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Marcelo Marchese
21.11.2016
En una reunión de veteranos
el cantor empuñó la guitarra para entonar A desalambrar. El auditorio
lo siguió a destiempo, desafinando y con emoción forzada.
La escena era patética; cuanto más abandonaba este grupo sus
sueños de juventud, más se aferraba a un símbolo del pasado. No los
culpemos, el hombre suele enterrar sus sueños bajo los escombros que
arroja, día a día, la experiencia. Ahora bien, y este es el quid del
presente artículo, lo triste es que llamemos experiencia a la suma de
nuestros fracasos.
Antes de abordar las causas de este fracaso nacional, y en suma,
antes de analizar qué ha impedido erradicar el cáncer del latifundio,
debemos señalar un hecho singularmente irónico. Aquellos veteranos
desconocían que, precisamente, el partido que habían votado con
entusiasmo o bajo la consigna lo otro es peor, hoy lleva a cabo un proceso de desalambramiento de los campos comenzado con la apertura democrática.
Expliquemos esto con mayor detalle. En los tiempos de Latorre, en la
década del 70 del siglo XIX, se alambraba para controlar el ganado, para
impedir que un toro de raza regara su semen por otros lares y para
apropiarse de tierras ajenas. Si el medianero no podía pagar el
alambramiento forzoso, forzosamente perdía su campo. Como no hubo
necesidad de llevar a cabo una mensura, los latifundistas echaron mano a
una masa indeterminada de tierra, incluyendo caminos fiscales. Para
aproximar al lector a la entidad de este pillaje, hacia 1836, dos
tercios de las tierras laborables del país eran terrenos fiscales. La
ley del más fuerte determinó que los latifundistas arrojaron a cuarenta
mil personas a los caminos, el 10% de la población rural. La génesis del
latifundio en nuestro país, desde la colonia, está asociada al robo y a
innumerables maniobras que rara vez incluyeron el desembolso de dinero,
o al menos, eso dicen TODOS y cada uno de los textos que estudian su
origen y no hay uno que diga lo contrario, pues a los guardianes del
latifundio no les conviene siquiera mentar la infancia de la criatura.
Prefieren, y hacen bien, correr un denso velo sobre el pasado ante los
ojos de la República.
Cien años después, a partir de las exoneraciones impositivas y demás
estímulos a la forestación que desembocaron, misteriosamente, en la
instalación de tres pasteras (pues estas gentes planifican las cosas)
llegamos a que los monocultivos de eucaliptus y pinos ocupan un millón y
fracción de las 16 millones de hectáreas laborables de nuestro país.
Por su cuenta, la soja, la planta sagrada de Mujica, alcanza
una superficie similar. Ocurre que estos cultivos no siempre precisan de
alambrado (1) pues molestan a las grandes cosechadoras, por lo que, sin
mentar a Viglietti, y a la sordina, se viene desalambrando a piacere.
Desde la colonia hasta ahora habrá variado esto o lo otro, pero hay
algo que se mantiene intacto: el latifundio que no para de crecer. Como
normalmente aquello que se extiende lo hace a costa de otra cosa, año a
año pierden sus campos mil cien productores rurales, cuyos terrenos caen
en las bocas abisales del latifundio. En 1963 un 19% de la población
vivía en el campo; en 1985 un 13%; para el 2004 bajamos al 8% y en el
2011 descendimos al 5%. Habida cuenta que no hay un pujante sector
industrial que absorba esta mano de obra, con toda evidencia queda
medrando en actividades no directamente productivas, en tanto en el
medio rural se deteriora el tejido económico y social.
La situación es un poco más funesta si pensamos que un porcentaje
considerable de esas tierras está en manos de extranjeros. Digamos, un
25% (según fuente interna de una de las mayores empresas agrícolas que
operan en Uruguay, el porcentaje es de un 40%). No podemos saber este
porcentaje con precisión, cada vez que opera en la compra una sociedad
anónima o un testaferro ¿Pero un gobierno, sea de izquierda o derecha,
no se preocupa por la pérdida de soberanía que significa entregar el 25%
o quién sabe cuánto del territorio a quién sabe quién?
Se preocupa, sí
señor. Hizo una ley que impide que las sociedades anónimas compren
tierras. La ley fue redactada. El problema es que aguarda, en un cajón, y
entre las polillas, a ser sancionada ¿Cómo es eso? Eso mismo le
pregunto al lector, pero sigamos, que hay mucha cáscara para rascar
sobre la llaga del latifundio. Si alguien duda de la magnitud de la
entrega, que atienda a este dato aportado por el Instituto Nacional de
Colonización: durante el 2010, el 83% de las hectáreas compradas en el
país quedaron en manos de extranjeros. En el 2011, y considérese que
estas cifras ya quedaron atrás, ocho empresas forestales poseían 720.000
hectáreas: Montes del Plata 250.000 y UPM 200.000. Es de suponer que en
un radio de 200 kilómetros de la tercera pastera, UPM haya comprado
ahora considerables territorios. Montes del Plata y UPM controlaban el
50% de la superficie forestada y esta característica se extendía al
resto de los principales rubros agrícolas. Mas, si la concentración de
la tierra en manos de extranjeros es escandalosa ¿qué decir de la
industrialización de los productos agrarios y su exportación? En el 2011
el 87% del procesamiento del arroz estaba en manos de brasileros. Los
10 frigoríficos más grandes concentraban el 70% de la faena y al menos 8
de ellos eran propiedad de extranjeros. En la madera, los extranjeros
concentran la virtual totalidad de los dos procesos. En la soja, de la
que sólo industrializamos un 5% (contra un 52 y un 71% que
industrializan Brasil y Argentina) cinco empresas extranjeras concentran
el 77% de las exportaciones.
¿Cuáles son los problemas derivados de la extranjerización de la
tierra, la producción industrial y la exportación de los productos
agrícolas? El primero de todos es la fuga de capitales. La renta
resultante no necesariamente se reinvierte en el país, por lo cual
podemos asistir a un crecimiento de "nuestras" exportaciones, pero ese
crecimiento no significa desarrollo (dejemos de lado el problemita de
las exoneraciones impositivas). Habría desarrollo si ese crecimiento
generara un encadenamiento productivo, si ese crecimiento fuera
dinamizador de nuestra economía. En síntesis, se produce aquello que es
rentable para otros y no necesariamente lo que nos beneficia. La
ganancia de esa producción vuela y además el productor extranjero no se
preocupa por la erosión del suelo a largo plazo (menos aún si arrienda,
algo común en la soja). Los países que han dado un salto desde una
economía agrícola a una economía industrializada, han reinvertido su
renta agropecuaria. Esos países no cargan la tara del latifundio, que en
los países atrasados, como en latinoamerica, es resultado, por un lado,
del proceso de colonización de las potencias ibéricas, y por el otro,
de la propia dinámica de la relación entre los países imperiales y los
países dependientes, relación que fortalece al latifundista y le permite
acrecentar su poder político. Los países imperiales nos venden
productos industrializados, inclusive nos venden la soja procesada, y
nosotros les vendemos bienes primarios, que constituyen el 75% de
nuestras exportaciones.
Pero al problema de la extranjerización de la tierra y su producción y
exportación de bienes, agreguemos los propios problemas emanados del
latifundio a secas. "La propiedad [de la tierra], en realidad, no debe ser de nadie; o más bien dicho, debe ser de todos, y la entidad que representa a todos es la sociedad". Acaso
el lector se sorprenda si le digo que esta frase no fue lanzada al
mundo por Vladimiro Lenin en la Rusia revolucionaria, sino por el Pepe
Batlle en el país del latifundio. Basta comparar esta consigna de un
colorado de principios del siglo XX con el actual discurso de la
izquierda del siglo XXI, para medir el retroceso ideológico en nuestro
país. La idea de la tierra como un bien público (así como el aire y el
sol) la debemos tomar en un doble sentido. Primero, por lo que significa
ante la inaguantable división de la riqueza, y segundo, en el sentido
de considerar la tierra como un bien dinamizador de nuestra economía y
de nuestra vida política. Un inteligente reparto de este recurso vital
permitiría reinvertir la renta agropecuaria, alentaría la producción
industrial reincorporando rubros abandonados y agregando nuevos,
atenuaría la inflación galopante, poblaría el campo y restablecería su
tejido social, crearía más y mejores puestos de trabajo, permitiría
cultivos más orgánicos y menos dañinos para el agua y la tierra y la
gente, aumentaría un mercado interno necesario para el desarrollo
inicial de cualquier actividad industrial, brindaría más ingresos al
Estado, volcaría a la Universidad a la necesaria tarea de aliarse con
los productores rurales para mayor beneficio del país y al convertirse
todo esto en una tarea nacional, activaría la dinámica republicana, y
aquí llegamos a lo que apuntábamos en el principio del artículo: las
causas de la derrota de aquella generación que luchó, con riesgo de su
vida, por la reforma agraria.
Aunque el FA haya erradicado de su discurso la imprescindible
reforma agraria, hay algo todavía más grave: el tema no está a la orden
del día; a la orden del día está esperar que todo este proceso de
extranjerización de nuestras riquezas y ruina de nuestra soberanía en
todos los sentidos, redunde en desarrollo, supongamos que para el día en
que le crezcan pelos a los huevos. Los gobiernos responden, también, al
orden de ideas que impera en una sociedad. El problema es el orden de
ideas que impera en la nuestra; el problema es que no advertimos las
consecuencias funestas del latifundio. Sin generar una masa crítica no
saldremos nunca del pozo, y viviremos al vaivén del precio de las
commodities. Poco importa quién acceda al gobierno; la clave está en la
creación, primero, de esa masa crítica, tarea que superó a aquellos
militantes por varios motivos, sea por una dictadura atroz, sea por la
incapacidad de analizar con cabeza propia la realidad. Cuando uno no
puede analizar los hechos, los hechos te sepultan como escombros que
arrojan los días a modo de experiencia.
Ya todos sabemos que en cuanto a ineficiencia y corrupción, nada
separa al actual partido de gobierno de los anteriores (sin mentar el
futuro gran papelón de la regasificadora, que superará a todos los
demás). Ya todos sabemos que en cuanto a pensar un nuevo modelo
educativo, nada separa al actual partido de gobierno de los anteriores.
Lo mismo sucede con el problema de la seguridad y con la clave de las
claves, emprender un modelo de desarrollo viable. Si el funcionario, o
quien fuere, no está armado con un arsenal teórico independiente, se
convierte en administrador de las teorías pensadas por otros. Si no
elaboramos un modelo nacional, el modelo será impuesto desde afuera por
las trasnacionales, que marcan el compás mientras se adueñan de nuestras
riquezas. Si no transformamos estos escombros diarios en material de
pensamiento de nuevas realidades, seguiremos vegetando a la sombra del
latifundio.
(1) ¿Quién va a entrar a robar ganado o a cazar una mulita allí
donde, entre los eucaliptus y pinos, sólo habitan cotorras y serpientes?
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