@Raquel
Gutiérrez Aguilar nació en México. Estudió filosofía y matemáticas y se
comprometió con la lucha de los salvadoreños del FMLN en el exilio.
Luego, en la década del ’80, se fue a Bolivia. Allí estuvo entre los
miembros fundadores del EGTK (Ejército Guerrillero Tupak Katari) junto a
su entonces compañero y hoy vicepresidente, Alvaro García Linera. Tras
acompañar las insurgencias de las comunidades aymaras y quechuas, pasó
varios años en la cárcel, durante la década del ‘90. Luego, integró el
grupo Comuna. Volvió a México ya avanzado este siglo y se dedicó a
escribir su tesis de doctorado sobre la experiencia de la guerra del
agua en Bolivia, que la tuvo también como activista. Como investigadora
en la Universidad de Puebla y en la UNAM, estudió y documentó con
especial atención los procesos de asambleas constituyentes del
continente, comparando los casos de Ecuador y Bolivia. De visita en
Buenos Aires, mañana a las 18 dará una conferencia en el programa
Lectura Mundi de la Unsam titulada: “Hacia una política de lo común:
repensar el cambio social en América latina” y el viernes 28, a las 20,
estará en la Casona de Flores convocada por la pregunta “¿Qué pueden los
movimientos sociales contra el narco? Intuiciones desde el presente
mexicano”. Aquí un diálogo sobre su preocupación principal: cómo
construir un sentido común disidente.
–¿Cómo pensar la situación actual en América latina? Hay sectores
que plantean un fin de ciclo de los llamados gobiernos progresistas.
–No estoy muy segura de que la expresión “fin de ciclo” pueda
aplicarse a los gobiernos progresistas en América latina... Hay algunos
desfases en los procesos que siguen, por ejemplo, Bolivia y Ecuador con
respecto a Venezuela, sobre todo tras la muerte de Chávez. Sin embargo,
más que un “fin de ciclo” creo que estamos presenciando la consolidación
política de un ciclo que comenzó después de los procesos
constituyentes, tanto en Bolivia como en Ecuador. Creo que lo que
presenciamos es más bien la consolidación creciente del monopolio de las
prerrogativas sobre las decisiones políticas más importantes, en manos
de pequeños conjuntos de funcionarios políticos. Este “taponamiento”
–por expresarlo de alguna manera– de las otras miradas y caminos
políticos que se abrieron hace años es lo que, en mi perspectiva, ha
llegado a un punto de saturación extraordinaria.
–¿En qué se expresa esa saturación?
–Hay, creo, en Bolivia y Ecuador un momento fuerte de consolidación
estatal y de creciente tutelaje de las iniciativas populares e
indígenas, que tienen que ceñirse cada vez más a lo que es decidido por
otro. Eso es lo que miro: reiteración de formas liberales de lo político
afianzadas en la expropiación de la capacidad social de intervenir en
los asuntos públicos que le incumben.
–¿Hay reconfiguraciones del Estado que pueden llamarse posneoliberales?
–Creo que el momento actual no es igual al momento liberal de la
política y de lo político que asoló América latina durante los ‘90. Eso
es fácilmente contrastable viviendo, como lo hago ahora, en México,
donde todavía está presente y vigente en la discusión política oficial
el ideario (neo)liberal de reforma estructural que limita la
intervención estatal, agrede lo que suele llamarse “conquistas sociales”
e impulsa el predominio de los intereses empresariales monopólicos
mediante la coartada del predominio del mercado. Eso, creo yo, ya no
ocurre, ya no se escucha en los países donde hubo movilizaciones
vigorosas y enérgicas durante la década pasada, que atravesaron procesos
constituyentes y que tienen gobiernos progresistas.
–Tras esas movilizaciones y los cambios a nivel del Estado, ¿se arma un nuevo tipo de conflictividad?
–Lo que es tremendo es que en los países donde la movilización
social fue fuerte sigue vigente el predomino pleno de los intereses del
capital transnacional más poderoso, que ahora parece haber “capturado”
también a las formas estatales reconstruidas tras la sacudida de la
década pasada. Esto es lo que una encuentra cuando busca entender lo que
pasa desde la similitud de los conflictos que se despliegan en países,
como México, cada vez más liberalizados y formalmente “democráticos”; o
como en Ecuador o Bolivia, donde los pueblos indígenas una y otra vez
tienen que defender sus territorios y sus vidas amenazados de nuevos
afanes de saqueo y luchar contra la imposición totalmente inconsulta de
políticas que, en el Sur, supuestamente se impulsan “por el bien” de
esos mismos pueblos que se defienden. Está en cuestión lo que despuntó
en los tiempos agitados y rebeldes nuevamente como un horizonte de lo
común, que dislocó fuertemente los términos del discurso político
liberal moderno.
–¿Qué significa el horizonte de lo común como política?
–Desde mi punto de vista, lo que hace algunos años se vislumbró como
posibilidad política fue una especie de disposición colectiva
sintonizada no exenta de tensiones internas para reapropiarse tanto de
riqueza material como de capacidades políticas anteriormente
expropiadas. Esta clave de lectura te permite entender las recurrentes
luchas que buscaron tanto establecer límites a la acción
expropiadora-privatizadora del capital más poderoso, como los esfuerzos
por establecer nuevos términos de control social de la riqueza
recuperada –fueran aguas, bosques o hidrocarburos–; a partir de este
conjunto de acciones de lucha, las sociedades paulatinamente recuperaron
y reconstruyeron capacidades políticas en el sentido más amplio:
posibilidades de gestionar colectivamente lo que a todos incumbe porque a
todos afecta. Eso tendencialmente erosionó y amenazó con disolver
ciertos términos modernos de comprensión de lo político, como la
distinción privado/público. Y la amenaza de disolución de esta añeja
distinción, que funda una gran parte de nuestra comprensión de lo
político pues los momentos de la lucha también fueron tiempos enérgicos
de producción y reproducción de lo común. Lo común no es una categoría
clasificatoria que aluda a la propiedad sino que es una idea-fuerza
central de la reorganización de la convivencia social.
–¿Supone una nueva forma de cooperación y de autoridad? ¿Cuál es su diferencia con lo público?
–Lo común es aquello que se produce colectivamente y cuyo control y
decisión no se delega en otras mediaciones políticas que no sean los
mismos que lo producen. Lo común es una manera de nombrar eso “público
no-estatal”. El horizonte de lo común es, ante todo, una perspectiva de
lucha que se lanza a reapropiarse y recuperar directa y colectivamente
lo que ha sido arrebatado de las manos de las colectividades. En tal
sentido, lo común no es algo meramente heredado sino que, ante todo, es
producción reiterada de sentido y de vínculo para dotarse colectivamente
de capacidades de intervención en asuntos generales.
–¿Cómo se puede leer la violencia actual en México? ¿Cómo juega la
cuestión del narcotráfico respecto de los movimientos sociales?
–Este es un asunto abrumador... Te presento un par de claves de
interpretación: más allá de la llamada “transición democrática”, en
México sigue plenamente vigente una forma de lo político que se sostiene
en un patrimonialismo descarnado. México es el país de los monopolios y
de su defensa por todos los medios. En ese contexto, la guerra contra
las drogas –impulsada por Estados Unidos y que en México fue desatada,
sobre todo, durante el segundo gobierno del conservador Partido Acción
Nacional (PAN) de Calderón– obligó a una redefinición de los términos de
uno de los negocios más rentables que existen en México: el de la
producción y trasiego de sustancias controladas. Esto ha desatado una
auténtica guerra en varios frentes y con muchos actores, cuya posible
identificación no siempre es clara. Así, se ha generalizado una
confrontación en la que se distinguen dos niveles: por un lado, la
violenta pugna entre mafias que ejercen control territorial como
garantía de la permanencia de sus negocios y, por otro, una soterrada
guerra contra los pueblos y la población civil, a la que se pretende
obligar a obedecer a balazos y sumando asesinatos. Todo esto es no sólo
muy confuso sino altamente peligroso. Y lo peor de todo es que esta
auténtica disolución de la autoridad estatal –en muchos lugares de la
República– está cubierta con un velo de opacidad casi total, pues la
información difícilmente circula. Lo que es cierto es la proliferación
de una infinidad de luchas locales autodefensivas de múltiples
comunidades, localidades, pueblos y regiones. En estas luchas hay
esperanza de reconstrucción de las ruinas en las que habitamos.
–Ante esta situación, ¿cuáles son los desafíos para las militancias?
–Este es un tiempo para las palabras y las conversaciones.
Necesitamos reconstruir el sentido común disidente y de lucha, pues casi
todo lo que alcanzamos a aclarar en la anterior ola de movilizaciones y
levantamientos ha sido “recodificado” en términos estatales; primero
ocurrió una “captura” semántica de nuestras palabras, que ya no
designaban con claridad aquello a lo que nosotros aludíamos en los
tiempos de mayor crisis política; a esto le sigue una “captura” política
y luego, “organizativa”, de los contenidos políticos más filosos de
nuestras luchas. Por eso conviene volver a centrar la discusión no tanto
en lo que actualmente hacen los Estados y los distintos gobiernos, sino
en lo que han sido nuestros aprendizajes.
–¿Sirve el concepto de dignidad, que en su momento lanzaron los zapatistas, para pensar las luchas actuales?
–La dignidad, para mí, es siempre el punto de partida de la
autonomía política y moral; así como de las fisuras que se les imprimen a
las jaulas del miedo y la desconfianza. Podría decirse, siendo
formales, que la dignidad siempre es necesaria, aunque puede no ser
suficiente en el despliegue de las luchas por la transformación social y
política. El ¿qué más es necesario? constituye, creo, el corazón del
debate político militante contemporáneo.
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