viernes, 13 de noviembre de 2020

¿Quién nos cuida de los que nos cuidan?




La columna de Carlos Peláez.

El comisario mayor Diego Fernández, actual Director Nacional de Policía, tiene una larguísima trayectoria en el instituto policial. Egresó de la Escuela Nacional de Policía en 1978 junto al inspector Julio Guarteche, quién ocupara ese mismo cargo entre el 2010 y el 2016.

Fernández llegó a ser Jefe de Policía de Montevideo en el 2010, promovido por Guarteche quién estaba llevando adelante importantes reformas.
Pero mientras éste era unánimente valorado como un hombre honesto y con dotes sin iguales dentro del instituto, la trayectoria de Fernández deja dudas.
¿Recuerdan que Larrañaga dijo que era hincha de la policía?

Tomando como fuentes una nota del semanario Brecha y nuestro propio archivo, vamos a reseñar varios casos muy complejos que ocurrieron bajo su mando y que ponen al Director Nacional de Policía en situación inconveniente para ser hincha suyo.



El perfil del director nacional de Policía, inspector Diego Fernández

 

El hombre de al lado
Venancio Acosta
13 noviembre, 2020


Fue a principios de 2012. Un subcomisario y dos sargentos se ensañaron con un contrabandista de poca monta, al que le habían descubierto varias cajas de cigarrillos «en infracción» en un pequeño local comercial próximo al centro de Montevideo.

 

">Los funcionarios, avezados en el oficio, tranquilizaron al hombre y le ofrecieron hacer un pacto entre caballeros. Inicialmente le exigieron 5 mil dólares para «solucionar la situación». Y dispusieron un plazo máximo de entrega. De lo contrario, le informaron, incautarían la mercadería y a él lo entregarían a la Justicia. Así funcionaba el crédito de la casa de la Seccional 3.a. Allí mismo, además, le pidieron un adelanto. El hombre no pudo más que recurrir a un amigo, que también acabó embarcado en el asunto. Una vez que llegaron a un acuerdo, los policías insistieron, para sorpresa de ambos, en allanar el domicilio particular del comerciante. Y encontraron –se lo proponían– más productos sin declarar. Doce mil dólares «y acá nadie vio nada», ofertaron luego, ajustando los términos del acuerdo. El dueño de casa fue detenido. Los amigos –ahora eran dos– pudieron reunir apenas 40 mil pesos, que llevaron en una riñonera a la seccional, donde el comerciante permanecía bajo amenaza. No hubo trato: la autoridad liberó al indagado, pero exigió el resto del pago para devolver la mercadería y evitarles dificultades mayores.
El hombre asediado recurrió sigilosamente a la Justicia y accedió a que se interviniera su teléfono celular. Las llamadas extorsivas de los funcionarios fueron registradas. Pero los policías eludían toda referencia al dinero por la vía telefónica, exigiendo, en todo momento, la presencia del hombre en la seccional: «Vos sos un caballero y te considero como tal. Tenés que venir a hablarlo acá; por teléfono no. Te espero el lunes de tarde después de las seis. Traé lo que tengas». Como consecuencia, la Justicia se decidió por otro camino: envió al comerciante a la seccional con la plata y una cámara escondida en una lapicera. El día señalado, el hombre hizo su parte. Una vez tendida la trampa, se procedió a allanar la seccional.
Sólo un aspecto de la operación no salió como se esperaba. «Creo que vi entrar al comisario», dijo el comerciante al salir del lugar. Y eso no estaba en los planes, pues una de las tareas asignadas consistía en distraer al comisario de la Seccional 3.a mientras el hombre ingresaba con el dinero. Esa tarea le cupo nada menos que al entonces jefe de Policía de Montevideo, Diego Fernández. Una vez que ingresaron a la seccional, los responsables de la investigación encontraron a Fernández en un lugar que no había sido el convenido. El jefe se excusó y no supo explicar por qué. Ante la prensa, sin embargo, posó como el principal responsable del operativo. Y expresó que su presencia al frente de aquella movida significaba «una señal», para «la interna», de que no se iban a «tolerar irregularidades».
***
En realidad, Fernández había tomado parte en aquel asunto por orden directa del entonces director de la Policía, el inspector Julio Guarteche, una idea que no convencía a la jueza Graciela Gatti, encargada de la investigación. Algunos presumen que el objetivo de Guarteche era involucrar públicamente a la figura del jefe en un operativo inédito –el allanamiento de una seccional–, como forma de respaldar también la actuación de Asuntos Internos, una unidad en aquel entonces recién creada y con un camino cuesta arriba en la institución. Sea como fuere, el comportamiento ambiguo del jefe aquel día, que no trascendió en la prensa, cobró sentido a la luz de lo que sucedió más adelante. Fernández daba señales de tener la lealtad dividida: respondía a la confianza de Guarteche, pero mantenía sus alianzas con la vieja guardia.
El nombramiento de Fernández al frente de la jefatura también tuvo que ver con la figura de Guarteche. De hecho, los cargos de importancia que ocupó en la orgánica policial durante el período de Eduardo Bonomi estaban relacionados con su cercanía con el entonces director nacional. Ambos cargos fueron sugeridos por Guarteche al mando político del ministerio del Interior (MI). Los dos oficiales habían sido compañeros de la tanda de oficiales de 1976 a 1978 de la Escuela Nacional de Policía. Guarteche hizo carrera en las unidades encargadas de la represión del comercio ilegal de drogas. Fernández pasó directamente a la Guardia de Granaderos.
Hacerlo posar frente a las cámaras en el episodio de la Seccional 3.a –aun cuando la investigación le pasó por el costado– fue un hecho político creado por Guarteche. El 8 de febrero, día en que se produjo el allanamiento, se cumplían sólo tres meses del momento en el que Fernández aceptó estar al frente de la jefatura, que en ese momento era un hierro caliente. Sus predecesores no habían resistido el juego de fuerzas interno. Es que la administración Bonomi proyectaba algunos cambios para la dependencia y, aducían, los mandos «ponían trancas». Los mandos eran el jefe Walder Ferreira (que terminó renunciando por «un alto desgaste») y el subjefe José Luis Fagúndez. El subjefe era un policía veterano que había sido indiciado por participar de torturas cuando era comisario de Tacuarembó. Se denunció que él y otros de sus laderos habían atado de pies y manos a dos personas acusadas de degollar ovejas en una estancia, las habían golpeado y les habían disparado cerca del cuerpo. A uno lo dejaron inconsciente debajo del puente de Paso Víctor, luego de estaquearlo contra una camioneta, según la denuncia. Al otro lo tiraron al arroyo, antes de preguntarle si sabía nadar, y jugaron al tiro al blanco con una botella que flotaba en el agua. Tanto el ministro del Interior en aquel entonces, Bonomi, como su director general, Charles Carrera, conocían los hechos. Igualmente, laurearon a Fagúndez con un cargo en la cima de la jefatura más importante del país. Lo sustituyeron a los 18 meses por no colaborar con su reforma.
Quienes conocen la historia institucional de Guarteche y Fernández opinan que, si bien compartían tanda, era claro que no compartían la misma «idea de gestión». Dentro de la Policía hay quienes incluso afirman que episodios como el de la Seccional 3.a probaban que Guarteche confiaba «algo ingenuamente» en su colega. Y el ministro confiaba en Guarteche. Por eso a Fernández le fueron confiados dos cargos de alta sensibilidad, primero en la Republicana y luego en la Jefatura de Policía de Montevideo. El oficial ya venía en una curva ascendente. Había hecho algunos cursos de inteligencia, pero su perfil siempre fue adecuado a los cuerpos de choque. A fines de los noventa comandó el Grupo Especial de Operaciones (GEO) y más adelante formó parte de los cuadros de mando de la Guardia Metropolitana. También estuvo vinculado a la gestión penitenciaria. Antes de asumir en la Republicana fue el número dos de la Jefatura de Policía de Florida. «Se confió en Guarteche, pero él tampoco tenía un espectro muy amplio de policías buenos para elegir», admitió un integrante del gobierno entonces. «Él eligió a muchos que consideraba buenos, a algunos que eran los menos malos y a otros que eran lo que había», añadió.
 

Una de las primeras decisiones de Fernández como nuevo jefe de Montevideo fue disolver la banda de músicos. No era ese, empero, el perfil que se requería de él. «Había mucha gente pesada de la jefatura que le hacía frente. Había 800 tipos en la sede de San José y Yi. De todos ellos, trabajaban 15 o 20; los demás no se sabía dónde estaban. Y había muchos pesados que estaban en la joda con automotores, por ejemplo. La reestructura implicaba, principalmente, dividirlos y llevarlos a una de las cuatro zonas pensadas para trabajar en territorio, bajo un mando distinto al que tenían. Y se resistían», dijo otro jerarca. Durante el año y medio que Fernández permaneció al frente de la jefatura, las tensiones fueron permanentes.
Ni bien sintió el cimbronazo de la Seccional 3.a, Fernández tuvo que lidiar con una embestida de investigaciones de Asuntos Internos y del juzgado de crimen organizado, que detectaron una red de corrupción en el servicio 222, un mal que permanecía incrustado en la jefatura y había hecho metástasis. En febrero la investigación entró a saco en la oficina de ese servicio dentro de la jefatura. Se incautaron computadoras y documentos varios, a raíz de lo cual florecieron sumarios y expedientes. Pocos de ellos llegaron a prosperar: quienes cayeron lo hicieron porque su situación de irregularidad era insostenible o porque su sanción no comprometía demasiado a los mandos políticos. En mayo de ese mismo año el ministerio destituyó al subjefe de Montevideo, Luis Ituarte, y al subjefe de Tacuarembó, Carlos Palau, ambos nombrados algunos meses antes y acusados de facturar horas de servicio en el Banco República (BROU) sin pisar la guardia.
El bueno de Fernández otra vez fue obligado a emitir declaraciones ejemplarizantes ante las cámaras de televisión, aun cuando se trataba de investigaciones que acababan de tumbar a su propio subjefe. Razones tenía: esta vez estaba directamente implicado. Las investigaciones de Asuntos Internos avanzaron hasta identificar que el propio jefe tenía parte en aquel embrollo del 222. Solicitaron dos sumarios que incluían al jefe: uno por el caso del BROU y otro por una red de irregularidades con el mismo servicio cuando Fernández era jerarca de la División Nacional de Cárceles. Las lealtades simétricas de Bonomi y Guarteche, y de este con Fernández, la estabilidad de las relaciones con el resto de la corporación policial y la propia imagen institucional quizás ayuden a explicar por qué el jefe de Policía logró surfear aquella ola (tal fue la expresión utilizada por un alto mando de aquella época). Otro jerarca admitió: «No se le quiso arrancar la cabeza».
Tampoco rodaron cabezas cuando el ministro y sus colaboradores se convencieron de que Fernández, en rigor, no estaba comprometido con las reformas de la jefatura, que, después de todo, era el meollo del asunto. Descubrieron, por ejemplo, que uno de sus ardides para quedar bien con dios y con el diablo era promover ascensos una vez que se constataba que, por alguna razón, los delitos empezaban a bajar en determinadas zonas. Y una vez que se lograban los ascensos, los delitos volvían a subir. La administración llegó a la conclusión de que ciertos delitos se registraban tardíamente para justificar los beneficios para funcionarios que habían integrado la disuelta División de Investigaciones, un nido de policías que preferían los viejos métodos. Al margen de ello, Fernández intentó asumir formalmente los principales preceptos de la reforma. Pero los tirones continuaban.
En abril de 2013 una mujer llamó a la Seccional 14.a para denunciar una rapiña. El agente que la atendió le dijo que en la seccional no tenían vehículo. Al enfrentarse con la situación, las autoridades del ministerio adujeron que la actitud de los funcionarios que recabaron la denuncia configuraba una omisión, una vez que existía un sistema de georreferenciación que ubicaba patrulleros en tiempo real. Interpretaron la actitud como otra de las mentadas resistencias y denunciaron penalmente a cinco funcionarios. El ministerio llevó a tal punto su batalla con quienes no aceptaban las nuevas directrices que el jefe –que las «asumía en forma y no en espíritu»– renunció finalmente en mayo de 2013. El entonces presidente de la república, José Mujica, declaró que Fernández no era simplemente un hombre al que sus colegas no obedecían: «Es algo mucho más sutil que la indisciplina. Es obedecer sin cumplir. Es humana dejadez en un laburo que es importante».
Fernández es un policía enamorado de los antidisturbios. Fue formado en los cuarteles, entre los escudos, los gases y las embestidas. Mal podía sostener aquel nivel de tensión en torno a una reforma que no asumía como propia. Sin embargo, presionado por los mandos políticos, intentó favorecerla en cuanto pudo, al tiempo que en la interna cobijaba a los viejos policías, con los cuales, en definitiva, parecía congeniar mejor. Su condición de semiprotegido de Guarteche le valió, por transitiva, la mano tendida de los mandos políticos. Denunciado en la interna por participar de la fiesta del 222, nunca fue alcanzado formalmente por esa guadaña. A los pocos días de su renuncia, en un acto inédito en el salón de actos del edificio de la presidencia –con la presencia del propio Mujica y la del expresidente Tabaré Vázquez–, el MI puso a Mario Layera al frente de la jefatura. Fernández pasó a retiro sin aceptar el cargo que se le ofreció. Alguien que lo observó de cerca en aquella ceremonia recordó: «Estaba saltando en una pata».
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«En la época de la GEO le decían Luis XIV», respondió un policía que fue su subalterno cuando se le preguntó cómo definiría a Fernández. «Es un vieja guardia», resumió un político que supo tenerlo a cargo cuando tuvo responsabilidades gubernamentales. «Un milico cuadrado», sumó un funcionario que lo trató con regularidad. «Él tiene el paradigma de Granaderos y es casi el único que conoce», evaluó otro policía. «El Frente Amplio le perdonó la vida y se tiene que hacer cargo», criticó otro funcionario.
Fernández no fue la primera opción para ocupar el principal cargo policial de la gestión de Jorge Larrañaga. Su nombre fue elegido en el último tramo de la transición. Como consecuencia, cuando asumió, ya se habían decidido las jefaturas del interior del país, algunas por el ministro y otras sugeridas por el exjefe de Policía de Montevideo Erode Ruiz. Ruiz es un hombre de confianza de Luis Lacalle Herrera y sonaba como primer candidato a la dirección de la Policía en la eventualidad de que Álvaro Garcé ocupara el cargo de ministro. Cuando esa eventualidad se desvaneció, Fernández asomó como una de las posibilidades: había cultivado alguna cercanía con la lista 71, pero últimamente representaba un punto neutral entre los altos oficiales afines al Partido Nacional (PN).
El director fue acercando posiciones con Larrañaga, al tiempo que sorteaba los cortocircuitos con el resto de los mandos policiales, una miscelánea de cargos elegidos sobre la base de lealtades políticas diversas. La tensión principal la tuvo con el jefe de Montevideo, de una influencia política difícil de opacar en la interna. El reciente desplazamiento de Ruiz le quitó, de algún modo, una sombra incómoda de encima. En la interna policial, en tanto, se cree que Fernández no cuenta con aliados políticos, más allá del subdirector nacional Héctor Ferreira, quien también perteneció a la vieja Guardia de Granaderos. La confianza de Larrañaga, por su parte, se divide entre sus aliados más cercanos: Luis Calabria, director general de la Secretaría, y Santiago González, director de Convivencia y Seguridad Ciudadana. Hasta ahí.
Es notorio que Fernández, en lo que va de su gestión, apuntó a la Guardia Republicana y demostró que allí estaban dos de sus principales desvelos: recuperar las características del viejo cuerpo de choque y expulsar de allí a todos los oficiales vinculados al ex director nacional de Policía Layera. De un plumazo barrió a los principales oficiales que en los últimos años habían liderado una serie de cambios en la dependencia. Aunque otro tanto también ocurrió fuera de la Republicana; por ejemplo, con la exdirectora del Centro de Comando Unificado Ana Sosa y el jefe de Policía del departamento de Artigas, Alberto González. Este último fue el número dos de Layera en la Jefatura de Policía de Montevideo, luego de que en 2013 Fernández desistiera de responder a los apuros de Bonomi. Vinos viejos, odres nuevos.
En la Republicana, el director nacional ha iniciado algunas reformas que tienen que ver con devolverle un talante similar al de los antiguos cuerpos de choque. Si bien participó en el robustecimiento de esta unidad a partir de 2010, en su nuevo rol discrepa con el hecho de que la guardia se dedique a tareas de patrullaje, una función que se le adjudicó durante el período de Bonomi. A los pocos meses de asumir, además, ordenó bajarle el perfil a la Unidad Táctica de Negociadores. Se trata de un grupo que ganó fuerza en 2016 y comenzó a utilizarse para presentar una solución alternativa a la represión pura y dura. Por disposición del director, el grupo quedó casi inactivo y se desterró a sus principales referentes. Entre ellos actuaban activamente algunas mujeres y personas que expresaban una opción sexual distinta a la de quienes el nuevo director pretende que ahora integren la guardia.
El aplanamiento de la unidad de negociadores se interpreta en la interna como una declaración de intenciones: lograr una unidad con más disposición para el choque y con un perfil masculino casi excluyente, dos preferencias del nuevo director que, desde hace meses, casi todos conocen. El perfil blanco y masculino que pretende Fernández para los guardias es difícil de lograr por la vía formal, salvo embarcando al presidente en una modificación del decreto que actualmente regula el ingreso a esa unidad, que no admite más exclusiones que las físicas o las que resulten de un test psicológico. En setiembre, por lo pronto, el director midió el aceite. Se lanzó un llamado para aspirantes a guardias con una novedad: no serían aceptados «los tatuajes, piercings, implantes, escarificaciones u otra técnica actual o futura, que por su tamaño, ubicación o simbolismo alteren la presentación personal, la sobriedad o el adecuado porte de los uniformes».
Fernández se ha mantenido al lado de Larrañaga sin grandes convulsiones. En junio respaldó la decisión de restituir la placa en homenaje al torturador Víctor Castiglioni en el salón de actos de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia. Lo justificó así: «Castiglioni, con sus claroscuros, fue un referente de una época». El gobierno anterior había ordenado colocar en ese lugar una placa en homenaje a Guarteche. Entonces Fernández fue censurado por Larrañaga por primera vez. Al margen de ese evento, el techo impuesto al nuevo director por los mandos políticos no es muy bajo. Las decisiones de volver a autorizar las comisiones de apoyo policial –un nido de corrupción certificado más de una vez–, decretadas por el gobierno en setiembre, por ejemplo, son, para Fernández, un modo de relacionar a la Policía con «las fuerzas vivas». Cuando era jefe de Montevideo, su relación con las fuerzas vivas era tal que connotados comerciantes del departamento ofrecieron un salón de uso social en el Parque Rodó. Junto con el aumento de 50 horas mensuales a más de 100 para el servicio 222 –consagrado en la Ley de Urgente Consideración–, es un paso hacia la recuperación del paraíso perdido. A pesar de ello, el director asume, en conversaciones particulares, que otros actores de la interna policial empujan para asumir cargos en la nueva administración. «Esos son peores que yo», se le oyó decir alguna vez.
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El inspector mayor Gustavo Sánchez Paleo, el Gallego, es un hombre conocido en el submundo de los policías que añoran retroceder en el tiempo. Tiene 64 años y pasó la mayor parte de sus horas en dependencias de la Jefatura de Policía de Montevideo, aunque también trabajó en Canelones y fue funcionario de cárceles. Unos días antes de las elecciones de octubre grabó un mensaje lleno de nostalgia, de más de 20 minutos, dirigido «al personal». Se quejaba de que los «camaradas» ya no lucen el «celeste tradicional» ni la corbata negra que simboliza el luto. Declaraba, convencido, que los policías –«canas de pura cepa»– siguen siéndolo hasta después de la muerte. Denunciaba una «epidemia de inservibles, de asustados, de incapaces, de genuflexos, de funcionales». Opinaba que, en los últimos años, a la Policía «la llenaron de estupideces y de mariconadas y de concesiones y de blandengues». Lamentaba: «Ya no hay gente firme, no hay gente con la mano tensa». Describía a los jóvenes agentes como pibes «disfrazados de pantera» que, en lugar de rugir, «maúllan como los gatos». Y finalizaba: «Si tengo que volver –si Dios quiere– y si gana nuestro partido –que creo que les pasamos por arriba en todo el país–, va a ser por ustedes, porque me dan vergüenza algunos jerarcas que salen a defender estadísticas con planes absurdos, estúpidos. Nunca estuvieron en el barro, nunca llevaron a un preso, nunca pusieron una marroca de pesado». Desde entonces, aguarda un retorno triunfante, mordiéndose el bigote.
A principios de los dos mil el Gallego estuvo preso en la Cárcel Central. Fue procesado luego de que una funcionaria de la entonces Escuela Departamental de Policía lo denunciara por apuntarla con un arma en la cabeza y obligarla a practicarle sexo oral. Luego de ser condenado con prisión, el caso tuvo idas y venidas, hasta que el policía fue absuelto. Una vez liberado, intimó al Ministerio del Interior a reintegrarlo al cargo y reclamó un ascenso al cargo de inspector. El ministerio lo retomó, pero incumplió otras medidas acordadas, que incluían una reparación económica. El policía recurrió varias veces hasta lograr una sentencia favorable en 2016. En uno de esos juicios, el entonces jefe de la Jefatura de Policía de Montevideo, Diego Fernández, se presentó como testigo y declaró que su intención era otorgarle el ascenso, pero la opción fue desestimada por los mandos políticos de la época. Sánchez Paleo pertenece a la lista 404 del PN y es un hombre de confianza de Álvaro Delgado, actual prosecretario de la presidencia, y Álvaro Garcé, actual director de la Secretaría de Inteligencia Estratégica de Estado. En 2019 fue uno de los asesores de Luis Lacalle Pou en el debate presidencial.
Ernesto Carreras también sueña con volver un día. Es secretario del Círculo Policial y uno de los más enérgicos militantes de los bolsones reaccionarios de la Policía. En 2012 fue destituido de la subjefatura de Soriano por haber publicado en sus redes sociales un mensaje golpista contra el expresidente Mujica, un episodio del que continúa sintiéndose orgulloso. Es el principal agitador de la agrupación Dignidad Policial, de la lista 71. Desde esa trinchera fue suplente en la Cámara de Representantes, donde ha presentado proyectos para autorizar el porte de armas a policías y militares retirados, y reglamentar la difusión obligatoria del himno nacional todos los días a las 00.00. Fue propuesto por la lista 71 para integrar cargos de alto nivel en el MI, pero sin éxito, de momento. Primero hay que ver qué pasa con el hombre de al lado del ministro.






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