viernes, 5 de febrero de 2021

La memoria perdida de la revolución haitiana



Por Eduardo Grüner


La revolución haitiana fue la primera en declarar la independencia en toda Latinoamérica pero también fue la más radical en términos sociales y políticos en tanto fueron las clases más explotadas, los esclavos negros, quienes la protagonizaron, expulsando al poder colonial y fundando una nueva nación sobre la base de una transformación profunda de las relaciones de producción. Tal vez por esas singularidades, analiza Grüner, el capitalismo mundial parece haberse querido tomar una violentísima venganza contra Haití y la cultura dominante ha procurado borrar su historia, que, sin embargo, sigue viva en todos los géneros de la cultura crítica y resistente.

 

La barbarie de la ocupación de Haití por las fuerzas de la Minustah[1] no es más que el último acto (por ahora) de la tragedia histórica permanente que ha sufrido ese país. Por solo quedarnos en el siglo XX, hay que recordar que no es la primera vez que Haití es ocupada por tropas extranjeras “imperiales”. Ya en 1915 / 16 (se está cumpliendo un siglo) los EEUU la ocuparon durante dos largas décadas. Después, el pueblo haitiano tuvo que sufrir la larga y feroz dictadura proto-fascista de los Duvalier, por supuesto sostenida igualmente por el imperialismo norteamericano. Hace algunos años, como se recordará, se abatió sobre Haití un espantoso terremoto cuyo número exacto de víctimas es todavía desconocido, pero que hay que contabilizar en quizá cientos de miles. Etcétera, etcétera.

Es decir: Haití vive en estado de catástrofe humana permanente. Se trata de una sociedad sumida en la miseria, la explotación y la degradación más extremas, que está absolutamente inerme para afrontar “desastres naturales” que en otras sociedades pueden ser perfectamente controlables.

Esto debe tener algo que ver con la historia de un capitalismo mundial que parece haberse querido tomar una violentísima venganza contra lo que podemos denominar la singularidad “anómala” de una nación cuya propia historia es el testimonio extremo del desarrollo del capitalismo colonial-imperialista en el continente americano. Más que “singularidad”, diríamos singularidades, pues hay varias.

En primer lugar, una singularidad histórico-política. En la historia de América Latina y el Caribe, la primera declaración de independencia –para el caso respecto de su propia potencia colonial, Francia- fue en 1804, y fue la haitiana. En el 2004 nadie, salvo Cuba, celebró ese bicentenario. Este “olvido”, además de que puede atribuirse a un “lapsus” decididamente racista (como se sabe, la mayoría de los haitianos y haitianas son descendientes de los esclavos que fueron forzadamente “importados” de África para sustituir a los pueblos originarios de la isla entonces llamada Saint-Domingue, que habían sido totalmente exterminados),  la revolución haitiana no solamente fue la primera, sino la más radical en un sentido social y político, porque fue la única en la cual las clases (y “etnias”) explotadas por excelencia, los esclavos negros, lograron tomar el poder, expulsar a la ocupación colonial, y fundar una nueva nación sobre la base de una transformación profunda de las relaciones de producción, que desde luego no podía desembocar en algo así como el socialismo (en 1804 en ninguna parte del mundo, mucho menos en Haití, estaban dadas las condiciones para semejante utopía), pero sí, al menos programáticamente, en una suerte de “república social” –probablemente la más igualitaria del mundo de entonces- de pequeños propietarios campesinos, muy semejante a la que sueña Rousseau en El Contrato Social. La haitiana fue pues, además de una revolución política y anticolonial, una revolución social en toda la línea, como no lo fueron los otros movimientos independentistas, que se limitaron a un recambio de las autoridades coloniales por las burguesías “criollas” emergentes (y casi siempre creándose una nueva dependencia de alguna otra potencia colonial, por ejemplo Inglaterra), y donde las masas no fueron las auténticas protagonistas del proceso –como sí ocurrió en Haití-. Y ello para no mencionar que en Haití se trató del único caso en toda la historia de la humanidad de una rebelión de esclavos triunfante.

 

“La marcha” ( 1995) por Jacob Lawrence. Courtesy DC Moore Gallery. Fuente: https://www.culturetype.com

 

El experimento duró muy poco, y no por responsabilidad exclusiva de la dirigencia política haitiana, que también existió, sino en gran medida por el bloqueo feroz al que fue sometido por parte del mundo occidental, incluyendo el pago de una gigantesca indemnización al Estado francés en concepto de pérdidas de propiedad (a saber, la de los esclavos), que se terminó de saldar… ¡en 1947!, arruinando para siempre la economía haitiana y transformándola en una de las sociedades más injustas y miserables del mundo entero-. Es decir: no importa cuán fracasado haya resultado el “experimento” a la larga, esa revolución “imposible” (impensable, la llama el gran historiador haitiano Michel-Rolph Truillot) había triunfado, y el capitalismo de ninguna manera podía permitir que ese “mal ejemplo”, que en su momento provocó una verdadera ola de terror en las potencias imperiales, permaneciera impune. Y sin olvidar, de paso, que fue por la decisiva ayuda del gobierno haitiano (en dinero, hombres, armas y protección personal) que Simón Bolívar pudo llevar adelante su propia campaña emancipadora.

El hecho es que la revolución haitiana causó una conmoción mundial de gigantescas proporciones, cuya verdadera dimensión hoy hemos olvidado, puesto que lo que se nos muestra de Haití es su situación actual, de miseria y degradación extremas. Pero en 1804, el mundo entero hablaba de Haití. Piénsese: aparte de lo ya dicho, fue el primer país americano que logró abolir la esclavitud, incluso mucho antes de conquistar la independencia. En efecto, en 1794 la revolución haitiana avanzaba con tal fuerza que terminó obligando a la Asamblea Nacional francesa a emitir un decreto, firmado por el propio Robespierre, aboliendo la esclavitud en todas las colonias francesas (la esclavitud fue restaurada en 1802 por Napoleón, salvo justamente en Haití, donde el “emperador burgués” envió una fuerza militar gigantesca que sufrió una derrota ignominiosa a manos de esos esclavos desarrapados, armados con poco más que machetes: hasta Vietnam no volvería a suceder un acontecimiento tan extraordinario). 

Lo cual merece, de paso, una reflexión “historiográfica” crítica. Ya desde la escuela primaria se nos ha dicho mil veces que la influencia del ideario de la Revolución Francesa fue decisiva para nuestras independencias americanas: la consigna Libertad / Igualdad / Fraternidad sería pues algo así como un artículo de exportación filosófico-político desde el Centro civilizado hacia las periferias “bárbaras”. Y en muchos casos esa influencia es innegable. Pero con el caso Haití estamos, aunque suene inverosímil, ante una influencia inversa. Porque la Revolución Francesa –que había emitido ese gran documento llamado Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano- no tenía originariamente ninguna intención de abolir la esclavitud en sus colonias, y mucho menos en Haití, por la sencilla razón de que (y es otra cosa que hoy parece inverosímil) Haití, que era por lejos la colonia más rica de todas las americanas, proporcionaba a Francia más de la tercera parte de sus ingresos, gracias a la superexplotación de la fuerza de trabajo de los esclavos. Fue entonces la revolución haitiana la que, por así decir, obligó a la francesa a ser consecuente con sus propios principios “universalistas”, que habían quedado truncos (aunque, por cierto, sin por ello otorgar a la colonia su independencia, para lo cual hubo que esperar a 1804, cuando la independencia no le fue “otorgada”, sino que fue arrancada por la revolución, al precio de unos 200.000 esclavos muertos: el precio en vidas de lejos más alto que tuvo que pagar cualquiera de las revoluciones independentistas: otra “singularidad”, pues, esta vez siniestra). Por eso es que alguna vez me atreví a escribir que la revolución haitiana es más francesa que la francesa… pero porque es haitiana.

 

 

“Ahora todos somos negros” (1995) por Juan Carlos Romero. Con esta obra gráfica, el artista argentino Juan Carlos Romero (1931-2017) homenajeó a la Revolución Haitiana, la más radical de todas, en el contexto de los bicentenarios de las independencias latinoamericanas. Foto: Archivo CCMH Conti

Hay, en segundo lugar, una doble singularidad histórico-filosófica. En 1807 (tres años después de la independencia haitiana) se publicó una obra absolutamente fundamental para la filosofía europea moderna, la Fenomenología del Espíritu de Hegel. Esa obra incluye una célebre Sección Cuarta sobre la así llamada “Dialéctica del Amo y el Esclavo”, que en los últimos dos siglos ha producido bibliotecas enteras de exégesis e interpretaciones. Pues bien, ya ha sido exhaustivamente demostrado –sobre todo a partir de ese texto pionero que es Hegel y Haití, de Susan Buck-Morss- que Hegel tomó su inspiración de la revolución haitiana, a la que conocía y había estudiado, y donde efectivamente su razonamiento de alta abstracción filosófica sobre la “lucha por el reconocimiento” entre el Amo y el Esclavo se había hecho realidad material, anticipando en la historia concreta su especulación teórica. De más está decir que el texto de Hegel tuvo mucha influencia sobre Marx, pero por supuesto también Marx quería bucear la problemática en la historia material, y no solo en la filosofía. Donde aborda más sistemáticamente la cuestión es en el capítulo XXIV de El Capital, en el que analiza el rol importantísimo de la explotación de la fuerza de trabajo esclava o semi-esclava en América para la denominada “acumulación originaria de capital” a nivel mundial.

Y luego tenemos una singularidad literaria y cultural de primera importancia, que deriva directamente de la revolución. Durante todo el siglo XIX, y a partir de la década siguiente a la independencia, encontramos por todas partes –aunque por obvias razones especialmente en Francia- novelas, narraciones cortas, obras de teatro y poesías que de una u otra manera se refieren a la esclavitud negra y la revolución haitiana, y no en las plumas de cualquiera: Victor Hugo, Prosper Merimée, Eugéne Sue, Arthur Rimbaud, etcétera. En el siglo XX esta corriente continúa, tanto en Europa como ahora también en Latinoamérica: allí tenemos (para solo nombrar un par de ejemplos entre muchísimos) novelas célebres como El Reino de Este Mundo o El Siglo de las Luces, de Alejo Carpentier, con sus referencias explícitas a la revolución haitiana. Además, desde los años 20 y 30 del siglo XX se desata en París –lanzado por el gran poeta negro de origen antillano Aimé Césaire- el gran debate sobre el concepto de négritude, que a su vez proviene directamente de la primera Constitución Haitiana de 1805, donde figura ese curioso Artículo 14 que decreta que todos los ciudadanos y ciudadanas haitianas, cualquiera sea el color de su piel, serán denominados negros (un cachetazo irónico a la Declaración de la Revolución Francesa, para la cual, como hemos visto, la “universalidad” de los Derechos Humanos, tenía un límite bien particular, hasta el punto de que ese límite tenía color: el negro, justamente). 

La polémica sobre la “negritud” –en tanto reivindicación cultural, estética, literaria y política- continuará a todo lo largo del siglo: a fines de la década del 40 se publica una gran antología de poetas negros (tanto africanos como afroamericanos), con un prólogo de Jean Paul Sartre, que asimismo levanta el valor estético y político de la “negritud” y donde se habla de la revolución haitiana. Sartre retomará nuevamente la cuestión en otro prólogo, aún más famoso, a Los Condenados de la Tierra de Frantz Fanon. Durante la década del 60 el tema de la “negritud” asociado a la revolución haitiana será un eje central en las luchas del Black Power y de los Panteras Negras en EEUU (donde pervive hasta el día de hoy en el movimiento Black Lives Matter), y muchos músicos negros de jazz adoptan la “negritud” como bandera, a veces explicitando su relación con la revolución haitiana (como sucede, por ejemplo, en la suite jazzística Haitian Fight Song de Charles Mingus). A principios de la década del 70, una importante novela del premio Nobel inglés Graham Greene, Los Comediantes, se sitúa en Haiti e incluye referencias a cómo persiste la memoria de la revolución bajo la dictadura de Duvalier (fue llevada al cine con Richard Burton y Elizabeth Taylor). Hacia la misma época se estrenó Queimada, un celebérrimo film de Gillo Pontecorvo, protagonizado por Marlon Brando, y que es una obvia alegoría de la revolución haitiana. En las últimas dos décadas  ha despuntado en la cultura afrocaribeña un nuevo capítulo de la discusión que confronta la négritude con la idea de créolité (“criollidad”), en nombres como los del filósofo martiniqueño Edouard Glissant y el premio Nobel de Literatura de 1994 Derek Walcott, autor de una trilogía dramática sobre el líder de la revolución haitiana Toussaint L’Ouverture (a quien, dicho sea de paso, le ha dedicado un disco el músico mexicano Carlos Santana), así como su monumental poema épico Omeros, una trasposición de la Ilíada a la historia de la esclavitud negra y la revolución haitiana.

Como se puede ver, en todos los géneros de la cultura crítica y resistente la historia de la primera y más radical de nuestras revoluciones sigue bien viva. Es solo en la cultura dominante (es decir, la de las clases dominantes y el imperialismo) que esa historia ha intentado ser “borrada del mapa”, y que se intenta amputar esa imagen y esa memoria de la actual catástrofe. La profunda significación de esa historia debe ser restituida, para que vuelvan a reactivarse aquel orgullo y combatividad.

Fuente: https://revistaharoldo.com.ar/nota.php?id=576 







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