maestro de la verdad y la honestidad revolucionarias
por Gabriel Carbajales
(Cuando los sueldos se cobraban con el
efectivo en un sobre –y no como ahora, en un cajero automático que te paga cuando
quiere y como quiere, si te paga--, lo primero que hacías, por supuesto, era
contar prolijamente su contenido antes de dar por cobrados tus haberes.
No dejabas de contar hasta el último
“vintén”, y, si el conteo no coincidía con el recibo de sueldo, te quedabas reclamando
aunque fuera un mísero y loco “vintén” con el que no pagabas ni un boleto de
ómnibus.
Por cierto que eso fue lo primero que
hice, sin que nadie me indujera a hacerlo, al cobrar mi primer sueldo “en regla”
en la administración del vespertino “Acción”, del inefable Jorgito Batlle y su
comandita, en agosto del año 1965, con 15 años recién cumplidos y sin más
experiencia laboral que unas changas en lo que viniera, “en negro”, obviamente,
y por chirolas.
En eso estaba, ensalivando las puntas de
súper devaluados billetes “uruguayos” con dedos temblorosos y ojos “láser”, cuando
se acercó “el Dr. Carlos Fleitas”, administrador de la empresa “periodística” implementada
empezando la década del ´50 por Luis Batlle Berres (en realidad, fábrica de politiquería
manufacturada con el sello místico de “los Batlle”), para preguntarme socarronamente:
--“¿Qué pasa, botija?, ¿Desconfiás de
nosotros?... ¿Tenés miedo que el diario te estafe?”.
No llegué a contestar.
A mi lado, aguardaba para cobrar Gütemberg
Charquero –veterano periodista, veterano sindicalista, profesor de historia, veterano
de la vida, gran Compañero, maestro de lucha--, quien sin dirigirse a quien preguntaba,
me dijo, casi en un susurro que era su forma de hablar, sencillito y sin dar
lugar a discusión:
--“Gabriel, lo que vos hacés se llama
“instinto de clase”, olfato de clase…”.
El que preguntaba --en un par de años
más, “ministro de cultura” del tristemente célebre gabinete del pachequismo (y que
se vanagloriaba de ser hijo de una lavandera que se deslomó para que él
estudiara “derecho”)--, se tomó los vientos con cierta furia teatralizada,
golpeó un par de puertas y se mandó un par de ladridos histéricos, diciendo:
--“¡Estos comunistas malditos, están en
todas partes, envenenan a todo el mundo desde chiquitos!”.
Gütemberg, el veterano –que no era
precisamente un afiliado al PC criollo, sino más bien un ácrata libertario
práctico que supo sintetizar ejemplarmente elementos del marxismo con elementos
del anarquismo--, no le contestó.
Su tarea de todos los días, también
“instintiva” –estuviera donde estuviera-- era elemental y más vieja que la
ruda: transmitir valores, elementos de juicio, conocimiento cabal, sentido de
pertenencia de clase, sobre todo a los más jóvenes y más expuestos al engaño de
las patronales, por inexperientes y quizás por deslumbrados con la novedad
promisoria de tener un empleíto “seguro” en plena adolescencia y cuando ya la
desocupación creciente empezaba a ser nuestro drama social.
Aun me faltaba, por cierto, vivir
algunos años más –y escuchar mucho a compañeros como el querido Charquero-- para
comprender que el robo masivo a los trabajadores no es precisamente el de una
nada improbable liquidación de sueldo “mal hecha” o un sobre con algún faltante
menor, o, como ahora, por programados “errores” del cajero automático.
Todavía debía pasar por ese proceso que
va del “instinto” de clase a la conciencia de clase, para enterarme de que el
verdadero y gigantesco robo a los asalariados de toda una sociedad y del mundo
entero, desde hace muchísimo, demasiado tiempo, desde siempre, es el que
realiza día y noche toda una clase –la de los patrones, los empresarios, y su Estado
de “bienestar social”, el Estado burgués “democrático y republicano”, o
dictatorial y represivo— con la apropiación privada y abusiva del grueso de lo
que producimos socialmente la otra clase, la de los explotados y sometidos a
este mismo Estado cuyas “reglas de juego” nos las impone mediante fusiles y
garrote, y leyes y códigos penales y constituciones muy bien escritas y muy
bien pensadas para defender a los que nos roban colectivamente y astronómicamente
desde el primer instante en que entramos a laburar donde sea para no morirnos
de hambre y por un sueldo que aun siendo perfectamente liquidado y ajustado a
“laudo” y fantásticos convenios, tan solo representa lo mínimo indispensable
para que los burgueses no se queden sin “máquinas humanas” fallecidas
tempranamente por inanición.
Entender la existencia de la “plusvalía”
(o sea, la parte grossa del robo, que solamente se convierte en ganancia capitalista
en la venta en el “mercado” de lo robado a quienes lo produjimos socialmente)
sería algo así como el salto del instinto de clase a la conciencia de clase, a
la comprensión cabal de que la explotación y el abuso capitalistas lo son sobre
el sector social abrumadoramente mayoritario que agrega valor o lo conserva, a
la materia prima bruta, sea ella cual sea y donde sea, incluso si la “materia
prima” es de índole intelectual o espiritual.
Pero la conciencia de clase no significa,
por cierto, el abandono del instinto que nos lleva a pensar y sentir, sin
equivocarnos jamás, que cada acto de los explotadores y opresores, es un nuevo
perjuicio real o virtual para los explotados y los oprimidos, por mínimo que
sea y como expresión, necesariamente, de la naturaleza inhumana y rapaz de la
burguesía, que vive de y para eso, precisamente.
Que vive y se desvive para seguir
viviendo de nosotros, las y los que contamos las moneditas del sueldo, pero que
en general no podemos tener ni la más pálida idea de cuánto representa el robo
de quedarse con prácticamente todo lo producido por nuestras manos y nuestros
cerebros en la extensísima y sutil cadena de la producción social colectiva en
el modo de producción y distribución capitalista.
Valgan los párrafos anteriores para
aludir a algo que parece haberse convertido poco menos que en “premisa” ineludible,
requisito bíblico, casi, entre algunas y algunos que viven la vida postulando
que “para opinar” y “tomar posición” ante la vertiginosa dinámica del
capitalismo decadente, debemos munirnos de toda la “información científica”,
ser “muy serios”, manejarnos con “objetividad” rigurosa, para pararnos con
“autoridad moral” frente a las novedades del sistema en materia de incursiones
atentatorias de la soberanía y la autodeterminación de los pueblos.
Este rasgo adquiere particular
importancia entre esta gente cuando se trata, por ejemplo, de que el pueblo
trabajador se pronuncie respecto a la impresionante ofensiva multinacional
saqueadora que es como el sello distintivo del neoliberalismo desarrollado
claramente a partir de los ´80, también en el Uruguay).
Los anteriores e inconclusos renglones empezados
el domingo pasado apuntando a la crítica severa a los publicistas del extractivismo
vendepatria, han sido puestos en este larguísimo y raro paréntesis en la medianoche
bisagra del 3 y el 4 de julio de 2013, apenas un par de horas después de haberme
enterado de que en Suecia, a los 91 años, murió Gütemberg Charquero.
Es decir, Gütemberg moría mientras yo
trataba de plasmar unas reflexiones sobre los “tecnócratas” del saqueo imperialista
inspiradas en “su tésis” de que es tan obvia la condición de truhanes de los
burgueses, que, por reflejo, sin mucho raciocinio, sin mucha ciencia, los trabajadores
vivimos (debemos vivir, estamos obligados) desconfiando instintivamente, y
razonablemente, de aquellos y su conducta habitual, y que esto seguirá siendo
así mientras haya explotadores y explotados.
La nota queda inconclusa en su propósito
inicial, pero siento que difundirla así, como pensamientos y sentimientos en
voz alta, a unas horas nomás del fallecimiento de Gütemberg, es una manera de
honrar su memoria como muy bien se lo merece alguien a quien dejé de ver hace
40 años y que, sin embargo, siguió siempre presente, vívido, militante,
querido, en mi corazón y en mi cerebro, sin saber nada de él ni de cómo “la
veía” desde un exilio impuesto por la dictadura a un hombre cuya “patria” era
el mundo entero y su bandera, el comunismo obrero y libertario.
(Alguien que de haber sido yo más
incisivo en mi intento de reunir datos para “cartearme” con él, hubiera seguido
siendo para mí, estoy seguro, el mismo sólido referente de “mi prehistoria” en
aquel ex país crucificado que él me ayudó a percibir como tal, no como profesor
de historia, sino como luchador intransigente de la verdad y de la honestidad
revolucionarias).
Cháu, Gütemberg, tu muerte mientras
escribía sobre vos, me descoloca, por cierto; pero tené la plena seguridad de
que, por más que tus 91 nos induzcan a decir “¡vaya si vivió el hombre!”, para
todas y todos los que tuvimos la fortuna de haberte conocido y la desdicha de
no haberte vuelto a ver, no nos será nada fácil hacernos a la idea de que el
reencuentro como lo hubiésemos querido, ya no podrá ser.
¡No importa, hermano, “el instinto de
clase” me dice que aunque nos vayamos muriendo unas cuantas y unos cuantos de “los
perdedores” de estos 40 años de lazos rotos, la victoria no está lejos, al menos
la victoria de un mundo cayéndosele la venda de los ojos, la victoria de la verdad
hecha pueblos en movimiento rebelde e insurrecto, la victoria de la verdad sublevada
que es la sustancia invencible de las revoluciones auténticas!!!.
¡Hasta la Victoria, Gütemberg, siempre
hasta la Victoria!.
Gabriel –Saracho- Carbajales, 4
de julio de 2013.-
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