Pasividad social ante la crisis hídrica
Raúl Zibechi, Brecha
Algunos nos preguntamos por qué no estamos ante una fuerte reacción popular y ciudadana cuando el Estado lleva dos meses proporcionando agua no potable, violando su obligación constitucional y desconociendo lo que espera toda la población. ¿Será que la irresponsabilidad del sistema político y de los gobernantes tiene su contracara en la resignación ciudadana? Todo indica que aquel aserto de que los uruguayos somos mansos con los de abajo y rebeldes con los de arriba quedó desactualizado por los cambios culturales en curso.
No resulta sencillo encontrar respuestas, ya que las razones de fondo de la escasez de agua potable se deben al cambio climático y al llamado modelo productivo, el extractivismo. El primero parece no depender de nadie, no habría responsables más allá de un sistema que descuida la naturaleza y del cual, de algún modo, la humanidad entera es responsable, aunque con cuotas muy diferentes.
El segundo es más inasible aún. Es el gran olvidado de los debates actuales, quizá porque nadie está dispuesto a poner en cuestión la forestación y los monocultivos que contaminan las fuentes de agua y las sobreexplotan. Menos aún en año preelectoral. De modo que, como dijeron tanto el presidente como el principal referente de la oposición, solo cabe esperar que llueva, mirar hacia el cielo sin mentar, claro está, la palabra resignación.
Sin embargo, hay protestas. Durante el primer mes fueron casi diarias, protagonizadas por jóvenes «autoconvocados», con modos y formas propias de las movilizaciones feministas. Hubo concentraciones, asambleas en espacios públicos, volanteadas, cortes de calles, actuaciones musicales, todas con un perfil performativo. Inicialmente se convocaron en el Centro, pero luego fueron dispersándose en los barrios. Salvo el sindicato de OSE, el movimiento sindical estuvo casi ausente, el Frente Amplio (FA) ignoró las protestas y las organizaciones que habían estado en las calles durante la crisis de 2002 (cooperativas de vivienda y la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay) no se dieron por enteradas.
La incipiente protesta fue encapsulada exitosamente por las grandes organizaciones de la izquierda electoral e institucional. Lo sintomático y preocupante es que en una situación de falta de agua potable, que puede instalarse como habitual en el futuro, los cientos de personas que se movilizaron fueron conscientemente aisladas por los medios, incluyendo los progresistas, estableciendo una suerte de cortafuegos con el amplio sector de la sociedad susceptible de protestar.
RAZONES DE FONDO
El pragmatismo juega un papel decisivo en la desmovilización, por lo menos en este caso. Es un pragmatismo diferente al de medio siglo atrás, cuando en los conflictivos años sesenta el sector mayoritario de la CNT sofrenaba las luchas para canalizar la energía colectiva hacia el terreno electoral, dirimiendo en las urnas lo que solo podía transformarse en las calles.
La historia se repite, como lo enseña el debate en la coalición opositora sobre la posibilidad de recoger firmas para someter a plebiscito la reforma jubilatoria, en la que aparece empeñado el PIT-CNT. La ironía es que, ahora, los radicales de antes pasan a actuar como bomberos del conflicto social. «Cualquier elemento que distorsione las posibilidades de cambio, que desordene la lucha y fragmente la unidad necesaria para cambiar las mayorías, puede ser un error imperdonable», sostiene un documento interno del MPP difundido por El Observador.
Según esta visión, compartida por buena parte del FA, no es necesario remover las aguas porque el desarrollo de la coyuntura devolverá, casi naturalmente, la izquierda al gobierno. En suma, no hay que hacer olas porque pueden salpicar en direcciones perjudiciales para la acumulación de votos dentro de un año. Debería aclararse que la reforma jubilatoria es rechazada por toda la coalición, que, sin embargo, no podrá modificarla en caso de llegar al gobierno, salvo el improbable caso de que obtenga mayoría absoluta en el Parlamento.
Más allá del evidente pragmatismo, lo que aparece ahora es una relación diferente entre la izquierda y el conflicto social, una mutación progresiva que resulta difícil fechar. Décadas atrás, por lo menos hasta la aprobación de la ley de caducidad en 1986, la izquierda apoyaba sin vacilaciones el despliegue de las luchas y movilizaciones de las organizaciones sociales, en la convicción de que vertían aguas para su molino. Posiblemente fue en agosto de 1994 cuando se gestó el viraje: durante el conflicto en el entorno del Hospital Filtro por la extradición de ciudadanos vascos, los dirigentes del FA acudieron –a regañadientes– a solidarizarse con la movilización, y percibieron que la radicalidad de la calle podía quedar fuera de control y hasta volverse en contra del crecimiento electoral.
ELOGIO DEL CONFLICTO
En realidad, es una cuestión de orden. Como sugiere Denis Merklen en Brecha (7-VII-23), podemos estar ante el comienzo de un serio divorcio entre la izquierda electoral y la izquierda social. En Francia, las manifestaciones contra la reforma de la seguridad fueron impresionantes, «las más concurridas en muchos años», y, aunque «no tuvieron efecto político alguno», desgastaron al gobierno y probablemente engrosaron el caudal electoral de la izquierda. Pero la rebelión de los barrios populares a raíz del asesinato policial de un joven de origen argelino, que llegó al extremo del incendio de comisarías, puede favorecer a la ultraderecha en una sociedad que reclama orden y presencia policial.
Sin ir tan lejos, es evidente que el conflicto social, cuando no está controlado por las instituciones de la izquierda, desde las sindicales hasta las partidarias, puede tener efectos contraproducentes, según la lectura que se hace desde esas instancias.
Quedan en el tintero dos cuestiones decisivas: que el conflicto social tiene la enorme virtud de visibilizar aquello que la calma societal y los grandes medios ocultan en la espesura de la cotidianeidad, y que eliminar el conflicto puede conducirnos hacia la barbarie, porque nos bloquea en el presente, como apunta el psicoanalista Miguel Benasayag, para quien «el elogio del conflicto, lejos de celebrar el enfrentamiento, afirma el principio mismo de toda emergencia de lo nuevo, de toda creación».1
Por eso, considera que «el elogio del conflicto» equivale al «elogio de la vida». De ahí puede deducirse, claramente, hacia dónde estamos caminando como sociedad.
1. Miguel Benasayag y Angélique del Rey, Elogio del conflicto (vol. 2), 90 Intervenciones, pág. 122.
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