Cuando Cristi adquirió todo el poder como comandante de Operaciones, en febrero de 1973
Familiares no tuvo respuesta de Lacalle sobre documentos que permitirían ubicar el archivo del OCOA.
Brecha Samuel Blixen
30 abril, 2021
El prolongado silencio del presidente sobre la ubicación del archivo del OCOA –organismo represivo de la dictadura responsable de múltiples desapariciones, que Familiares documentó hace casi un año– induce a pensar que no quiso –o no pudo– ejercer su mando como comandante supremo de las Fuerzas Armadas.
A comienzos de julio de 2020 el presidente de la república, Luis Lacalle Pou, recibió de manos de la organización Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos un conjunto de documentos militares que revelan la ubicación exacta del archivo clasificado del Órgano Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA), la estructura represiva de la dictadura militar que entre 1971 y 1985 concentró en Montevideo y Canelones las acciones militares contra partidos políticos, estructuras guerrilleras y organizaciones sociales. La organización estima que, con una alta probabilidad, en el archivo clasificado del OCOA se podrá rescatar información clave y específica sobre el lugar donde fueron enterrados los cuerpos de detenidos desaparecidos. De ser incautada, tal documentación permitiría, además, identificar a los responsables directos de los asesinatos y a los jerarcas que impartieron las órdenes.
El OCOA tuvo como base de operaciones por los menos tres centros clandestinos de detención: la llamada Casa de Punta Gorda, una residencia en la rambla República de México incautada a los tupamaros, que designaron 300 Carlos R; el conocido como 300 Carlos I o Infierno Grande, en los predios del Servicio de Materiales y Armamento, junto al Batallón de Infantería 13, sobre la Avenida de las Instrucciones, y la llamada Base Roberto, en el predio de La Tablada. Decenas de desaparecidos fueron interrogados y torturados en estos centros clandestinos, además de cientos de sobrevivientes que, después de pasar por ellos, fueron blanqueados y permanecieron durante años en las cárceles de la dictadura.
La documentación entregada al presidente incluía un documento manuscrito del general Esteban Cristi y un parte de novedades del servicio de guardia del OCOA, a través de la Mesa Central Operacional, ambos ubicados en el Archivo Berrutti por el proyecto universitario Cruzar, y la respuesta del general Guido Manini Ríos a un pedido de informes del Grupo de Trabajo por Verdad y Justicia, firmado por su coordinador, Felipe Michelini. Los documentos fueron acompañados de dos notas explicativas que aportan elementos del contexto. Esta gestión, de hace casi un año, de los representantes de Familiares, resultó infructuosa, pese a que, en una reunión en su despacho del edificio de la plaza Independencia, el presidente se comprometió a colaborar en la búsqueda de información, siempre y cuando los indicios estuvieran sustentados en documentación confiable. La organización nunca obtuvo una respuesta sobre el resultado de esa gestión, si la hubo.
CUATRO ENCUENTROS
La de julio del año pasado fue la cuarta –y última– reunión entre el presidente y los representantes de Familiares. El primer encuentro fue por iniciativa del propio Lacalle cuando aún era senador del Partido Nacional. Había declarado públicamente que, a su juicio, los desaparecidos eran una cuestión del pasado, lo que suscitó críticas de diversa índole. Después de reconsiderar su opinión, solicitó una entrevista con Familiares, a la que concurrieron Elena Zaffaroni, Javier Tassino y Nilo Patiño. El senador admitió que había equivocado el enfoque sobre el pasado reciente y dijo estar dispuesto a colaborar en la búsqueda de los desaparecidos. El segundo encuentro ocurrió durante la campaña electoral, en el marco de las entrevistas que Familiares impulsó con todas las fórmulas presidenciales, y tuvo lugar en su sede. Acompañado de Beatriz Argimón, Lacalle reiteró su compromiso con la búsqueda de los desaparecidos y con aportar, si accedía a la presidencia, los recursos necesarios para las excavaciones y otras erogaciones.
En el tercer encuentro, ya como presidente, Lacalle ratificó, a la nutrida delegación de Familiares que había pedido la entrevista, su disposición a colaborar con nuevas investigaciones si estaban debidamente documentadas. Como ejemplo de la documentación que manejaban, uno de los miembros de la delegación le mostró el plano dibujado por un represor no identificado que ubicaba, con un margen de precisión de entre 5 y 10 metros, el lugar donde había sido enterrado, en el Batallón de Infantería 13, el escribano Fernando Miranda. El croquis del represor permitió exhumar los restos del militante del Partido Comunista. «Usted, que es un hombre de campo, ¿piensa que es posible que alguien, 30 años después, pueda señalar un punto en el terreno con esa precisión?», le preguntaron. Los miembros de la delegación afirmaron que eso era posible sólo si esos datos estaban anotados y guardados en algún lugar. Ese diálogo en la entrevista introdujo la hipótesis de que hay información guardada sobre el lugar donde fueron enterrados los desaparecidos.
LOS DOCUMENTOS
A la última entrevista solicitada por Familiares concurrieron Zaffaroni, Patiño, Graciela Montes de Oca e Ignacio Errandonea. En esta oportunidad le informaron al presidente que manejaban pruebas que contemplaban sus exigencias. Se trataba de un conjunto de documentos que registraban, paso a paso, las operaciones militares que habitualmente se califican como la primera etapa del golpe de Estado de 1973 (véase «Planes de verano», Brecha, 1-II-2019). Una buena parte de esos documentos es de puño y letra de Cristi, por entonces jefe de la Región Militar 1 y designado comandante de las Fuerzas Armadas en Operaciones, luego del levantamiento de la Marina y la toma militar de la Ciudad Vieja, consecuencia de la divulgación de los comunicados 4 y 7, una especie de programa de gobierno que cuestionaba la autoridad del expresidente Juan María Bordaberry. (Un análisis exhaustivo de los documentos de febrero y marzo de 1973 se incluye en este informe como nota aparte.)
Al final de las operaciones militares que comenzaron en la madrugada del 9 de febrero y se prolongaron hasta el 12, Cristi ordenó archivar toda la serie de órdenes, despachos, partes y comunicaciones producidos por esos días en el archivo clasificado del OCOA, que entonces se convirtió en la principal herramienta operativa y de inteligencia del Ejército. Ordenó también trasladar el archivo clasificado al piso superior del edificio del comando de la Región Militar 1, en Agraciada y Capurro, especificando que deberían instalarse barreras de seguridad y cajas fuertes. Para Familiares, el contenido de ese documento revela dónde estaba instalado el comando del OCOA y, como consecuencia, su archivo clasificado y su sistema de radio. Y así se lo hicieron saber a Lacalle. La experiencia acumulada en el análisis de documentos –en particular, la difusión de copias que reproducen varias veces los contenidos de los archivos– permitía suponer que el del OCOA podía perfectamente permanecer en la casona de la avenida Agraciada, donde sigue instalado el comando de la División de Ejército 1, como pasó a llamarse la Región Militar 1. La hipótesis cobra más fuerza sabiendo que los archivos de esa división del Ejército fueron microfilmados a partir de 1977: la microfilmación es una prueba de la decisión de mantener guardada la documentación por tiempo indefinido.
El presidente consideró que el planteo era serio y estuvo de acuerdo en manejar con discreción el tema. Dijo que iba a estudiar detenidamente la documentación y reclamó: «Entréguenmela en la mano». Unos días más tarde un miembro de Familiares asistió a la sede de Presidencia de la República y solicitó hablar personalmente con Lacalle. Su secretaria personal, Mariana Cabrera, recibió el sobre, que contenía la porción de la colección de documentos referida al archivo de OCOA; un parte de novedades de la mesa de radio en el que se consignaba el reclamo de que se repararan los teléfonos –lo que posibilitó, mediante una guía telefónica inversa (que permite ubicar los datos de titularidad del servicio a partir de los números) de la inteligencia, también ubicada en el Archivo Berrutti, confirmar la localización del OCOA–; un documento firmado por Manini Ríos en calidad de comandante del Ejército en el que afirmaba que no había un registro del comienzo del OCOA ni de su desmantelamiento, y dos notas explicativas: una que describía las características del OCOA y su funcionamiento, y otra que argumentaba sobre la especial relevancia de los procedimientos en la búsqueda de la documentación, en particular, en el mantenimiento de la reserva y la necesidad de evitar intencionalidades.
El silencio del presidente ante una gestión que Familiares estimaba vital para obtener respuestas concretas sobre las desapariciones y los lugares de enterramiento promueve especulaciones que, por ahora, no tienen confirmación. Lacalle perfectamente podría haber adoptado una actitud que cercenara cualquier expectativa. Que no haya una respuesta deja en sus manos el interrogante y la duda de cómo ejerció –si lo hizo– su potestad de comandante supremo de las Fuerzas Armadas.
El ejecutor
El documento entregado al presidente Luis Lacalle que revela la ubicación del archivo clasificado del Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA) –donde verosímilmente se encuentran datos concretos sobre las desapariciones de militantes– permite acceder a un conocimiento más acabado de la forma en que se procesó el golpe de Estado en febrero de 1973 y del papel que jugaron en la conducción de las operaciones militares contra la Marina el general Esteban Cristi, comandante de la Región Militar N.º 1, y el coronel Juan Vicente Queirolo, jefe del OCOA.
En aquel momento, la interpretación tenazmente repetida, aunque controvertida en el seno de la dirección del Frente Amplio, adjudicaba la autoría de los famosos comunicados 4 y 7 del Ejército –un planteamiento político-militar que en los hechos convertía al presidente de la república, Juan María Bordaberry, en una figura casi decorativa, sin capacidad de ejercer el poder con independencia de los mandos militares– a los presuntos «mandos peruanistas» o progresistas. Pero los documentos de febrero de 1973 ubicados en el «archivo Berrutti» revelan que la conducción militar en los días del golpe, cuando la Marina decidió respaldar al presidente copando la Ciudad Vieja, fue encomendada al general Esteban Cristi, quizás el oficial con mando más «duro» anticomunista, con indisimuladas inclinaciones fascistas . El jefe de la Región Militar N.º1 fue designado comandante de las Fuerzas Armadas en Operaciones, cuyas atribuciones operativas en una situación de guerra le conferían poder de mando sobre todas las unidades militares del país y, en los hechos, iban más allá de las del comandante en jefe del Ejército e, incluso, de la Junta de Comandantes en Jefe, órgano integrado por los jefes de las tres ramas.
Los golpistas de febrero podrían haber designado como comandante de Operaciones al jefe del Ejército, general Hugo Chiappe Pose, o al general Gregorio Álvarez, jefe del Estado Mayor Conjunto (Esmaco), sindicado, junto con el coronel Ramón Trabal, como el artífice de los comunicados 4 y 7; podían, incluso, haberse inclinado por el general Julio César Vadora, comandante de la Región Militar N.º 4, y que ocupaba la derecha de todos los generales. Sin embargo, los peruanistas optaron por concentrar la suma del poder en el más intransigente de los «duros», lo que no deja de ser una contradicción que casi perpetuó la fantasía de una puja entre progresistas y fascistas.
La confrontación personal por el control del Ejército entre Álvarez y Cristi, que determinó la historia íntima de la dictadura, probablemente surgió tras la difusión de los comunicados 4 y 7, y, en particular, cuando el presidente Bordaberry firmó su capitulación virtual en el pacto de Boisso Lanza. Pero, más allá de la puja, aprobaron algunos acuerdos básicos, entre ellos, la necesidad de mantener una fachada civil y de contar con los partidos políticos, una vez depurados.
El golpe de febrero no sólo consagró la primacía de Esteban Cristi. También catapultó como figura principal al coronel Juan Vicente Queirolo, segundo jefe de la Región Militar N.º 1. Su protagonismo fue consecuencia de la decisión de Cristi de depositar en el OCOA la ejecución de las operaciones de inteligencia y las operaciones estrictamente de combate. (Un informe de Brecha sobre los partes de campaña que permiten reconstruir aquella historia puede encontrarse en la edición del 1 de febrero de 2019: «Planes de verano. Documentos inéditos confirman la intención de los militares de dar el golpe en febrero»). Queirolo era el jefe del OCOA, el organismo que para entonces concentraba en sus dos divisiones, Información y Operaciones, el combate antisubversivo, con un protagonismo creciente desde abril de 1972, cuando estalló la guerra interna. La decisión de Cristi de depositar en el OCOA el peso de las operaciones de febrero, descartando otras unidades y, en particular, el Estado Mayor de la Región, muy probablemente obedeciera a la confianza de los mandos en los oficiales que habían hecho una especie de curso intensivo al ser destacados como interrogadores en los distintos cuarteles de la capital, donde permanecían centenares de prisioneros.
En los partes de las operaciones de febrero, que Cristi ordenó archivar como material clasificado en el primer piso de la Región Militar N.º 1, en la avenida Agraciada, aparecen algunos nombres (mayor Winston Puñales, capitán Taramasco, teniente Armando Méndez) que después se reiterarán a medida que el OCOA adquiera mayor protagonismo. Méndez, por ejemplo, que en febrero se infiltró detrás de las líneas de los constitucionalistas de la Armada en la Ciudad Vieja, meses después aparecerá infiltrado en la manifestación del 9 de julio que dio fin a la huelga general, cuya represión estuvo a cargo del teniente coronel Mario Aguerrondo Montecoral, por ese entonces destinado en el OCOA. De los documentos de febrero surge la evidencia de que el OCOA fue el organismo principal de las operaciones del golpe. Fue el OCOA, también, el que se encargó de la vigilancia de los altos oficiales de la Armada, que la División Inteligencia, a partir de informantes que cooperaron con el Ejército, identificó como los más decididos en la defensa del presidente Bordaberry, cuando este ya estaba defeccionando. La vigilancia del OCOA, que se prolongó hasta finales de marzo, incluyó también a numerosos políticos.
Los documentos revelan que el ejercicio del mando como comandante en Operaciones no fue, en el caso de Cristi, desde detrás de un escritorio. La mayoría de las órdenes emitidas en esos días fueron redactadas por él de puño y letra. Personalmente se ocupó de todos los detalles, por ejemplo, en el episodio de una demostración de fuerza para incidir en el ánimo de tres ministros que habían concurrido, en la tarde del 9 de febrero, al comando de la región para intentar una negociación. Cristi no sólo ordenó que tanques del Batallón de Infantería N.º 13 y de Caballería Motorizada N.º 4 circularan por la avenida Agraciada, sino que dispuso detalles como la distancia (100 metros) entre vehículos y la velocidad (30 quilómetros por hora).
La forma en que el general Cristi ejerció la comandancia en Operaciones no sólo le otorgó un prestigio que incidiría más tarde en las promociones de sus seguidores (Vadora como comandante en jefe, Queirolo como general) y en la interminable pulseada con Gregorio Álvarez. Los documentos sugieren que, por la manera en que se organizó la represión a la Armada –se desplegaron las fuerzas, se controlaron las comunicaciones y se ejecutaron las infiltraciones–, los golpistas habían previsto el levantamiento del contralmirante Alejandro Zorrilla y de los principales mandos de la Marina, que, antes de disponer el cerco de la Ciudad Vieja, habían dejado en claro sus posturas constitucionalistas. Otros documentos seguramente completarán los capítulos desconocidos del golpe de Estado que se ejecutó en dos tiempos.
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