El gordo la tenía apretada contra la puerta. Una mano le aferraba la nuca, firmemente, y la otra, menos diestra, se escurría como una araña borracha debajo de la minifalda. Ella jugaba a resistirse, entre susurros de alcohol y cigarrillos negros, sin filtro. La música sonaba estrambótica y rítmica, al son de sus jadeos y el jaleo de la muchedumbre. Los golpes en la puerta cortaron en seco la cadencia, inoportunos, impertinentes. Los gritos histéricos del dueño de la casa -responsable intelectual y organizador de aquella inconmensurable parranda doméstica- lo demandaban.
- ¡Gordo, soy yo!... ¡Abrí la puerta gordo!... ¡Es Juliana, no sé que le pasa!
Ni bien escuchó aquel nombre -Juliana era su novia- la ardorosa pasión que lo hería de momento suturó, y cicatrizó ni bien terminó de subirse la cremallera.
- ¿Qué pasa? -abrió la puerta de manera intempestiva, exponiendo a la señorita de la fiesta a las miradas torcidas de su socio de juergas.
-Esteee... no, no sé, llamó Juliana por teléfono -dijo el anfitrión, recuperando el hilo de la idea, perdida ante aquella sugestiva imagen femenina a medio vestir- dice que un montón de milicos están alrededor de tu casa. Está desesperada... ¿Qué está pasando gordo? -inquirió, tratando de mirarlo a los ojos, aunque haciendo foco en la mujer, que se arropaba presurosa y tambaleantemente al fondo de la habitación.
El empellón del gordo -que salió en un salto, abotonándose la camisa escaleras abajo- no logró que su amigo desclavara los ojos de la desconcertada señorita.
Como una ráfaga (una abultada ráfaga) el gordo cruzó el living entre las alocadas contorsiones de la muchedumbre, que bailaba al repetitivo son de una de esas estúpidas canciones argentinas de moda en los sesenta. Por fin encontró el saco y salió a la vereda, tanteando a la carrera las llaves del Lotus. En un bramido, el motor de la cupé recién traída de su último viaje a Londres anunció su ignición a toda la barriada. De cero a cien en cuatro segundos, en veinte estaba en la rambla. Dejó atrás a Pepe y los demás curiosos que seguían preguntando desde la vereda. La costanera, desierta a aquella hora de la madrugada, pasó como una sombra de neones, angustiosa y atenazante a través de sus ojos inyectados en alcohol. No podía pensar. No entendía nada. ¿Milicos en casa? ¿Qué están buscando?
En cinco minutos estaba en Malvín. No pudo llegar a su casa. Una camioneta de la policía cortaba la calle. Se bajó del auto presurosamente e intentó abrirse paso entre los efectivos policiales armados a guerra, con armas largas, apostados en plena calle. Fue interrumpido por la voz firme del oficial, que de paso amenazó con disparar.
- ¿A dónde va? ¿No ve que está en el medio de un procedimiento policial? -se acercó vociferando el policía, de civil, con el 38 en la mano.
-Voy a mi casa. El procedimiento policial es justamente en mi casa. -respondió el gordo, e intentó seguir su camino pero no pudo, un malón de policías le cayó encima ni bien dio el segundo paso.
Cuando Juliana abrió la puerta se encontró al gordo entre un montón de milicos.
El comisario -en tono autoritario- ordenó que revisaran todo, ante la mirada incrédula de la mujer, que no sabía como reaccionar ante aquella situación. Entonces habló el gordo, seguro de sí mismo.
-Si me dice que es lo que buscan capaz que los puedo ayudar -entredijo, patinando un poco las palabras.
El comisario prendió un cigarrillo y tiró el fósforo en el hall de entrada.
-Armas -respondió secamente, sin mirarlo- buscamos armas...
-Bueno, hubieran empezado por ahí -interrumpió el gordo -yo tengo una colección de armas de la segunda guerra. Están en una vitrina de la buhardilla...
En ese momento apareció el agente, que declaró ante el comisario el hallazgo.
-Encontramos el arsenal señor. Estaba en un berretín allá arriba, en el techo.
- ¿Qué berretín? ¿De que mierda de berretín habla? Es una buhardilla... -protestó el gordo, maldiciendo en un vaho aguardentoso que provocó la inmediata reprobación de Juliana, de pie a su lado.
-Decíme vos, ¿No era que ibas a una reunión de trabajo a lo de Pepe?
Sin verla, restándole importancia a su propia respuesta e inquiriendo en cambio al oficial -que miraba disimuladamente hacia otro lado- el gordo, desconcertado, respondió que efectivamente, había sido una reunión de trabajo, pero que luego de firmar los contratos brindaron e inevitablemente se habían tomado algunas copas.
- ¿Ah si? ¿Y la música, y las voces de mujeres que escuché por teléfono qué eran?
-respondió ella ofuscada - ¿Vos te crees que soy idiota?
-Bueno, en realidad...
El comisario cortó las increpaciones de la mujer dirigiéndose al gordo, que balbuceaba una respuesta ininteligible.
-Lamentablemente, y en función esto que hemos encontrado, nos va a tener que acompañar a la Jefatura.
-¿Qué qué? -preguntó el gordo, contrariado ante tanta adversidad.
-No pregunte, su estado etílico le impediría comprender cualquier respuesta, vamos -dijo y ordenó que cargaran al detenido -que protestando confusamente se alejaba, escoltado por dos milicos- y las armas en el furgón.
Mientras el comisario convencía a la mujer -en la puerta y en bata- de que aquello era una mera formalidad, un procedimiento rutinario, apareció el agente.
-Señor, dada la cantidad de armas y el tamaño del detenido estamos impedidos de estibar todo en el furgón.
Entonces el comisario, intentando apaciguar los ánimos de la mujer ordenó que el detenido fuera hasta la Jefatura en su propio auto.
- ¿Ve? No hay nada que temer. Sabemos que ustedes no son sediciosos -le dijo en tono paternal a la mujer mientras estrechaba su mano- de cualquier manera tenemos que asegurarnos, es sólo un trámite de averiguaciones.
Cuando al gordo le dijeron que podía ir en su auto también se sintió más tranquilo.
Se subió al Lotus rojo, impecable, y siguió la marcha de aquella procesión de vehículos que se dirigían hacia el centro de la ciudad. Mientras tanto pensaba, evaluaba, los riesgos de concurrir allí sólo, sin un abogado. De a poco se fue tranquilizando, él no tenía nada que ver con la guerrilla, ni con la jodida situación política que vivía el país. Después de todo no era más que un comerciante, próspero y desideologizado. Seguro que en un par de horas estaría afuera.
Luego de estacionar la nave fue conducido por los funcionarios hasta el ascensor, por el que subieron hasta el tercer piso de la Jefatura. Por los estrechos y laberínticos pasillos se cruzó con varios detenidos, esposados, encapuchados, de plantón.
- ¡No se puede mirar! -el rugido del oficial le erizó los pelos- ¡Baje la vista inmediatamente!
El gordo acató y puso la vista en los pies mientras lo metían en un cuarto pequeño, sin ventanas. Nomás había una bombita, pelada, sobre un enclenque escritorio.
El cuarto estaba vacío y despojado de cosas. La pintura celeste de las paredes se descascaraba de a poquito en pequeñas grietas. Al tiempo que un agente le tomaba los datos, burocráticamente, el otro le ordenaba sacarse el cinturón y los cordones de los zapatos. También le sacaron la abultada billetera y las preciadas llaves del Lotus. Lo sentaron en la silla y se fueron, bromeando sobre el paseo que iban a hacer en auto. Él se quedó sólo, sentado y resacoso frente a la nada, bajo una bombita de 40 watts. Tenía sed, y mucha necesidad de evacuar la vejiga.
Extrañamente le habían dejado puesto el reloj a cuarzo que había comprado en Paris -parecido al que usaba el 007- por lo que pudo percatarse del paso de las horas.
Tres horas y cuarto pasaron hasta que se abrió la puerta intempestivamente. Era el oficial, con cara de pocos amigos. Se sentó enfrente de él, entonces desplegó una carpeta con fotos y papeles y empezó el interrogatorio.
-Usted dice llamarse Piaggio, Juan Andrés Piaggio ¿Verdad?
-Así es, sí... disculpe usted... ¿existe la posibilidad de que pueda ir al baño?
El oficial respondió con un cachetazo de revés que lo tiró de la silla.
-Ahora tenga la amabilidad de decirme su nombre de guerra -dijo el policía en tono sereno.
El gordo, en el piso, se sobresaltó al escucharlo decir eso.
- ¿Qué me está preguntando? ¿Está loco?
-Mire Piaggio, alias "Rojo", alias "Ernesto", o como quiera que se llame, yo no estoy loco, y le comunico que lo tenemos sindicado como sospecho de colaborar con una de las organizaciones terroristas que están asolando nuestra patria. Sabemos que todas esas armas eran para ellos.
- ¿Pero que dice? Las armas, ya le dije antes, son parte de mi colección personal, estaban en una vitrina.
- ¿Ajá? Y supongo que las balas también son parte de su colección...
El gordo se agarró la cabeza y refregó ambas manos por la cara en un claro gesto de hastío. El oficial le comunicó que aquello recién empezaba, que el interrogatorio podía ser rápido y poco doloroso en la medida que él cooperara. El interrogado no daba crédito a lo que sus oídos escuchaban.
Luego de una hora y media de preguntas que nada tenían que ver con él y su vida, y mucho con la situación política del país, el oficial Lombroso prendió un cigarrillo.
-No mienta más, no le conviene seguir con esta farsa -dijo, lanzándole el humo al rostro.
El gordo lo miró desafiante.
-Soy asmático -dijo- y no miento.
-Sin embargo a tu noviecita le mentiste. ¿Porqué te tengo que creer?
-Lo mío y lo de mi novia es mi problema en todo caso. Creerme o no es una cuestión suya. -respondió el gordo, envalentonado.
-Estos marxistas, no se por qué se creen tan inteligentes, con sus respuestas extravagantes, con sus frases complicadas...
-Yo no soy marxista -interrumpió el detenido, cada vez más soliviantado.
-Ah, ¿sos tupamaro?
-No.
-¿Sos anarquista entonces?
-¡No!... ¿Puedo ir al baño? Me meo...-intentó el gordo, desesperado.
-Decíme una cosa, quiero que me respondas con la verdad. La pura verdad. De tu sinceridad depende que vayas al baño o no ¿entendiste? Que quedes libre o no...
-Sí, dígame...
-No me vayas a cagar gordito ¿eh? Con vos me la estoy jugando en la confianza... la verdad quiero...
-Sí, déle, pregunte...
-A ver, si yo te doy a elegir entre los tupamaros y Pacheco ¿Vos a quién preferís? Respondé la verdad y nada más que la verdad -insistió el policía mientras se acicalaba el pelo y se arqueaba contra el respaldo de la silla, descontracturándose.
El gordo pensó unos instantes. Sabía que no podía responder mintiendo y largó impulsivamente.
-A los tupamaros, obvio.
El oficial suspiró profundamente. Tiró el cigarrillo al piso y lo apagó con la suela del zapato. Se levantó de su silla y tomó el saco apoyado en el respaldo.
-Tu respuesta es la incorrecta -dijo y cerró la puerta tras de sí.
Poco rato demoraron en aparecer los milicos, que se lo llevaron directo al Centro de Instrucción de Oficiales de Reserva, sin pasar por el baño. Allí estuvo siete meses y veintitrés días. Cuando salió en libertad ya era comunista. Lo sigue siendo hasta el día de hoy.
FEDERICO LEICHT
*Una historia real: a la hora 2:00 del 24 de junio de 1969, el gobierno de Jorge Pacheco Areco (Uruguay) implantó Medidas Prontas de Seguridad. Además, puso en práctica un plan general para detener a dos mil cuatrocientos militantes sindicales, estudiantes, políticos y a sus familiares. El operativo no tuvo contemplaciones, miramientos ni recaudos. Toda persona sospechosa fue detenida. A falta de espacio, muchos fueron recluidos en la Jefatura de Policía de Montevideo, en el Centro de Instrucción de Oficiales de Reserva, en cuarteles del Ejército y bases de la Armada y la Fuerza Aérea, así como en establecimientos de Salud Pública. El siguiente relato está basado en el testimonio de uno de esos "elegidos". Los nombres fueron cambiados con el fin de preservar la identidad del/los protagonistas.
postaporteñ@__________________
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