. Sin embargo, también es posible sugerir una hipótesis más de fondo: no pueden cuestionar la renta del suelo porque de hacerlo estarían cuestionando la sacrosanta propiedad privada.
En segundo lugar, tampoco los productores son la clase más numerosa del “campo”. Con base en distintas fuentes (Encuesta Continua de Hogares, Censo Agropecuario, Registro de Productores Familiares), se puede estimar que mientras los asalariados agrarios oscilan entre 70 mil y 80 mil, los productores familiares-mercantiles agrupan unos 23 mil establecimientos y a cerca de 40 mil trabajadores (incluyendo titular y familiares), y los empresarios-patrones (de todos los tamaños) son alrededor de 15 mil. Algo es evidente: el poder fáctico y la capacidad para amplificar intereses, mediática y políticamente, no se relaciona con el tamaño de la clase, sino con la cantidad de hectáreas y la magnitud absoluta del capital.
CICLOS RECURRENTES. Por último, esta nueva crisis de la “clase media rural”, como gustan llamarse, no es el resultado de la voracidad fiscal y demagógica de un “gobierno populista”. Por el contrario, es más bien un síntoma de una enfermedad provocada por un virus que se llama capitalismo, su rasgo fundamental es la competencia a muerte entre capitalistas (la “destrucción creativa”) que provoca ineluctablemente concentración y centralización. Para colmo de males este virus tiene una cepa sudamericana más agresiva, que incluye ciclos recurrentes de abaratamiento del dólar (“atraso cambiario”, en la jerga más corriente), lo que acelera la destrucción de los segmentos más ineficientes del empresariado rural.
Sucedió durante el control de cambio de Luis Batlle Berres, con el atraso cambiario en tiempos neoliberales, e incluso durante la última dictadura, que difícilmente alguien pueda acusar de comunista. Y vale recordar que el “ruralismo” de Chicotazo y el movimiento Rentabilidad o Muerte de fines de los noventa fueron hijos de esos procesos.
Es que el abaratamiento del dólar es la forma predilecta que ha adoptado en Uruguay la distribución de renta agraria del suelo, beneficiando a aquellos que operan con mercancías importadas y compran divisas para obtener poder de compra internacional. Con la renta en expansión se puede sostener un dólar barato, pero cuando se retrae empieza un ajuste que en su repertorio más corriente incluye incremento del endeudamiento público y privado, exoneración de impuestos y congelación salarial, que amortiguan pero no detienen la crisis.
No debería sorprender entonces que ante un nuevo ciclo de abaratamiento del dólar, pero ahora ya sin los superprecios de hace una década, reflote la movilización de este sector social. Por eso es que, a pesar de las apariencias, el problema no es una presión fiscal en torno al 7 por ciento del Pbi agropecuario, y que no difiere de otras ramas de la economía (véase “El agro en Uruguay. Renta del suelo, ingreso laboral y ganancias”, de Martín Sanguinetti y quien esto escribe1), ni el precio del gasoil ni los “súper salarios” de 20 mil pesos, aunque, dado el carácter de clase del conflicto, es hacia donde instintivamente arremeten en su plataforma.
En el fondo nuestros pequeños capitalistas agrarios sueñan con una quimera: un capitalismo liberal que no liquide a los más ineficientes. Por eso el actual conflicto no es más que un nuevo grito de un sujeto social impotente para sobrevivir a las leyes leoninas de la competencia, pero que resiste porque existe propiedad privada del suelo y limitaciones biológicas al avance tecnológico en el agro.
En definitiva, lo que está en juego es cómo se procesa el ajuste de una economía que ya no puede sostener el mismo “pacto distributivo” que, hace una década –boom de los commodities y crédito barato mediante–, hizo posible la primavera progresista. La reducción-exoneración de impuestos y el abaratamiento de la energía y la fuerza de trabajo sólo trasladarán el ajuste hacia otros sectores de la sociedad. A su vez, la devaluación del peso encarecerá el costo del endeudamiento en un contexto de déficit fiscal permanente, factor que en nuestra historia reciente siempre se ha resuelto avanzando sobre el ingreso de los trabajadores.
Lo atractivo es observar que ella, la lucha de clases, siempre vuelve.
*    Ingeniero agrónomo. Trabajador de la Udelar. Integrante del comité editorial del portal de debates Hemisferio Izquierdo.
  1. En Problemas del desarrollo. Volumen 48, Edición 189, Universidad Nacional Autónoma de México. Publicado por Elsevier España, 2017. Disponible en ScienceDirect.




Por Sirio Lopez
El acto “rural” programado para este 23 de enero replantea la cuestión agraria en Uruguay. Ahora, cuando se habla de cambiar el campo uruguayo, creo que hay  que explicar de cuál Reforma Agraria  estamos hablando, porque no sirve mucho darle un pedazo de tierra chico a una persona o una familia y abandonarla a su suerte.

Por mi parte y con cabeza ecomunitarista  pienso en expropiar latifundios,  por lo menos con un apoyo financiero, técnico y garantía de compra de  la producción de alimentos sanos y abundantes  por parte del Estado  (por ejemplo para atender Escuelas, Hospitales, Cárceles mientras las haya, a la población en general, y para exportar, etc.) tanto a grandes empresas agroindustriales estatales como a cooperativas socialistas  (donde se puede/debe usar la maquinaria más ecológica posible requerida por cantidades grandes de tierra y producción) o empresas familiares; las tres, y sobre todo las dos primeras deben procesar industrialmente por lo menos parte de su producción primaria, que tendrá que ser ecológica (o sea sin agrotóxicos ni transgénicos, malos  los primeros y aun dudosos los segundos para la salud humana y no  humana); para las tres posibilidades habría que dar cursos de formación a voluntarios que quieran abandonar la ciudad (en especial los barrios marginales donde la vida es amarga y también las cárceles) para establecerse en el campo, donde tendrían que recibir ayuda estatal para hacer su casa, además de los servicios básicos donde se establezcan (agua, luz de fuente limpia y renovable, internet, Escuela y Centro Sanitario próximos, etc.) para vivir allí dignamente con su familia, buscando la felicidad.









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