En diciembre de 1980, Gabriel García Márquez, que murió hoy, escribió en el diario español "El País" esta columna a propósito del plebiscito con que los generales uruguayos buscaron la legitimación de su régimen, con el resultado que todos conocemos.
El cuento de los generales que
se creyeron su propio cuento
Cuando
el general Charles de Gaulle perdió su último plebiscito, en 1969, un
caricaturista español lo dibujó frente a un general Francisco Franco minúsculo
y ladino que le decía, con un tono de abuelo: «Eso te pasa por preguntón». Al
día siguiente, el que fuera el hombre providencial de Francia estaba asando
castañas en su retiro de Colombey-les-deux-Eglises, donde poco después había de
morirse de repente y sólo mientras esperaba las noticias frente a la
televisión. El periodista Claude Mauriac, que estuvo muy cerca de él, describió
las últimas horas de su vida y su poder en un libro magistral, cuya revelación
más sorprendente es que el viejo general estaba seguro de perder la consulta
popular. En efecto, desde la semana anterior había hecho sacar sus papeles
personales de la residencia presidencial y los había mandado en varias cajas a
unas oficinas que tenía alquiladas de antemano. Más aún: algunos de sus allegados
piensan ahora que De Gaulle había convocado aquel plebiscito innecesario sólo
para darles a los franceses la oportunidad que querían de decirle que ya no
más, general, que el tiempo de los gobernados es más lento e insidioso que el
del poder, y que era venido el tiempo de irse, general, muchas gracias. Su
vecino, el general Francisco Franco, no tuvo la dignidad de preguntarles lo
mismo a los españoles, y poco antes de su mala muerte convocó a los periodistas
que su propio régimen mantuvo amordazados durante cuarenta años y también a los
que su propio régimen pagaba para que lo adularan, y los sorprendió con una
declaración fantástica: «No puedo quejarme de la forma en que siempre me ha
tratado la Prensa».
Por preguntones acaba de ocurrirles lo mismo que a De Gaulle a los militares turbios y sin gloria que gobiernan con mano de hierro a Uruguay. Pero lo que más intriga de este descalabro imprevisto es por que tenían que preguntar nada en un momento en que parecían dueños de todo su poder, con la Prensa comprada, los partidos políticos prohibidos, la actividad universitaria y sindical suprimida y con media oposición en la cárcel o asesinada por ellos mismos, y nada menos que la quinta parte de la población nacional dispersa por medio mundo. Los analistas, acostumbrados a echarle la culpa de todo al imperialismo, no sólo de lo malo, sino también de lo bueno, piensan que los gorilas uruguayos tuvieron que ceder a la presión de los organismos internacionales de crédito para mejorar la imagen de su régimen. Otros, aún más retóricos, dicen que es la resistencia popular silenciosa, que, tarde o temprano, terminará por socavar la tiranía. No hay menos de veinte especulaciones distintas, y es natural que algunas de ellas sean factores reales. Pero hay una que corre el riesgo de parecer simplista, y que a lo mejor es la más próxima de la verdad: los gorilas uruguayos -al igual que el general Franco y al contrario del general De Gaulle- terminaron por creerse su propio cuento.
Por preguntones acaba de ocurrirles lo mismo que a De Gaulle a los militares turbios y sin gloria que gobiernan con mano de hierro a Uruguay. Pero lo que más intriga de este descalabro imprevisto es por que tenían que preguntar nada en un momento en que parecían dueños de todo su poder, con la Prensa comprada, los partidos políticos prohibidos, la actividad universitaria y sindical suprimida y con media oposición en la cárcel o asesinada por ellos mismos, y nada menos que la quinta parte de la población nacional dispersa por medio mundo. Los analistas, acostumbrados a echarle la culpa de todo al imperialismo, no sólo de lo malo, sino también de lo bueno, piensan que los gorilas uruguayos tuvieron que ceder a la presión de los organismos internacionales de crédito para mejorar la imagen de su régimen. Otros, aún más retóricos, dicen que es la resistencia popular silenciosa, que, tarde o temprano, terminará por socavar la tiranía. No hay menos de veinte especulaciones distintas, y es natural que algunas de ellas sean factores reales. Pero hay una que corre el riesgo de parecer simplista, y que a lo mejor es la más próxima de la verdad: los gorilas uruguayos -al igual que el general Franco y al contrario del general De Gaulle- terminaron por creerse su propio cuento.
Es
la trampa del poder absoluto. Absortos en su propio perfume, los gorilas
uruguayos debieron pensar que la parálisis del terror era la paz, que los
editoriales de la Prensa vendida eran la voz del pueblo y, por consiguiente, la
voz de Dios, que las declaraciones públicas que ellos mismos hacían eran la
verdad revelada, y que todo eso, reunido y amarrado con un lazo de seda, era de
veras la democracia. Lo único que les faltaba entonces, por supuesto, era la
consagración popular, y para conseguirla se metieron como mansos conejos en la
trampa diabólica del sistema electoral uruguayo. Es una máquina infernal tan
complicada que los propios uruguayos no acaban de entenderla muy bien, y es tan
rigurosa y fatal que, una vez puesta en marcha -como ocurrió el domingo
pasado-, no hay manera de detenerla ni de cambiar su rumbo.
Sin
embargo, lo más importante de esta piña militar no es que el pueblo haya dicho
que no, sino la claridad con que ha revelado la peculiaridad incomparable de la
situación uruguaya. En realidad, la represión de la dictadura ha sido feroz, y
no ha habido una ley humana ni divina que los militares no violaran ni un abuso
que no cometieran. Pero en camino se encuentran dando vueltas en el círculo
vicioso de su propia Preocupación legalista. Es decir: ni ellos mismos han
podido escapar de una manera de ser del país y de un modo de ser de los
uruguayos, que tal vez no se parezcan a los de ningún otro país de América
Latina. Aunque sea por un detalle sobrenatural: Uruguay es el único donde los
presos tienen que pagar la comida que se comen y el uniforme que se ponen, y
hasta el alquiler de la celda
En realidad, cuando
irrumpieron contra el poder civil, en 1973, los
gorilas uruguayos no dieron un golpe simple, como Pinochet o
Videla, sino que se enredaron en el formalismo bobo de dejar un presidente de
fachada. En 1976, cuando a este se le acabó el período formal, buscaron otra
fórmula retorcida para que el poder armado pareciera legal durante otros cinco
años. Ahora trataban de buscar una nueva legalidad, ficticia con este
plebiscito providencial que les salió por la culata. Es como si la costumbre de
la democracia representativa -que es casi un modo de ser natural de la nación
uruguaya- se les hubiera convertido en un fantasma que no les permite hacer con
las bayonetas otra cosa que sentarse en ellas.
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