Indisciplina Partidaria
21 septiembre 2018
Por Hoenir Sarthou
En los años 60 y principios de los 70, las cosas eran claras: se era “de izquierda” o se era “de derecha”. Ese eje nítido tendía a subsumir cualquier otra dicotomía ideológica y, simplificando un poco, ponía de un lado a los partidarios del socialismo estatista y de la economía centralizada y planificada, y, del otro, a los partidarios de la propiedad e iniciativa privadas y de la economía de mercado.
Pasada la dictadura, quizá desde fines de los años 80 o principios de los 90, las cosas se hicieron menos claras. Apareció en debate otro eje: el de las libertades y derechos humanos e identitarios. Los “nuevos derechos” y las reivindicaciones identitarias (primero mujeres, luego gays, trans, minorías raciales, consumidores de marihuana, etc) conformaron el nuevo eje. Y en torno a él se perfilaron dos tendencias: la “tradicional- conservadora”, y la “liberal-progresista” (esos nombres no van a gustar a tirios ni a troyanos, pero de alguna forma hay que referirse a esas sensibilidades contrapuestas).
Lo complejo es que el surgimiento de un nuevo eje no anula al anterior. Así, hay gente “de derecha” que es liberal-progresista en las costumbres. Y hay izquierdistas que son tradicional-conservadores en materia de derechos y costumbres. Y viceversa en los dos casos.
Lo que definitivamente complica el panorama en esta segunda década del Siglo XXI es la aparición de un tercer eje, conformado en torno a la globalización.
La llamada “globalización” es un fenómeno todavía en curso, que no podemos describir del todo por falta de perspectiva. Tiene origen en la formidable acumulación de capital y de tecnología ocurrida entre fines del Siglo XX y comienzos del XXI. Por primera vez en la historia, ciertos intereses económicos particulares tienen la capacidad de tomar decisiones que pueden afectar al planeta entero.
Las políticas financieras, la tierra, el agua, los recursos energéticos y alimentarios, el valor del dinero, las guerras y el aparato militar, la situación ambiental, la información que circula por los medios formales e informales de comunicación, las políticas estatales, la investigación científica y social, los contenidos ideológicos implícitos en la formación impartida por muchas universidades, e incluso el discurso de los organismos internacionales (ONU, Banco Mundial, etc.), están cada vez más determinados por corporaciones económicas sin asiento territorial determinado. Además, una sofisticada ingeniería societaria hace difícil saber quién controla realmente a esas corporaciones.
Pero la globalización no es ya sólo un fenómeno económico. Los Estados –incluso los muy poderosos- son cada vez más débiles frente al empuje imparable de las corporaciones. Así, las decisiones políticas y los ordenamientos jurídicos se someten, a menudo sin violencia, a los tratados, los criterios de “gobernanza”, las normas y tribunales internacionales y los “protocolos de buenas prácticas” que promueven, financian y exigen las corporaciones como requisitos para recibir inversión y no quedar “aislado del mundo”.
No menos fuerte es la globalización ideológica y cultural. No hablamos sólo de publicidad o de influencia directa. Las donaciones, becas y proyectos de investigación financiados por ciertas fundaciones (Ford, Rockefeller, Soros, etc.) son en gran medida un traspaso de dinero del mundo corporativo al mundo académico e intelectual. Traspaso con condiciones, claro. Porque quien financia la investigación determina qué se investiga, y, a menudo, a qué conclusión se llega. No es de extrañarse, entonces, que en todas partes del mundo se impongan las mismas modas ideológicas y convicciones “científicas”. Si la financiación es la misma, las conclusiones tienden a ser las mismas. Lo cierto es que las convenciones ideológicas que rigen al mundo no son ya delineadas por los Estados o los gobiernos, sino por los “tanques de ideas” de las corporaciones y por los científicos, intelectuales y artistas financiados por ellas.
Pero toda acción genera una reacción. La globalización genera también resistencias locales que, a los efectos de este artículo, identificaré como resistencias “soberanistas”, porque, bajo la forma de movimientos de protesta, acciones judiciales, denuncias ambientales y afirmación de tradiciones culturales, reivindican la soberanía institucional, económica, ambiental y cultural sobre un territorio que, al menos en teoría, fue hasta hace poco un Estado. Lo que para el globalismo es “abrirse al mundo”, para el soberanismo es el avasallamiento del espacio republicano de decisión democrática y la destrucción de una tradición cultural.
La dicotomía globalismo – soberanismo, sin anular otros ejes ideológicos, explica algunas cosas. Por ejemplo, que gente que se proclama “de izquierda” se muestre proclive a la inversión extranjera, a la “apertura económica al mundo”, y confíe en organismos como la ONU o el Banco Mundial. O que gente que se considera “de derecha” abomine de la megainversión extranjera y reclame al Estado que la limite, la regule y le cobre impuestos. También explica otros cruces llamativos. Como que gente que es liberal-progresista en las costumbres desconfíe de la nueva agenda de derechos por su vinculación con el capital financiero global. O que gente tradicional-conservadora, como algunos de nuestros legisladores blancos, vote sin chistar la nueva agenda de derechos porque está respaldada por la ONU y cuenta con financiación corporativa.
En Uruguay, por el momento, no aparece explícito en el debate político formal. Ninguno de los partidos con peso parlamentario se proclama antiglobalista o soberanista.
Sin embargo, el tema late con fuerza en ciertos reclamos ciudadanos y lo hará más en los conflictos sociales, ambientales, tributarios, jurídicos, educativos, culturales, tecnológicos y laborales que se adivinan para un futuro nada lejano.
Quizá la pregunta sea cuánto tardaremos en asumirlo y en referirnos a él con nombre y apellido.
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