Silvia Reyes, Laura Raggio y Diana Maidanik
Por Samuel Blixen
A 40 años del asesinato impune de las muchachas de abril
El horror y la barbarie de los asesinatos de tres jóvenes, Silvia
Reyes, Diana Maidanik y Laura Raggio, siguen reclamando, 40 años
después, el justo castigo. Algunos de los responsables de la “masacre de
Brazo Oriental” del 21 de abril de 1974 están entre rejas; otros siguen
desafiantes, a caballo de la impunidad. Justicia es el único capitulo
que falta en esta historia, paradigma de la aberración represiva de la
dictadura.
Sólo alguien cansado, medio dormido, con las alertas bajas, podía
transitar desprevenido las calles del barrio, a las 4 y media de la
mañana. De hecho, buena parte de los vecinos de Brazo Oriental, en la
lengua que se apoya en Burgues y en San Martín, habían huido
despavoridos llevando a sus hijos menores, a sus padres ancianos, no
importa a dónde, con tal de escapar de las balas que atravesaban
paredes, rebotaban en el pavimento, salían de las esquinas, de las
azoteas, dibujando una malla de muerte antes de que la muerte posible
fuera anunciada por el estruendo, que se oía incluso en el Cerrito y en
La Blanqueada.
Dorval Márquez, agente de Policía, pedaleaba su
bicicleta con un resto de voluntad después de una jornada de trabajo
agotadora, cuando una bala de carabina o de fusil, salida de no se sabe
dónde, disparada por no se sabe quién, lo mató en seco, inmediatamente,
aun antes de que la rueda dejara de girar, acostada en el pavimento.
No
fue el único muerto por balas militares aquella madrugada de domingo
que completaba una noche de sábado para los que aún tenían ánimo de
juerga después de dos años de guerra interna implacable. Eso sí: no fue
una bala perdida la que abatió a Dorval; fue una bala premeditada,
disparada por las dudas, con poca reflexión y mucha impunidad, por si
acaso el que pedaleaba la bicicleta fuera el mismo “sedicioso” al que
pretendieron detener dos horas antes. La explosión provocada por el
disparo rompió el silencio que se había instalado al fin, y por un
momento se temió que la locura volviera a empezar.
A las 2.30 del
domingo 21 de abril de 1974, las decenas de oficiales y soldados del
Grupo de Artillería comandados por el coronel Juan Modesto Rebollo y
supervisados a su vez por el Organismo Coordinador de Actividades
Antisubversivas (ocoa) comenzaron a tomar posiciones a lo largo de la
calle Mariano Soler, en la paralela Carabelas y en las transversales
Fomento y Ramón de Santiago, aunque el despliegue llegó hasta bulevar
Artigas, hasta Luis Alberto de Herrera. No fueron particularmente
sigilosos al cerrar las calles y ocupar todas las azoteas de las cuadras
más cercanas al objetivo: un modesto edificio de apartamentos de
Mariano Soler 3098 bis. Las corridas por las veredas, las órdenes
asordinadas, los ruidos en el techo, interrumpieron el sueño e
instalaron el miedo en los vecinos.
A las 2 .40, oficiales y
soldados entraron en tropel en el estrecho corredor, convencidos de que
iban a capturar a Washington Barrios, “Camilo”, militante del mln, que
arriesgaba su legalidad imprimiendo afiches contra la dictadura y
volantes para el próximo Primero de Mayo con una impresora instalada en
el sótano de su vivienda. No sabían, los represores, que “Camilo” había
viajado el día anterior a Argentina, con la esperanza de obtener dinero
para evacuar a una pareja y una beba de nueve meses, y a dos muchachas.
Todos habían sido liberados recientemente, después de meses de encierro
por razones tan nimias que no justificaron, siquiera, el pase al juez
militar. Pero no lograban obtener trabajo, eran políticamente leprosos, y
semanalmente debían someterse al destrato de la vigilancia en los
cuarteles. Como muchos otros, dejaron de presentarse en el cuartel y
automáticamente se convirtieron en fugitivos. Intentaron ocultarse en
casa de un amigo, en La Teja; providencialmente un vecino les alertó:
“Ojo, que hay una ratonera”. Finalmente, a través de una red de amigos,
se contactaron con Washington, que dejó a las dos jóvenes al cuidado de
su esposa, en su casa, y solicitó a su cuñada que escondiera a la pareja
y a la beba.
Los militares que entraron en la vivienda de Mariano
Soler cometieron un primer error: los oficiales al frente del pelotón
–los mayores José Gavazzo y Manuel Cordero, los capitanes Armando
Méndez, Julio César Gutiérrez y Mauro Mauriño, y el teniente Jorge
Silveira– se equivocaron de apartamento, fueron hasta el fondo y
golpearon la puerta número 8. Sus aterrados habitantes explicaron que
Barrios vivía en el 5. Desandaron sus pasos a los gritos, contagiando el
nerviosismo a los soldados que se agolpaban en el corredor, dispuestos a
cumplir órdenes, a ser sumisos en la disciplina, si tan sólo las
órdenes no fueran contradictorias, antagónicas, ilógicas, en el coro
histérico de gritos y amenazas.
Volvieron a equivocarse: los
oficiales exigieron a los gritos que abrieran la puerta numero 5,
entraron insultando y puteando, blandiendo metralletas que apuntaban
indistintamente a los ocupantes, un hombre, su esposa y la hija menor.
“¿Dónde está Washington Barrios?”. El hombre, en calzoncillos, dijo:
“Soy yo”, y automáticamente varios se abalanzaron sobre él, golpeándolo y
arrastrándolo hacia el corredor, hasta que alguien gritó: “No, a ese no
lo maten que es el padre”.
En un creciente paroxismo los oficiales
se abrieron paso a través de los soldados que se apiñaban en el corredor
y enfilaron hacia enfrente, al apartamento número 3. Desde el suelo,
Washington Barrios padre intentaba captar la atención de los militares
para postergar el desenlace que se leía en los rostros crispados, en las
miradas desorbitadas, y su esposa, Hilda Hernández, los seguía llorando
y rogando: “No las maten, no tiren que mi nuera está embarazada”.
Derribaron
la puerta y entraron en la vivienda disparando sus armas. Se
sorprendieron: de hecho, la puerta daba acceso a un patio abierto; las
ráfagas barrieron las paredes y destrozaron el baño y la cocina, que
daban al exterior. Los soldados apostados en las azoteas también
comenzaron a disparar. Las balas traspasaban la mampostería. Un vecino
de otro apartamento salió despavorido en calzoncillos, pidiendo por
favor que dejaran de tirar porque las balas traspasaban la pared: “Van a
matar a mis hijos”; lo obligaron a ponerse con las piernas abiertas y
las manos contra la pared. Desde allí oyó unas voces femeninas gritando
que querían entregarse. Otros gritos advirtieron que el capitán
Gutiérrez había caído. (Había sido herido por sus propios camaradas; la
bala le perforó el cuello y el capitán murió un mes después.)
Ya no
fue posible detener la balacera en el apartamento, en el corredor, en la
calle, en las azoteas, que repetía el reflejo automático, instintivo,
de accionar el gatillo. Los disparos partían de cualquier lado dirigidos
hacia ningún lado; no había fuego enemigo, sólo descargas que
terminaron concentrándose sobre la puerta de madera de dos hojas que
comunicaba con un gran espacio, cuarto y comedor, y cuya pared parecía
que terminaría por derrumbarse horadada por los impactos.
No se sabe
cuánto tiempo continuaron los militares disparando ráfagas, una tras
otra. Las balas se incrustaron en los techos, destrozaron las puertas,
hicieron saltar las ventanas en añicos, agujerearon las paredes de
ladrillo y perforaron las medianeras del patio. Detrás de la puerta del
comedor los militares encontraron a tres jóvenes en camisón,
acurrucadas, abrazadas entre sí y, por cierto, desarmadas. No
preguntaron por Washington Barrios; simplemente las acribillaron, fuera
de sí, incapaces de contener el miedo que nace de la tensión.
Cuando
las armas dejaron de escupir balas, cuando el capitán Gutiérrez y el
coronel Rebollo –que había sido herido levemente en un brazo– fueron
evacuados, cuando los generales Julio César Rapela y Esteban Cristi “se
apersonaron en el lugar del enfrentamiento”, el teniente Jorge Silveira,
“Chimichurri”, a quien le esperaba una larga carrera especializada en
asesinatos, torturas y violaciones, se dio un respiro, regresó al
apartamento 5 y encaró a Hilda Hernández corajudamente: “Dígame dónde
está su hijo, que yo mismo lo mato”, sin que hasta hoy se sepa por qué
tanto encono.
En el apartamento 3, los oficiales dispusieron que se
armara una “ratonera”, es decir, tres o cuatro soldados que aguardarían
un improbable regreso de Washington Barrios. En un rincón del comedor,
detrás de la puerta, quedaron los cuerpos acribillados y desfigurados de
Diana Maidanik, 21 años, estudiante de la Facultad de Humanidades y
maestra de jardín de infantes; Laura Raggio, 19 años, estudiante de la
Facultad de Psicología; y Silvia Reyes, 19 años, esposa de Washington
Barrios, embarazada de tres meses. Es posible que los responsables de
lo que después se conoció como “la masacre de Brazo Oriental” ni
siquiera tuvieran idea de a quiénes estaban asesinando; la justificación
vino después, con el débil argumento, estampado en los comunicados de
las Fuerzas Conjuntas, de que los militares habían respondido al fuego
de los sediciosos y que en la casa fue hallado un “berretín con armas”.
El invento era irrelevante: ni aun así se justificaba la furia homicida,
más cuando, 32 años después, ante un juez penal, José Gavazzo
reconocería, indolente –indiferente a los sentimientos de los familiares
que revivían en el careo el dolor intacto– que “Barrios no era un
objetivo importante”.
Todo estuvo a punto de repetirse, una hora más
tarde, a eso de las 3 y media, cuando los militares volvieron a copar
calles y azoteas en la zona de Jacinto Vera y Estivao, en el Buceo, en
un edificio de apartamentos independientes, en uno de los cuales vivían
los padres de Silvia Reyes, y en otro, al fondo, Stella, la hermana de
Silvia. Como antes, entraron en el corredor y fueron golpeando todas las
puertas. Stella y la pareja con su hija lograron a duras penas
escurrirse; dejaron a la beba en la puerta de la abuela de Stella y
treparon a la azotea, pero los soldados apostados en los techos las
vieron. Como antes, se desató una balacera infernal, incontrolada.
Previendo lo de antes, un megáfono tronó una orden: “¡Paren, que nos
estamos tirando entre nosotros!”. Stella y la pareja lograron
descolgarse hasta los fondos y se escondieron en un galpón. Recién al
amanecer los soldados las encontraron. Las ataron con una cuerda de
colgar ropa y comenzaron a torturarlas, allí mismo, en la calle, pero no
para obtener información, para descargar el miedo acumulado. Los
vecinos, testigos de la saña, pedían que no las mataran. Después, en el
cuartel de La Paloma, Artillería 1, con más método y menos prisa,
Gavazzo y Juan Modesto Rebollo –cuya herida no le impidió torturar–
interrogaron a Stella sobre Washington Barrios.
Recién a media mañana
del domingo, los cuerpos de las tres chicas –las “muchachas de abril”–
fueron retirados del apartamento devastado y trasladados al Hospital
Militar. Al mediodía la “ratonera” fue levantada para que un pelotón de
soldados, trasladado en varios camiones, iniciara el desguace del
apartamento 3. Desde el otro lado del corredor, en la puerta de
enfrente, Jacqueline, la hermana de Washington Barrios, vio impotente
cómo se llevaban todo el mobiliario, rúbrica postrera de la impunidad,
burla del dolor, gesto impúdico de rapacidad. Se llevaron hasta la
puerta de entrada, los tapones y las tapas de las llaves de las luces;
Jacqueline vio cuando sacaban la máquina de coser y el colchón del sofá
cama empapados en sangre. No pudieron llevarse el placar del dormitorio,
que estaba empotrado; lo rompieron.
Por la tarde, Washington Barrios
padre entró en el apartamento 3: el revoque de las paredes formaba una
alfombra en los pisos, y en el comedor el blanco se confundía con el
rojo de la sangre. Las paredes estaban salpicadas. “Era horrible. Las
balas incrustadas tenían trozos de cuero cabelludo”. El padre
contabilizó 140 impactos de bala.
El lunes 22 las tres familias de
las víctimas recibieron llamadas telefónicas conminándolas a retirar los
cadáveres en el Hospital Militar. Los padres de Diana Maidanik
comprobaron que su hija había recibido 35 balazos; la madre de Laura
Raggio no pudo sobreponerse a la visión de su hija con una herida de
bala en la cabeza; más tarde, cuando la velaban, creyó que Laura se
había teñido el pelo, pero era sangre. El padre de Silvia Reyes debió
reconocer a su hija –identificarla– en la morgue: contó más de 38
impactos de bala en todo el cuerpo. Las heridas revelaban que habían
recorrido el cuerpo con dos ráfagas, de arriba abajo, cuando ya estaba
muerta. Nadie se atrevió a decirle nada cuando le sacó el anillo de
matrimonio de la mano derecha y lo guardó para su yerno, a quien nunca
más volvió a ver.
Pero aún no había acabado el calvario: cuando se
realizaba el velorio de Silva, un grupo de soldados entró en la casa, se
dirigió a los fondos, donde vivía Stella, y comenzó a saquear la casa.
Mientras al frente los familiares lloraban a la muerta, al fondo los
soldados se llevaban todo lo transportable mientras cantaban “Uruguayos
campeones…”. El padre de Silvia no soportó la provocación, encaró al
general Rapela, que solía comprarle obras de arte y pretendió, en el
forcejeo, arrebatarle el arma. Rapela no se lo esperaba, y antes de que
atinara a una reacción, un tío de Silvia logró tranquilizarlo. A la hora
del sepelio, cuando sacaron el féretro de la casa, los vecinos de la
zona aguardaban compactos, en la vereda de enfrente; cubrieron el
féretro con una lluvia de rosas.
En 1985 las familias Barrios y Reyes
formalizaron la denuncia sobre los asesinatos de las muchachas de
abril, pero en 1986, ley de caducidad mediante, el caso fue archivado
por orden del presidente Julio María Sanguinetti. Diecinueve años
después, en octubre de 2005, un equipo de abogados de Ielsur,
organización no gubernamental, pidió retomar la indagatoria, que recayó
en el juzgado penal a cargo del juez Pablo Eguren. Insólitamente, el
escrito que solicitaba la reapertura del caso no reclamaba expresamente
–como es habitual– responsabilidades penales para quienes estaban
implicados en el operativo que culminó con los asesinatos. El fiscal
Enrique Moller, experto en archivar causas de violaciones a los derechos
humanos, ni lerdo ni perezoso aprovechó el pretexto para solicitar que
se desistiera de la investigación. El juez Eguren estuvo de acuerdo.
Al
reactivarse todas las causas, en 2012, el expediente volvió al despacho
del juzgado penal de 8º Turno, ahora a cargo de la jueza Graciela
Eustaccio. Pero hasta el presente, a 40 años de los sucesos, no hay
ninguna sanción penal para los responsables de los asesinatos.
La desaparición de Washington Barrios
Exactamente seis meses después de aquel domingo que amaneció teñido
en sangre en el barrio Brazo Oriental, el mayor José Gavazzo regresó al
edificio de Mariano Soler 3098 bis y volvió a golpear la puerta del
apartamento 5. Los padres de Washington Barrios supieron al instante
que nada bueno traía la visita.
Si hasta ese momento el estudiante y
empleado de 22 años, nacido en Cúcuta, Colombia, y nacionalizado
uruguayo, que contaba apenas con un antecedente por pintadas callejeras,
no figuraba entre los objetivos de la represión, algo hizo cambiar la
apreciación, porque el operativo de Brazo Oriental, además de los
cientos de cartuchos que quedaron desparramados en el apartamento y en
la zona como muestra de la barbarie desatada, concentró lo más graneado
de la inteligencia represiva.
Fortuitamente, Washington se escabulló y
algunas semanas después logró informar a la familia que estaba vivo y
que se había refugiado en Argentina. Pero nada más se sabía. Por eso, la
presencia de Gavazzo sólo podía ser del peor augurio. El mayor, que
desde la caída en desgracia de los oficiales del Batallón Florida se
había convertido en pieza clave de la coordinación, se hizo el canchero
ante los padres de Washington: “Camilo está bien, fue detenido en
Córdoba”, dijo, y mostró un papel, con escritura a mano, que Hilda, la
madre, reconoció como la de su hijo. “Querida vieja, viejo, flaquita. No
se preocupen, yo me encuentro bien. Dentro de poco nos vemos.”
¿Qué
objeto tenía entregar esa esquela? Era una manera de revelar,
gratuitamente, una coordinación entre argentinos y uruguayos que después
sería negada así se amontonaran las evidencias cuando comenzó a
investigarse el Plan Cóndor, del que Gavazzo fue un diligente ejecutor.
Washington Barrios fue detenido un mes antes de la visita de Gavazzo, el
17 de setiembre, tras un allanamiento en una casa en calle 6 esquina 9,
barrio Cabo Fariña, ciudad de Córdoba, junto con otros argentinos
acusados de pertenecer al Ejército Revolucionario del Pueblo (erp).
Según informaciones de prensa, de origen policial, en el domicilio se
encontraron armas y explosivos, algunas de las cuales fueron sustraídas
en el copamiento de la Fábrica Militar de Pólvora y Explosivos, en
agosto de 1974, por comandos del erp.
En los interrogatorios, según
el comisario Héctor García Rey, secretario de Seguridad y jefe de
Policía de la provincia de Córdoba, Barrios reclamó ser tratado según
las disposiciones de la Convención de Ginebra sobre Prisioneros de
Guerra porque, dijo el comisario que dijo el detenido, era combatiente
de guerra. Insólitamente para un combatiente que manejaba un arsenal en
su casa, el 11 de octubre Barrios fue procesado por el delito de entrada
ilegal al país y condenado a seis meses de prisión. Ese mismo 11 de
octubre fue conducido por orden judicial desde Córdoba hasta Lomas de
Zamora, en la provincia de Buenos Aires.
Segundo capítulo insólito:
el 20 de febrero de 1975, cuando cumplía cuatro de los seis meses de
pena, el juzgado 3 de La Plata decretó su libertad; se ordenó que
Washington Barrios fuera devuelto a Córdoba, para trámites
administrativos. En el trayecto simplemente desapareció; en el juzgado
“oficialmente se informa que se fugó en el trayecto de La
Plata-Córdoba”, así nomás, sin ninguna aclaración, ningún detalle,
ninguna explicación; apenas se consigna que “no existen indicios sobre
su destino posterior”, y no los habrá hasta que el caso de Washington
Barrios sea oficialmente declarado como desaparición forzada.
En el
expediente de La Plata, según le contó el fiscal a la madre, Hilda
Hernández, constaba que las Fuerzas Armadas uruguayas habían reclamado
al detenido por ser uruguayo. Pero el expediente, a su vez, ya no tan
insólitamente, desapareció del juzgado, con lo que se cerró un círculo
de crímenes, infamias e impunidades.
Semana de homenajes
Lunes 21. De 18 a 21 horas, Marca de la Memoria (Mume) en Mariano
Soler 3098 bis y Ramón de Santiago. De 12 a 18 hs, exposición
fotográfica en el Museo de la Memoria (que permanecerá todos los días
hasta el domingo 27).
Martes 22. De 19 a
22 horas, en el Centro Cultural Terminal Goes, se exhibirá un
documental, habrá lectura de poesía y una charla debate.
Miércoles 23. De 19 a 22 horas, en Crysol, exhibición de documental, charla debate y canciones.
Domingo 27. De 16 a 18 horas, en el Mume, documental, charla debate y danza.
jueves, 17 de abril de 2014
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