lunes, 2 de junio de 2008

Todo parecido con la realidad...


...no es pura coincidencia.

ukohuerta@montevideo.com.uy





Una maestra de la escuela primaria vive en Montevideo, en la periferia, y a su escuela van niños de los cantegriles. Esta maestra es abnegada, no solo se esfuerza con su clase sino que recibe niños en su casa para darles clases particulares, niños de los de peor rendimiento porque en el corazón de ella quiere beneficiar primero a los que tienen mayores desdichas.

A la escuela comienzan a llegar los programas de apoyo del nuevo gobierno, y se ensayan nuevas modalidades educativas en coordinación con otras organizaciones de la educación. Pero la maestra se siente cada día más cansada, el gobierno dice que su gestión es buena y da resultado, pero ella sabe que siente que la miseria de sus alumnos "se le va contagiando", que si antes ella vivía en condiciones parecidas a los mejores alumnos de su clase, ahora su casa, su vestimenta y sus alimentos se parecen cada vez más a la de los peores alumnos, esos a quienes prefiere darles clases en privado.

Es que la miseria del barrio lo va absorbiendo todo, las riquezas, la salud, las buenas costumbres, todo se lo va chupando en el vacío de la marginalidad, todo hasta la maestra misma y hasta sus mejores alumnos... Un día se produce una asamblea de padres y de educadores que reclaman por mejores condiciones salariales, a la Enseñanza.

A esa asamblea, casualmente, asiste uno de los ocupantes de tierra del departamento de Artigas. El ocupante traba amistad con los padres de uno de esos niños de peor conducta, y un tiempo después, esos padres deciden sumarse a la ocupación en el interior. El niño, lógicamente, se va con ellos.

Pasan los años y el niño crece, se va haciendo grande al calor de una vida muy sacrificada pero también de mucha lucha y mucha conciencia militante. Gracias a esa nueva conciencia en la familia, logra terminar sus estudios secundarios. ¿Tengo que decir como termina esta historia? El otrora niño, ahora adolescente y bachiller, se acuerda de aquella maestra que tanto sudaba por él, y decide estudiar magisterio.

Pero cuando vuelve a la capital descubre que la maestra ha tenido que retirarse de la enseñanza por padecimiento de una enfermedad crónica, y ve que los hijos de la maestra viven en la miseria.

Decide cambiar su opción, y en vez de estudiar magisterio consigue una chacra para trabajarla en las afueras de Montevideo.

Luego de continuos esfuerzos logra su propósito, y comienza las gestiones para adoptar al más abandonado de los nietos de aquella maestra.

El gobierno, mientras tanto, nunca supo ni se enteró de la vida de aquella maestra, ni de la del muchacho, ni de la del nieto de la maestra.

Este fue un cuento del género ficción-realidad, es decir, vaya a saber cada uno cuánto hay de ficción y cuánto de realidad en él, aunque seguramente si fuese de pura ficción, nunca habría sido publicado.



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Salario mínimo… ¿o mínima ciudadanía?


La semana pasada el Director de Trabajo Julio Baráibar sostuvo que el planteo del PIT-CNT de exigir un salario mínimo de $6.800 (que es más o menos lo que cuesta un alquiler con contrato nuevo) en los próximos consejos de salarios era “una irresponsabilidad” porque eso impactaría fuertemente sobre la inflación.

Dentro de la lógica económica dominante (capitalista), la afirmación es irrefutable. Es la misma lógica por la cual mi hijo, igual que varios miles de personas en este país, trabaja en un supermercado 8 horas diarias, 6 días a la semana (incluidos los fines de semana), por un sueldo de $4.000 pesos; es el ‘costo a pagar’ para que los dueños del supermercado puedan acumular enormes ganancias cada mes.

Vale la pena aclarar que es un trabajo perfectamente ‘legal’: todo el personal gana por encima del salario mínimo y está en caja; probablemente la empresa esté en regla con el BPS y la DGI. Eso significa también que las mujeres y hombres que trabajan allí no están en las estadísticas de desempleo, ni de trabajo informal o precario (y tampoco son beneficiarias del plan de equidad ni de ninguna otra política focalizada para aliviar la pobreza). Por lo tanto, no hay nada que denunciar o reclamar, ‘técnicamente’.

El problema surge (para quienes tenemos conciencia social o al menos sensibilidad hacia el prójimo) cuando empezamos a hacernos preguntas incómodas, difíciles de responder:

- ¿Cómo hace una persona cuando al final de un largo mes de 48 horas semanales de trabajo cobra $4.000 y tiene que vivir 30 días con eso?

- ¿Cómo se puede comer, pagar la vivienda, la luz, el agua, el teléfono, el gas, el transporte, los útiles escolares de los hijos, etc. etc. con esa suma?

- ¿Quién que gane $4.000 al mes puede atenderse en la mutualista pagando órdenes, análisis, tickets de medicamentos? (porque recordemos que por estar en DISSE no puede atenderse en Salud Pública…).

Esa lógica es la que implícitamente sugiere que hay compatriotas que de alguna manera son ‘distintos’ a nosotros, porque pueden hacer el milagro de vivir con $4.000 al mes (aunque sepamos que eso es matemáticamente imposible).

En cierto modo, los empleadores, el gobierno y el resto de la sociedad asumimos la fantasía de que esas personas de alguna manera consiguen los productos de la canasta básica (el alimento que llevan a su mesa cada día, el alquiler, la energía eléctrica, el supergas, los boletos, etc.) a un precio inferior al que pagamos nosotros por ellos; porque sino ¿cómo harían para sobrevivir con un salario que –con suerte- equivale a un alquiler bajo?

Pero la realidad siempre supera a la imaginación; por eso cuando empezamos a averiguar los detalles, nos enteramos de algunas de las estrategias de sobrevivencia con salario mínimo: por ejemplo, uno de los compañeros de mi hijo (casado y con hijos) trabaja de 5 de la mañana a 13 en una fábrica de pastas, y luego de 14 a 22 en el supermercado (calculemos cuánto tiempo le queda para comer, dormir, estar con su familia, descansar…alrededor de 5 horas). Otro de ellos sale de las 8 horas en el supermercado y se dedica a recorrer la ciudad con su esposa, haciendo cobranzas para otras empresas, durante unas cuantas horas más (su esposa lo hace durante todo el día). Otro trabaja de día en el supermercado y de noche como guardia de seguridad en otra empresa (no le pregunten cuándo duerme). Otro compañero está en ese régimen desde los 14 años, y por eso no pudo siquiera hacer el ciclo básico… Otras simplemente no tienen esa resistencia y se limitan a malvivir con los $4.000 al mes, a secas.

¿En qué consiste la ‘calidad de vida’ de personas que tienen que trabajar todo el día, durante jornadas que pasan las 12 horas, para obtener un ingreso que cubre apenas una parte de la canasta básica? ¿Qué significan para esas personas conceptos abstractos como ‘libertad’, ‘ciudadanía’, ‘derechos’… o incluso otros más materiales como ‘consumo’?

¿No sería mejor que el gobierno de izquierda se hiciera esas preguntas (y les buscara respuestas, por supuesto) en lugar de insistir en que no se puede subir el salario mínimo porque genera inflación?

Lo que más me molesta cuando escucho a gente ‘de izquierda’ hablar con la lógica de este ‘sentido común’ es que se refieren -por ejemplo- a la inflación como si fuera un fenómeno natural incontrolable, ajeno a cualquier responsabilidad o decisión humana (como la sequía o la lluvia). Parecería que esos gobernantes ‘izquierdistas’ no supieran quiénes especulan y toman deliberadamente la decisión de subir los precios para no disminuir sus cuantiosas ganancias cada vez que ‘los costos de producción’ se elevan…

Quienes creemos que la política es (o debería ser) algo más que ‘el arte de lo posible’, no podemos aceptar esos argumentos cuando exigimos una vida digna para todas y todos nuestros compatriotas. ¿O es que para evitar que ‘los malos’ (léase: los dueños del capital) sean más malos lo único que podemos hacer es decirle a ‘los buenos’ (léase: la clase trabajadora) que se aguanten??

Para mí ni siquiera es un problema ideológico, o técnico. Es un asunto ético y de derechos humanos: si las reglas del juego (capitalista) son inmorales porque violan los derechos de miles de ciudadanos/as, no podemos aceptarlas. Así de simple. Independientemente del signo que tenga el gobierno de turno.

Y si el sistema de Naciones Unidas tuviera mecanismos coercitivos eficaces para obligar a los Estados a cumplir con sus obligaciones (por ejemplo, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales), el Director de Trabajo, y todo el Poder Ejecutivo, tendrían que estar pidiendo disculpas y tomando medidas efectivas para asegurar un salario digno a todas y todos los trabajadores, en lugar de decir: “no se puede porque genera inflación”.

Es verdad que este gobierno ha incrementado los ingresos de la población como ningún otro lo había hecho antes (gracias en buena medida a los consejos de salarios). Pero también es cierto que hay sectores como el comercio y otros servicios que por larguísimas jornadas de trabajo de 6 días a la semana reciben un salario mínimo o que, con suerte, llega a los $5.000. Por eso los esfuerzos por alcanzar mayor equidad y justicia social no son suficientes, todavía.

No por casualidad, desde el otro extremo de la pirámide social, la economista de la Cámara de Comercio Dolores Benavente decía también la semana pasada que los empresarios no pueden subir más los salarios, y que el gobierno tiene que compensar eso con políticas sociales. Que es lo mismo que decir: “nosotros los explotamos; ustedes tírenles alguna ayuda para que sobrevivan”. Pero todas y todos sabemos que no hay mejor política de combate a la pobreza que el trabajo digno con salario justo.

En lugar de decirle al PIT-CNT que su planteo es irresponsable, este gobierno que se dice respetuoso de los derechos humanos, tiene la responsabilidad de garantizar ese derecho fundamental a todas y todos los trabajadores, sin excepción. Y eso significa, como todos sabemos, redistribuir una parte de la enorme riqueza que muchos empresarios acumulan gracias a los salarios miserables que pagan a sus empleados y empleadas.

María M. Delgado

C.I. 1.430.042-8




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