La Diaria Lento 2 octubre 2021
Guillermo Garat
Unos 15.000 escolares que se alimentan en comedores escolares tercerizados no pueden pedir un segundo plato de comida, aunque la necesiten y sea la única que reciben en el día. Empleados celan los panes como lingotes de oro, retacean las frutas, sirven comida cruda o tiran bolsas de pan que luego las madres recogen de la basura..
—Maestra, ¿por qué están pesando la comida y no puedo repetir? —preguntó a su maestra Romina, una niña de quinto año, a fines de junio. Judith es maestra comunitaria en un barrio montevideano donde la mitad de los escolares no asiste a clase cuando llueve porque no tiene calzado para resguardar los pies de las mojaduras.
La maestra prefiere que no se publique su nombre real ni el número de su escuela, al igual que otras consultadas para este reportaje. “El uso indebido o mal uso de la información generada [...] en el marco del desempeño de la función puede configurar responsabilidad funcional”, amenazó la circular 12/20 de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP), de mayo del año pasado.
Los niños grandes, como Romina —cuya familia tiene serias dificultades para llenar platos con comida—, vieron por televisión el debate sobre las raciones que sirven los comedores tercerizados a los que asisten. La diputada frenteamplista Lilian Galán acusó al Programa de Alimentación Escolar y a Delibest —una de las tres compañías que sirven a 15.000 escolares a diario en Montevideo, y en menor medida en Maldonado y Canelones— porque no dejan repetir el plato a los niños. Denunció que llamaban a las escuelas para decir que no se podía repetir. Robert Silva, presidente de la ANEP, lamentó que la oposición usara eventuales problemas en el servicio para obtener “mezquino rédito político”.
Pero Romina y quizá otros miles —quién sabe cuántos, nadie audita cuántos niños duermen con la panza vacía— se quedaron con hambre mientras la discusión política zarandeaba sus cinturas discursivas.
Unos 176.000 menores de 17 años viven por debajo de la pobreza monetaria, un miserable parteaguas económico en el que se encuentra un quinto de la población de esas edades y casi un tercio de los menores de tres años. El año pasado 35.000 nuevos niños y adolescentes conocieron ese rasero indigno o volvieron a caer entre las carencias de la pobreza monetaria, según el último informe del Observatorio de los Derechos de la Niñez y Adolescencia. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), en cada centenar de uruguayos seis padecen “inseguridad alimentaria grave”.
En la Comisión de Hacienda y Presupuesto de Diputados la directora de la educación primaria, Graciela Fabeyro, negó la desnutrición en Uruguay. “Lo que tenemos es malnutrición”, dijo convencida.
Las autoridades de la educación (de ayer y de hoy) y organismos internacionales trazan la media: el problema de la alimentación infantil es la mala calidad de los comestibles: exceso de grasas, azúcares, obesidad, etcétera. La malnutrición llena el continente de la media incuestionable: hay mala nutrición por exceso. Pero entre los quintiles más bajos la fineza metodológica se desvanece.
Tres empresas tercerizadas con dos empleados desbordados por escuela —no todos, no siempre— celan los panes como lingotes de oro, retacean las frutas, sirven comida cruda, les sacan cremas de las manos a los niños o tiran bolsas de pan que luego las madres recogen de la basura. No en todas las escuelas. En las menos. Pero en muchas entre quienes más lo necesitan, en varias donde las “tercerizadas” cocinan o cuecen algo más o menos parecido a comida.
“Si en alguna escuela se recibe algún mensaje de que los niños no pueden repetir, ustedes deben saber que las bandejas de los tercerizados tienen el peso y los nutrientes necesarios por edades. Entonces, a veces tampoco es adecuado repetir para saciar la sensación que el niño tenga”, se explayó Fabeyro en el Parlamento.
La sensación que niños como Romina tienen, según la FAO, se llama hambre: “una sensación física incómoda o dolorosa, causada por consumo insuficiente de energía alimentaria”. Esa sensación se siente en algunas escuelas, sobre todo en las de la periferia de Montevideo, donde si niños y adolescentes no comen otro plato se desencadena la miseria, la inequidad, el dolor. Una mezquindad que parecía desterrada.
Una directora de esas escuelas dice que no hay niños con gula, sino niños que comen una sola vez en el día, en la escuela.
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Romina se está estirando, es de las más altas de su clase. En su casa la comida habitual es la torta frita, el mate y la vianda que su madre consigue en una olla popular. Cuando la niña vio a Fabeyro en la tele diciendo que no podían repetir se enojó. Nadie le había explicado por qué no podía repetir y ella responsabilizaba a los empleados de la empresa tercerizada, a pesar de que la maestra le insistía en que no decidían ellos.
“¿Por qué ella puede definir si puedo repetir o no? ¿Cómo sabe lo que necesito?”, le reprochaba a su maestra cabizbaja y silenciosa en el comedor. “Yo me quedo con hambre”, le repitió Romina varias veces a la docente. Antes de la pandemia repetir era lo normal, no había que preguntar dos veces ni que pedigüeñar. Por eso Romina pregunta, repregunta, se enoja, se reenoja.
Maestras y personal auxiliar de Marconi, Las Acacias, Casavalle y Paso de la Arena confirman al unísono que la cantidad y la calidad de las comidas disminuyeron con la vuelta a clases de este año.
“Salvo excepciones, como que falte un grupo entero, no habilitan a repetir”, dice una maestra de Paso de la Arena que ha sacado de su bolsillo, junto con otras, para completar canastas para familias en apuros y que durante la pandemia, cuando los comedores estuvieron cerrados, mandó varias familias a ollas populares de la zona.
“Todos podían repetir el pancito, ahora se contabiliza. Incluso se les daba un pan y una fruta a quienes no llevaban merienda, pero ahora hay que contabilizar todo. El otro día vinieron a llevarse un pancito de más. Es patético”, lamenta.
“Desde el año pasado, con la pandemia y la falta de trabajo, noto más niños que no llevan merienda. Yo tengo dos por día que no llevan. Si lo multiplicás por 20 clases, tenés 40 gurises que no llevan merienda”, estima la maestra de segundo año que ha visto cómo las familias de sus alumnos perdieron ingresos, sobre todo en rubros informales, como la construcción, las changas y el trabajo doméstico, sostén de tantos hogares. “Una mamá me decía que se quedó con una sola de las tres limpiezas que tenía antes de la pandemia. Ejemplos así sobran”, dice una docente de Casavalle.
Antes del conteo pan a pan, la fruta que sobraba viajaba con los niños en la mochila. Ahora la tiran. “A veces sobra y no la distribuyen”, lamenta otra maestra. Lo mismo ha comprobado Judith con unas cremas que cuando pierden el frío quedan como leche chocolatada en el pote y que también tiran a la basura.
“Tiraron tres bolsas de pan hace pocos días”, dice una docente de Las Acacias. “Es comida que si la ofrecés a los niños, la comen o la llevan”, dice con amargura. Ha visto cómo han tirado frutas, cremas, panes y “familias pendientes de cuándo se tira comida para ir a buscarla”.
Lo mismo observa incrédula Lucía O'Neill, auxiliar de servicio en una escuela en Marconi. Tiene 67 años y es vecina del barrio, que describe en apuros, con demasiadas familias viviendo “amontonadas, en la misma pieza”. Está rabiosa porque cada día entre las 14.30 y las 15.00 los empleados de Nutriplus “juntan la comida que sobró en una bolsa negra y la tiran en la volqueta de residuos. La tiran porque si no los echan. Las madres están en alerta y se las reparten”, explica.
Lucía dejó de cocinar para los niños en 2008, cuando una empresa tomó sus tareas, tras 26 años de preparar comida para miles de escolares. Desde entonces quedó encargada de ayudar a los más chicos a comer.
Dice que tras la pandemia el servicio se resintió mucho. Ha tenido que cortar mucho más que antes grandes trozos de comida que los más chiquitos no pueden comer solos. Ha visto tartas crudas, menos pan, menos fruta, menos carne, comida hirviendo para los más chicos, que almuerzan a las 11.00, y fría para los grandes, que llegan sobre las 13.00.
“Es muy chica la porción”, se queja O'Neill. Muy seguido escucha “tengo hambre” en boca de niños y niñas. “Las nutricionistas dicen que los platos tienen todos los nutrientes necesarios. Pero son niños de contexto crítico de Marconi, es la única comida que reciben en el día”, ha intentado explicar, sin consecuencias.
Una de esas niñas quiso repetir y aunque lo tenía prohibido, Lucía tomó una crema para darle. Pero el cocinero se dio cuenta, llegó a la mesa y le sacó de la mano esa leche chocolatada fría que se hacía pasar por crema.
—No se puede repetir postre —dijo el cocinero a Lucía.
—Faltó una clase entera, te estoy pidiendo un postre para un niño.
—No, no se puede —cortó el asunto el cocinero.
—Ellos mandan ahora. Es tu comida, pero ellos mandan ahora —le dijo, atónita, la auxiliar a la niña.
Lucía está herida porque la sacaron de la olla. Pero más le duele el retaceo y está dispuesta a que su nombre aparezca en este reportaje porque no le importa que la rezonguen. Reconoce una injusticia severa y también un mal manejo del comedor.
“Tampoco tienen cintura. El día de lluvia tenés que hacer menos comida porque vienen menos niños. Podrían hacerles repetir. Pero no. La tiran”, resopla.
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“La porción ha disminuido, y también la calidad”, dice Judith. A los niños de preescolar les sirven la misma cantidad que a los de sexto. La frecuencia de algunos alimentos ha bajado en detrimento de arroz, fideos con tuco y guisos sin tuco, con un sofrito de zapallitos, verduras y pollo que pretende sustituirlo, pero a los niños no les gusta, explica.
Las ensaladas disminuyeron en frecuencia y tamaño de las porciones, y subió la cantidad de veces que se sirve cosas con arroz. Además, como preparan a granel, la lechuga se marchita esperando uno y otro turno. Las milanesas de carne vacuna llegaban una vez por semana. Ahora, sirven media milanesa de cerdo cada 15 días, concuerdan varias maestras. Las porciones de carne disminuyeron en general, el pan de carne se encogió y el pastel de carne se volvió fantasmagórico. El guiso lo repetían siempre, pero ahora no se puede levantar la mano dos veces para pedir más lentejas. La tarta de atún es una oda a la ausencia en una de tantas fotos que me enviaron. Dos tapas estilo prefabricadas, crudas, casi traslúcidas por el exceso de alguna grasa o aceite, se hacen pasar por una tarta de banana con más masa que relleno en dos exiguas porciones.
“Una milanesa con puré como la que mostraron en la tele nunca se vio en mi escuela. Me pregunto por qué en otras escuelas el menú es distinto: empanadas con ensalada o rusa con hamburguesa, nada que ver con el nuestro”, se lamenta una maestra que se cansó de enviar fotografías al Programa de Alimentación Escolar cuando el comedor estaba cerrado por la emergencia sanitaria y ellas repartían las viandas individuales en contenedores plásticos que llegaban derretidos a la escuela, pegoteados entre sí, por el exceso de calor. Una vez se negaron a distribuirlas, les trajeron otras y, aunque no estaban mucho mejor, no había más remedio que entregar esas viandas. Como llegaban derretidas, las tenían que colocar en el freezer y despachar congeladas a familias famélicas sin microondas. Los responsables de las empresas les decían que era para mantener la cadena de frío.
“Antes el menú era más variado”, recuerda una maestra mal acostumbrada a ver ensaladas en cada almuerzo y darles frutas y panes a los niños para merendar. Carne de res con verde, pollo con vegetales, había más variedad. Ya no. Volvieron la polenta, el fideo, el arroz, y unos guisos que piden bautismo.
Últimamente los ravioles aparecen apelmazados, con escaso relleno de indescifrable origen. Para peor, el queso rallado se raciona como en una guerra. Y los arroces nadie los come, ni siquiera quienes tienen hambre, concuerdan algunas docentes.
Las dietas de estas familias se basan en carbohidratos de mala calidad. Las educadoras repiten: pan, torta frita, arroz, fideos y también azúcar, que vuelven a comer en las ollas populares. La comida de la escuela es un pilar para nivelar las desigualdades en el acceso al alimento de calidad. “Estos niños no comen carne en sus casas”, explica una docente.
En las meriendas de estas escuelas sirven un pan como de pancho, pero un tanto más ancho. A veces —no siempre—, untado con una delgada capa de algún dulce, quizá con manteca o con una cuarta parte de feta de queso de molde, como ha visto Lucía.
“Los niños nos dicen: ‘Esto no tiene nada, maestra’. El pan como de pancho es pura harina. Antes los menús eran más variados. Hacía muchos años que no veía polenta. Siempre se intentaba que hubiera una proteína”, dice la docente de Paso de la Arena. Pero la perilla de la proteína está más cerca del apagado que del encendido. Más cerca del carbohidrato que de la fibra.
—La fruta la eliminaron y no entiendo por qué, porque ellos comen fruta. Cuando el comedor funcionaba mejor sobraba y se repartía durante el recreo y comían fruta. Ahora hay como una sensación de que es lo justo...
La maestra se queda pensando en silencio si esa palabra hace justicia a lo justo.
—Lo injusto e innecesario —medié.
—Exactamente.
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El Estado uruguayo destinó 47,4 millones de dólares a la alimentación escolar en 2.055 escuelas durante 2019. Casi una tercera parte, 16,6 millones, se pagaron a las tres empresas tercerizadas que cocinan sólo para 153 escuelas de Montevideo, Canelones y Maldonado. Sirvieron 6.842.062 almuerzos, desayunos y meriendas, según la Auditoría Interna de la Nación.
El almuerzo en los comedores tradicionales es utilizado por casi 75.000 niños, es auditado por la directora y el presidente de la comisión de fomento, cocina el personal de servicio y otean las maestras. Todos repiten. En 2019 el servicio costó 24,5 pesos por cada comensal. El comedor tercerizado pagó por un almuerzo a granel 103,6 pesos por cada uno de los 15.000 niños a los que por estas horas deja con la “sensación” de hambre.
La ministra de Economía, Azucena Arbeleche, con los puños cerrados sobre la mesa y un anillo de plata brillando en cada mano clamó “desidia en el manejo de los fondos públicos”, en una conferencia de prensa de octubre de 2020. En abril de 2021, publicitaron debilidades en los controles de comensales, “exceso” de porciones solicitadas a las empresas tercerizadas y deficiencia en los registros. Los mortecinos hallazgos se presentaron a la opinión pública bajo el rictus de una gerenta regañando a sus oficinistas por usar demasiado papel higiénico y tomar café instantáneo con desdén en vez de estar agradecidos.
Entonces se apretaron las perillas de los panes, la fruta, la carne, la crema, las bacanales servidas en platos plásticos multicolores quedaron bajo la égida de los semidioses de la eficiencia y la gestión, que desazonan para no derrochar, que disipan, estiran y maquillan para, dizque, no despilfarrar, para librar a los niños de la condición que tantos adultos ostentan bonachones: la obesidad.
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Lo primero que notó Fernanda Cousillas fue que los platos quedaban vacíos. “Siempre se tiraba lo que sobraba al tacho, pero este año no se tiraba nada”, recuerda la maestra militante de base de la Federación Uruguaya de Magisterio. En una reunión de docentes en Casavalle una maestra de quinto año pidió la palabra para decir que los chiquilines llegaban y se iban con hambre. “Ahí nos dimos cuenta de que había un problema instalado en la escuela. Si no, capaz que seguíamos intentando remarla como pudiéramos. Pero pudimos ponerlo en palabras y ver que estaba instalado”, recuerda.
Cousillas, maestra en Casavalle, dice que “hay escuelas puntuales” en las que la alimentación se ha convertido en un problema este año. Y el nudo del asunto fue el pedido de la inspección departamental de hacer un estricto control y que nadie repita plato alguno.
“Hubo direcciones que resolvieron acceder a esa orden”, dice. La orden fue verbal. Al no quedar por escrito, varias direcciones se saltearon el verticalazo para que los gurises comieran dos veces si fuera necesario. Pero otras escuelas comenzaron a fiscalizar la ausencia. A hacer crujir la panza de tantas Rominas. “Para nosotros no es tan fácil modificar eso, es como que se hubiera cerrado la puerta, como que la comida no fuera parte de la escuela”, lamenta una docente de Paso de la Arena.
Es habitual que las maestras apoyen con su dinero ollas populares cercanas a las escuelas, que hagan colectas para comprar canastas o distribuyan ropas y calzado entre las familias. Hasta ahora no se habían tenido que meter en apuros para ayudar a las familias con hambre. Pero desde este año han tenido que sacar algún alimento a escondidas para los niños. “La otra vez sacamos bananas de un lugar y les llevamos. Es una cosa horrible, pero ta”, se vio en la encrucijada una maestra.
Al principio del estricto control de farináceos, frutas y magros almuerzos, las maestras anotaron a toda o a una parte de la clase en las listas que les pedían para asegurar que hubiera suficiente para todos.
“¿Desobedecimos? Sí. El magisterio en pleno desobedeció”, dice Elbia Pereira, secretaria general de la Federación Uruguaya de Magisterio. “Eso fue al principio, después fue muy controlado y recortado. Pasaron fines de semana enteros filtrando esos listados que los maestros mandaban. A nosotras nos llegó el listado original, que sufrió varios recortes, varios filtros”, dice Pereira.
Uno de los filtros recayó sobre las maestras, que no pueden usar más el comedor ni siquiera cuando trabajan doble turno, excepto quienes cuidan a los niños.
—Es medio triste... Da la impresión de que pensaban que una se robaba la comida, no sé cuál es la cuestión. En la escuela pasan cosas que ellos no tienen ni idea. Llegan familias que no tienen para comer. Antes podías jugar con esos números. Nos pasó el año pasado en la pandemia. Los hermanos que estaban en el liceo no tenían para comer porque ya no iban a la escuela. Los hermanos de tres años tampoco iban. Nosotras les dábamos bandeja; capaz que está mal, pero le dábamos a la familia que sabíamos que estaba en la lona. Con este conteo uno a uno no le podemos dar más nada a nadie. Cuando sobraban cosas llamábamos a una familia y le decíamos: ‘Sobró pan, vení a buscarlo’. Ahora no podemos llamar a nadie —se lamenta Cousillas.
Ahora lo que sobra se tira.
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Los lunes el hambre no entiende sobre debates parlamentarios, sutilezas político-nutricionales, pobrezas monetarias ni circulares de la ANEP. La sensación es que cruje o duele la panza.
El primer día de la semana varios escolares llegan “sin tomar nada”, dice Lucía O'Neill. “Algunos dicen: ‘Me duele la panza’. El fin de semana hay unos cuantos que no almuerzan”.
El año pasado, con la vuelta a la presencialidad, entre julio y octubre en varias escuelas no hubo leche, sólo viandas pegoteadas al mediodía. Varios de esos días Lucía pagó de su bolsillo leche, cocoa y azúcar.
Los lunes tienen la “necesidad de repetir una porción de desayuno y almuerzo”, dice Cousillas sin titubear. “Es probable que los lunes sean el día más difícil con respecto a la alimentación. Nos enteramos de que no hay desayunos en las casas porque van sin la medicación psiquiátrica y explota todo. Preguntamos qué pasa y las madres nos dicen que está descompensado porque no tomó la medicación. La alimentación es fundamental. Estamos educadas desde el compromiso de nuestra profesión y el cuidado de las infancias. Hay derechos que por lo menos en las escuelas no deben ser vulnerados”.
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A veces Lourdes se queda sin comida, a pesar de que prepara 450 platos cada día, aunque usa dos ollas de 100 litros cada una y otra de 25 por si acaso. Hablamos a mediados de agosto y hacía un mes que la Intendencia de Montevideo no le llevaba víveres. Y estaba en veremos un convenio con el Ministerio de Desarrollo Social, que también abastece por momentos a esa olla, que terminan llenando y revolviendo los vecinos de Casavalle y la Coordinadora de Ollas Populares.
Lourdes organiza la olla desde el 14 de marzo de 2020. Hoy sirve 450 viandas por día. Uno de sus hijos va a la escuela 329, en Aparicio Saravia y Mendoza. Allí el servicio de comida también es tercerizado.
—La comida en la escuela está cruda, en mal estado, agria. No ven que un adolescente necesita una alimentación distinta a la de un niño. Mi niño de siete años llega de la escuela y arrasa con todo. Viene con un hambre… Le dan una porción muy chica y no lo dejan repetir ni fruta, que a un niño no le hace nada —dice.
—Acá pasa todos los días lo mismo. Sirvo a las madres y me dicen si no me animo a ponerle un poco más para darle al niño, porque lo de la escuela no llena.
Y, a pesar de que nada sobra en su olla, siempre les pone un poco más. Porque, vox populi, vox Dei, otro plato de comida no se le niega a nadie.
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