de Gabriel Carbajales
“Cacho”
era un chiquilín, todavía, cuando él y yo –otro chiquilín- nos conocimos en
circunstancias en las que nadie querría conocerse, por más que esas mismas
circunstancias hayan posibilitado un tipo de hermandad muy profunda y envolvente,
muy especial y conmovedora, poco usual entre el común de los mortales de este
mundo regido por imperativos nada amigos de hermandades profundas ni cosa que
se le parezca…
Cuando
digo “nos conocimos”, es eso, propiamente: nos vimos por primera vez las caras
y los ojos y las jorobas y las rengueras de tipos muy jóvenes e idealistas, en
medio de los comienzos del mega-ultraje del “proceso cívico-militar”; nos
escuchamos las palabras y los dolores y las impotencias del humillado día y
noche; nos mostramos de alma entera, con la sinceridad de los hechos, enrredados
en una maraña de perversidades de las que, por supuesto, éramos la materia
prima a la que los productores del despotismo total que ponía “las cosas en su
sitio”, debían desesperar y enloquecer hasta pulverizarlos moralmente y
aniquilarlos totalmente como seres humanos (y que si se salvaban, fueran apenas
animalitos sumisos y lamebotas).
Nos
conocimos cuando hablar de las cosas de la vida y de la muerte, representaba
contraer una amistad que no sabíamos cuánto podía durar, trabar un vínculo
afectivo muy fuerte y muy raro, en tiempos en los que la muerte mandaba como
dueña y señora sobre un montón de vida joven apilada como bolsas negras de
basura en los contenedores neuseabundos de esa “institución militar” que
todavía hay descerebrados con “inteligencia” que nos la pintan como “guardiana
de la patria” y no sé qué imbecilidades más que siguen cayendo por su propio
peso cuando intermitentemente nos enteramos de sus entretelones de inmoralidad
y bajeza plena entre sus mismos infelices integrantes sacados de una forma cotidiana
de la miseria para transportarlos a otra “más organizada y disciplinada”.
Caímos
los dos hechos prisioneros del Grupo de Artillería N° 1, de La Paloma, en el
Cerro, comandado por el hermano de un muy conocido y encumbrado representante
de la respetable “iglesia católica, apostólica y romana”, en la segunda mitad
del fatídico año 1972, y subcomandado por otro ególatra con charreteras de
utilería, que le hacía medir las cabezas a los rehenes para saber si éramos “arios”.
Nunca
nos habíamos cruzado en la calle ni en ninguna otra circunstancia, que
supiéramos…
Mejor
dicho; caimos “los cuatro” al mismo tiempo, casi: Cacho, Nelsa –su compañera
inseparable y consecuente al mango-, yo, y Grisel, que apenitas podía
presenciar tanta maldad desde la panza de su madre, anémica, esquelética, extraña
imagen de futuro promisorio, pese a todo, cuya concreción dependía de los humores
histéricos y pizarreros de una manga de tarados parados firmes en el potro del
triunfalismo fascista sin freno.
En
realidad, ni de rebote tengo ganas de referirme en este momento a muy lindos y
reconfortantes detalles ulteriores –post dictadura- de esa amistad que es
verdaderamente amor revolucionario y que duró para siempre, entre gente que
buscó su salvación entre los únicos que podían encontrarla: las Compañeras, los
Compañeros, sus madres y sus padres, todas las víctimas, los demás secuestrados
donde fuera, que no estaban precisamente entre los fardos de paja mugrienta del
“proceso” (pero que también eran prisioneros) por disputarle a nadie algún
carguito donde fuera para sentirnos “realizados” o “sustituir” a los hipócritas
contra los que, mal que bien, habíamos luchado casi que con escarbadientes…
Cacho
(Armando César De León Lago) murió ayer, casi chiquilín, todavía, no sé muy
bien a raíz de qué enfermedad especial, aunque, por supuesto, paso esta muerte
a la larga lista de ejecutados jóvenes por la burguesía cipaya del Uruguay “democrático”,
cuyo parlamento levanto pies y manos, en abril de 1972, para “darles la
oportunidad” a los que manejaban directamente todo lo que la burguesía cipaya
necesita para defenderse del pueblo laburante: los fierros, las cárceles, los
barrotes, la tortura, una brutalidad que, Cacho también lo sabe mejor que yo,
algún día quedará con el codo roto y los dedos hechos muñones con los que ni
rascarse los piojos, podrá.
¡Cháu,
Cacho hermano!. ¡Vos también gritarás con todos: HAY PATRIA PARA TODOS!!!...
aunque seamos cenizas que el viento no podrá llevarse.
¡Siempre,
Hasta la Victoria, Cacho!.
Gabriel
–Saracho- Carbajales, 22 de noviembre de 2013, Montevideo.-
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