La crisis del agua que está viviendo el país fue prevenida, por lo menos, desde dos décadas atrás, pero el sistema político uruguayo se resiste a adoptar un régimen de gestión apropiado.
La decisión política más amplia y certera, con visión estratégica, sobre la gestión de los recursos hídricos del país se puede situar, sin lugar a dudas, en el plebiscito nacional celebrado en 2004. El 31 de octubre de ese año, 64,58% de los votantes se pronunció por la enmienda al Artículo 47 de la Constitución impulsada por la Comisión en Defensa del Agua y la Vida (CNDAV). Fue el triunfo de un vasto movimiento social que tuvo la adhesión también de varios sectores políticos.
Al Artículo 47, que establecía que «La protección del medio ambiente es de interés general» y que «Las personas deberán abstenerse de cualquier acto que cause depredación, destrucción o contaminación graves al medio ambiente«, la enmienda aprobada le agregó lo siguiente:
«El agua es un recurso natural esencial para la vida.
El acceso al agua potable y el acceso al saneamiento, constituyen derechos humanos fundamentales.
1) La política nacional de aguas y saneamiento estará basada en:
a) el ordenamiento del territorio, conservación y protección del Medio Ambiente y la restauración de la naturaleza.
b) la gestión sustentable, solidaria con las generaciones
futuras, de los recursos hídricos y la preservación del ciclo
hidrológico que constituyen asuntos de interés general. Los usuarios y la sociedad civil, participarán en todas las instancias de planificación, gestión y control de recursos hídricos; estableciéndose las cuencas hidrográficas como unidades básicas.
c) el establecimiento de prioridades para el uso del agua
por regiones, cuencas o partes de ellas, siendo la primera prioridad el
abaste-cimiento de agua potable a poblaciones.
d) el principio por el cual la prestación del servicio de
agua potable y saneamiento, deberá hacerse anteponiendo las razones de
orden social a las de orden económico.
Toda autorización, concesión o permiso que de cualquier manera vulnere las disposiciones anteriores deberá ser dejada sin efecto.
2) Las aguas superficiales, así como las subterráneas, con
excepción de las pluviales, integradas en el ciclo hidrológico,
constituyen un recurso unitario, subordinado al interés general, que forma parte del dominio público estatal, como dominio público hidráulico.
3) El servicio público de saneamiento y el servicio público de
abastecimiento de agua para el consumo humano serán prestados exclusiva y
directamente por personas jurídicas estatales.
4) La ley, por los tres quintos de votos del total de
componentes de cada Cámara, podrá autorizar el suministro de agua, a
otro país, cuando éste se encuentre desabastecido y por motivos de
solidaridad.»
Además del carácter público de la gestión del agua que, por tratarse de un bien estratégico, debe estar subordinada al interés general, se estableció la participación social en la planificación, gestión y control del recurso. Esta participación es clave para garantizar la sustentabilidad de la gestión, es decir, que atienda las necesidades actuales sin comprometer las de las generaciones futuras y el equilibrio entre crecimiento económico, cuidado del medio ambiente y bienestar social.
Sin embargo, esos dos criterios fueron metódicamente ignorados por los gobiernos posteriores a aquel plebiscito. Por un lado, mediante la creciente privatización de la gestión de las aguas y del servicio de potabilización a cargo de la OSE en particular. Por otro lado, mediante la reducción de sus atribuciones y el descaso en el funcionamiento que ha conducido a la total inoperancia de las Comisiones de Cuenca y Acuíferos donde debía concretarse la participación social.
La eutrofización de los cursos de agua superficiales se ha vuelto crónica.
Desvirtuación del plebiscito
Por su naturaleza, los cambios ambientales o las alteraciones de los ecosistemas se producen muy lentamente. Son millones de pequeños cambios que, acumulados durante un largo periodo, pueden desembocar en una catástrofe. Generalmente, esos pequeños cambios son imperceptibles en la vida cotidiana, pero cuando se precipitan pueden tener un efecto devastador. La cuestión es que para revertirlos a esa altura se precisa un tiempo similar al que tuvieron para generarse.
Esta condición, por si sola, indica que las políticas ambientales no pueden ser de corto plazo, que la institucionalidad y los programas ambientales no pueden depender de un cambio de autoridades en un gobierno ni de un solo gobierno. Es decir que estas políticas deben durar lo necesario para lograr los fines propuestos y ser una verdadera «política de Estado». No las políticas de Estado aludidas habitualmente en Uruguay, que son solo acuerdos entre los partidos mayoritarios.
Otro aspecto singular de las políticas ambientales es que, para ser eficaces, deben ser decisiones de consenso entre todos los actores involucrados. Por mejor concebida que haya sido una política ambiental, si es decidida por una de las partes que pretende imponérsela a otras, esa política no durará lo necesario y al final fracasará. Esta es la causa de la inoperancia y los fracasos de las políticas ambientales a los que estamos asistiendo tanto a escala global como nacional.
La cultura política uruguaya tiene graves carencias en esos aspectos. Predomina una visión de corto plazo y no hay continuidad en las políticas. Los gobernantes subestiman las advertencias hasta que estalla la crisis y luego pretenden resolverla con improvisaciones. Por lo general, el cambio de autoridades en un organismo, aun siendo del mismo sector político, implica que se descarta lo hecho anteriormente y esto se acentúa cuando se trata del gobierno nacional.
Precisamente, es lo sucedido con el agua a partir del plebiscito de 2004. Cuatro años después, la Ley 18.610 de Política Nacional de Aguas, que debía reglamentar la enmienda del Artículo 47, aprovechó para modificarla. Las Comisiones de Cuenca y Acuíferos creadas por la ley, donde se debía ejercer la participación social «en todas las instancias de planificación, gestión y control de recursos hídricos», pasaron a ser solo órganos de consulta, sin carácter vinculante.
El Artículo 23 de la Ley 18.610 creó, asimismo, el Consejo Nacional de Agua, Ambiente y Territorio, integrado por representantes del gobierno, los usuarios y la sociedad civil, con igual peso cada uno. Este Consejo iría a intervenir en la planificación y regulación de las políticas, la elaboración de las directrices en agua, ambiente y territorio, así como del plan nacional de gestión de los recursos hídricos, en consonancia con las demás políticas nacionales y sectoriales vinculadas.
Ese Consejo nunca se reunió, las Comisiones de Cuenca y Acuífero creadas tuvieron una vida meramente formal y luego, el segundo gobierno de Tabaré Vázquez, centralizó completamente la gestión ambiental y del agua. Por la Ley de Presupuesto 2015-19 se creó la Secretaría Nacional de Ambiente, Agua y Cambio Climático y, para reglamentar esta ley, se creó por decreto en 2016 el Sistema Nacional Ambiental, ambos bajo la órbita de la Presidencia de la República.
El Plan Nacional de Aguas fue elaborado por técnicos del Poder Ejecutivo, tratado someramente en las Comisiones de Cuenca y Acuíferos y en un remedo de consulta pública, mientras el Parlamento sancionaba en paralelo la nueva Ley de Riego. Al aprobarlo, en 2017, el Ejecutivo estableció que el plan sería ejecutado por el Sistema Nacional Ambiental. Tales procedimientos y la institucionalidad incorporada eran totalmente ajenos a lo dispuesto en el Artículo 47 de la Constitución.
Con el cambio de gobierno en 2020, el presidente Lacalle Pou priorizó el proyecto privado Neptuno para suministrar agua a Montevideo y congeló la represa de Casupá encaminada por el gobierno anterior, que habría moderado la falta de agua potable en la zona metropolitana. Haber llegado a esta situación es escandaloso, dados los estudios científicos y advertencias que la precedieron y los criterios y formas de decisión previstos en la Ley 18.610 y la reforma plebiscitada.
Los mecanismos de decisión
Hasta ahora, el sistema político uruguayo ha respondido como de costumbre. Lo primero es negar responsabilidades atribuyendo la situación a causas naturales imprevisibles. A pesar de hacer años que se habla de sus causas y del cambio climático, sería «una sequía sin precedentes», con lo cual se justifican la improvisación y explicaciones absurdas, como distinguir agua potable y «bebible», dejando a la población a su sola suerte y contribuyendo a generar el pánico.
La otra forma tradicional de evadir responsabilidades es atribuírsela al rival político. La oposición hace de cuenta que la crisis se produjo de un día para otro por decisiones del actual gobierno. Y el gobierno responde que con el proyecto Neptuno está solucionando lo que los gobiernos anteriores no fueron capaces de resolver. Ni una cosa ni la otra, pero la visión de estos partidos parece no ir más allá del resultado de las encuestas y sus chances en la próxima elección nacional.
Esta manera de reaccionar del sistema político solo puede confundir aún más a la población y postergar las soluciones necesarias. Frente a una crisis que amenaza con agravarse, donde se pone en juego la salud, no solo las sensaciones, de toda la población, la obligación del sistema político y de los actores sociales es buscar soluciones en común. Esto significa dialogar y lograr acuerdos, es lo contrario de sacar provecho político, comercial o de otra especie.
Para ilustrar la magnitud del problema, en la reciente emergencia sanitaria por el Covid-19, había lugar todavía para algunas opciones personales. Por ejemplo: se podía ir o no a ciertos lugares o actividades según se estuviera dispuesto o no a usar tapabocas; aunque implicara restricciones, vacunarse o no era una opción individual. Pero tomar o no agua potable no es una opción, es una necesidad vital del ser humano, por eso es un derecho consagrado en la Constitución.
Es necesario reiterarlo: los objetivos de un verdadero Plan Nacional de Aguas, que debe incluir obviamente todas las variables ambientales. solo se podrán alcanzar si se adopta un mecanismo que habilite la participación con poder de decisión, en la planificación, la gestión y el control del recurso, todos los actores involucrados. No hace falta improvisar una nueva instancia, existen y deben ser utilizadas con ese fin las Comisiones de Cuenca y Acuíferos ya creadas.
Participación no es solo escuchar o ser consultado y opinar sobre algo que van a decidir otros, sino ser parte integrante de las decisiones. Hoy en día, la participación social es proclamada en casi todos los discursos políticos, porque es «políticamente correcto» decirlo, pero es una promesa hueca o simple demagogia que no se traduce en una práctica concreta. Los políticos, una vez que ocupan el cargo público, quieren tener las manos libres para decidir sobre todo.
Hay que decirlo con total claridad, la gestión sustentable de las aguas no es compatible con la centralización que caracteriza al sistema institucional tradicional. La pregonada Gestión Integrada de los Recursos Hídricos (GIRH), mencionada hasta el cansancio en el Plan Nacional de Aguas y en cuanto documento técnico circulando, requiere nuevas instancias de decisión acordes con los principios de participación social y de gestión concertada de las cuencas hídricas.
Los sistemas de gestión del agua son mecanismos de solución de conflictos. La gobernabilidad del agua se alcanza mediante la construcción de consenso. Consenso es el acuerdo entre los distintos actores involucrados y los diferentes niveles de decisión, sin que uno se imponga sobre los demás. Consenso significa distribución del poder entre los diversos actores; no requiere unanimidad, pero si la solidaridad necesaria para que los acuerdos sean aceptados y cumplidos por todos.
«La metodología para la construcción de consenso está siendo aplicada hoy por grupos humanos de diferentes naturalezas y actividades, ya sean grupos de individuos, de organizaciones, de empresas, ‘clusters’ de producción», decía un informe del Juicio Ciudadano DeciAgua, realizado en Uruguay en 2016 para evaluar la propuesta del Plan Nacional de Aguas. No es algo original, ni una teoría sin experiencias, lo que hace falta es voluntad política para llevarlo a la práctica.
Panel del Juicio Ciudadano sobre el Agua (DeciAgua) realizado en 2016.
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