La masacre de las muchachas de abril
Senador Domenech: "Procesamiento del Tte. Gral. Juan Rebollo es un acto de indisimulada venganza"
“ El propio militar procesado fue herido en ese combate, o sea que no se trataba de unas inocentes muchachas” dijo el senador de Cabildo Abierto Guillermo Domenech, sobre las “muchachas de abril” y que cuestionó el procesamiento del militar retirado Juan Rebollo
>>> Los hechos
El 21 de abril de 1974 en el barrio Brazo Oriental, en un pequeño apartamento de la calle Mariano Soler, tres muchachas: Laura Raggio, Diana Maidanic y Silvia Reyes (embarazada), habían preparado la cena y compartido charlas hasta que comenzó el infierno con gritos y golpes terribles en las ventanas y puerta de entrada. “Abran, abran que tiramos”, es el recuerdo que aún guardan los vecinos de aquella noche.
Le siguió una terrible balacera con ametralladoras, sobrevino el silencio y los vecinos presenciaron cómo “sacaron los tres cuerpos en parihuelas”.
Según consta en el libro “Ovillos de la Memoria”, “el operativo de guerra” estuvo a cargo del general Juan Rebollo, y participaron también los generales Julio César Rapella y Esteban Cristi, los Mayores Armando Méndez y José Nino Gavazzo, el Coronel Manuel Cordero y los entonces Capitanes Mauro Mariño, Julio César Gutiérrez y Jorge Silveira”.
Las chicas eran Silvia Reyes, de 19 años, Laura Raggio de 19 años y Diana Maidanik de 21.
También había un niño por nacer, un tupamaro en potencia, pues Silvia estaba embarazada.
Valientemente realizaron más de 140 disparos con armas de guerra, fusiles y ametralladoras punto 30.
Entraron a sangre y fuego al apartamento donde las chicas dormía y las ejecutaron.
>>> Todo está guardado en la memoria
Versiones contrarias de Guillermo Domenech, Gavazzo, Rebollo y Klastornick en caso de “las muchachas de abril”
Fiscalía considera que “la versión proporcionada por los indagados no concuerda con lo informado por los peritos, ni aún con el testimonio de los vecinos”.
Las muertes de las jóvenes en 1974 "es de estricta responsabilidad de los militares que actuaron en el operativo, quienes sin lugar a dudas procedieron en forma ilegítima".
"Más allá si las jóvenes resistieron o no el allanamiento (realizado sin orden judicial y en horas de la noche) lo real es que estas fueron ejecutadas, si se quiere masacradas, cuando se encontraban acurrucadas en una zona donde no podían efectuar resistencia alguna", añade el pedido de procesamiento.
En ese sentido, el dictamen expresa que "resulta ostensible que conforme a las armas utilizadas por el Ejército, así como el lugar y la forma en que fueron encontradas las víctimas, es dable sostener que hubo un manifiesto exceso de defensa por parte de los militares actuantes".
Fiscalía llegó a esta inferencia tomando en consideración, fundamentalmente lo informado por la Junta Médica del Departamento de Medicina Legal de la Facultad de Medicina, que hizo la autopsia de las jóvenes. También se tuvo en consideración el testimonio de los testigos presenciales del hecho, así como la información que se desprende de lo actuado en la justicia militar.
El triple homicidio ocurrió en el barrio Brazo Oriental de Montevideo. Cerca de la medianoche, un comando de las Fuerzas Conjuntas había tomado la calle Mariano Soler en busca de Washington Barrios, un militante del Movimiento de Liberación Nacional - Tupamaros (MLN-T), quien vivía en un apartamento junto a su esposa Reyes y otras dos jóvenes: Maidanik y Raggio.
Las tres jóvenes fueron acribilladas a balazos y murieron. Barrios fue detenido en setiembre de 1974 en Córdoba, Argentina, y hasta ahora su paradero es desconocido.
Gavazzo, Rebollo y Klastornick admitieron haber participado en el hecho. Al respecto, Rebollo y Klastornick dijeron que al ingresar Gavazzo a las habitaciones del apartamento desde dentro le efectuaron varios disparos que produjeron sus heridas y luego de ello recién procedieron a repeler la agresión.
Pese a tales declaraciones en sede judicial, al elevar el Memorando al Juez Militar de Instrucción, Rebollo expresó algo distinto. "Nuestros efectivos abren fuego sobre los lugares de los que parten los fogonazos y desde adentro se continúa haciendo fuego sobre los efectivos con armas, lanzando además un objeto que posteriormente se comprueba era una granada", dijo Rebollo al juez militar de instrucción.
Por su parte, Klastornick manifestó que "se empujaron las dos hojas de la puerta a empujones y el que entra es el capitán Gavazzo, pudo haber entrado cualquiera primero y ahí Gavazzo recibe dos balazos" (... ) yo sentí dos disparos y muchísimos más a posteriori. Los dos disparos le dieron a Gavazzo y el cae adentro de la vivienda. Ahí él cae y se sienten cantidad de disparos que provenían desde adentro de la pieza. Hasta ese momento ninguno de nosotros habíamos tirado ningún tiro". Luego reiteró más adelante: "Sacamos a Gavazzo y seguían los disparos desde adentro y empezaron los disparos de nosotros repeliendo la agresión".
En relación al episodio de la granada tiene una versión distinta a la aportada por Rebollo en sede judicial "Yo cuando saco a Gavazzo vuelvo al lugar y nosotros no entramos a la vivienda hasta que finalizó la balacera porque en el ínterin hubo algo que sucedió que nos dimos cuenta a posteriori que habían arrojado granadas desde adentro y no explotaron", dijo según el dictamen fiscal.
Fiscalía entiende que "la versión proporcionada por los indagados no concuerda con lo informado por los peritos, ni aún con el testimonio de los vecinos".
De acuerdo a lo informado por los peritos, los hallazgos de la escena del hecho, así como los testimonios de los vecinos, Fiscalía infiere "que el actuar de los militares fue absolutamente desproporcionado en relación a la supuesta ofensa de las jóvenes. En otras palabras, el medio empleado para repeler la supuesta agresión fue excesivamente desmedido y por tanto ilegítimo".
Gavazzo niega haber participado en el evento, pero "fue reconocido por la madre y la hermana de Washington Barrios como quien irrumpiera en su casa preguntando por él en pleno operativo de búsqueda de Barrios y luego de las muertes de las jóvenes, quien volvió nuevamente al apartamento en procura de ubicar el domicilio de la hermana de Silvia Reyes", dice el dictamen.
El operativo estuvo a cargo del Grupo de Artillería N° I y del Grupo de Artillería Antiaérea N° I, este último estaba a cargo de Rebollo. Fiscalía entiende que es evidente que el como jefe de la unidad participó en el operativo y fue responsable "de las órdenes dadas a los subalternos para disparar, ergo, resultan responsables por ello".
Por último, Fiscalía entiende que también resulta responsable de las muertes de las tres jóvenes Klastornick "desde que este participo directamente en el tiroteo". Al respecto señaló: "Yo participé, estuve allí en el lugar" y posteriormente especificó "...seguían los disparos desde adentro y empezaron los disparos de nosotros repeliendo la agresión. Nosotros llevábamos armas cortas, la que yo usaba era arma corta y los demás casi seguro que también eran armas cortas".
>>> Ejecutado por los propios milicos
"Bombas y misiles que no explotaron"
El general retirado Juan Modesto Rebollo, uno de los acusados de la llamada “masacre de las muchachas de abril” dice que «no eran unas pobres jóvenes asustadas en un rincón», sino integrantes del MLN que los atacaron con granadas. El fiscal especializado en Crímenes de Lesa Humanidad, Ricardo Perciballe, pidió el procesamiento de Rebollo y los también militares retirados José Gavazzo y Eduardo Klastornick, por lo ocurrido en el año 1974 en una casa de la zona de Brazo Oriental en Montevideo.
En declaraciones a radio Monte Carlo, Rebollo dijo que fue un operativo para saber si en esa casa funcionaba una imprenta clandestina. Nos recibieron a los tiros y lanzando granadas que no llegaron a explotar, «de lo contrario todos habríamos muerto», señaló.
Agregó que en el operativo fue baleado por la espalda el Capitán Gutierrez que quedó parapléjico y murió dos meses después.
En 1974,
pocos meses después de la instalación formal de la dictadura, cubría al
país una ola represiva. Bajo la lupa militar estaba toda la población,
especialmente los ciudadanos definidos en las categorías B y C por los
servicios de inteligencia. Los centros de estudio, los lugares de
trabajo, clubes de todo tipo eran vigilados silenciosa y metódicamente
en los albores de la coordinación represiva que se conocerá como Plan
Cóndor. Quedaba mucho por desmantelar, por deshacer. La escalada
represiva llevará a un profundo y cruel genocidio cultural, político,
ideológico y organizativo que atravesará todo el período dictatorial y
llegará hasta nuestros días. Los militares arman los organigramas de las
organizaciones populares y orquestan su desarticulación, en sus
escritorios con soldaditos de plomo reinventan la guerrilla, los
enfrentamientos, los desembarcos, para ellos la guerra continúa...
“(...) Efectivamente, la noche del 20 al 21 de abril de 1974 se recibió
la orden del mando de realizar un allanamiento en la finca sita en la
calle Ramón de Santiago número 3086 apartamento 3, domicilio de
Washington Javier Barrios, integrante del MLN. Al llegar a dicho
domicilio no se obtuvo respuesta al llamado efectuado, recibiéndose
sorpresivamente varios disparos de arma de fuego que alcanzaron al
capitán Julio César Gutiérrez, quien cayó herido. Al intentar ayudar al
camarada caído, se produjo otra ráfaga de disparos uno de los cuales
hirió al jefe responsable del operativo.”
El operativo realmente
fue en la calle Mariano Soler 3098, apartamento 3, y por posteriores
reconocimientos se sabe que estuvo a cargo del general Juan Rebollo y
que participaron también los generales Julio César Rapela y Esteban
Cristi, los mayores Armando Méndez y José Gavazzo, el coronel Manuel
Cordero y los entonces capitanes Mauro Mariño, Julio César Gutiérrez y
Jorge Silveira.
Aunque ellos olviden el hecho, en ese episodio
también murió el agente Dorval Márquez, totalmente ajeno al hecho, que
se dirigía a su casa en bicicleta.
Pero no fueron los únicos que
estuvieron presentes, ni fueron los únicos que vieron; son muchos los
testigos, muchos los que guardan memoria, y los asesinatos surgen de las
voces que nos ayudan a reconstruir ese día.
Cuando “Pelusa”, una de
las vecinas, se despierta, están intentando entrar a su casa. Mira por
una de las ventanas, ve a los militares y también a alguien vestido con
un “gamulán” beige que estaba con ellos y que, según le pareció,
señalaba hacia su casa. Abre la puerta, y mientras le preguntan quién
vive allí puede ver que en las azoteas muchos soldados apuntan a los
apartamentos, como en un juego de guerra, espalda con espalda. Uno de
ellos grita que esa no es la casa; le hacen cerrar la puerta y quedarse
adentro. Desde los techos de la casa de al lado le gritan que cierre las
persianas. Cuando intentan abrir otra puerta escucha al muchacho del
gamulán gritando:
—¡Está desarmada, no tiren!
De pronto ve a un oficial que grita:
—Viene por la calle El Iniciador, en bicicleta.
Creyeron que el que venía era Washington; la bicicleta se acercaba, le
dieron la voz de alto, no respondió, dispararon y el ciclista cayó
herido. No se pudo hacer nada, el agente Dorval Márquez, que volvía a su
casa después de la jornada de trabajo no escuchó, se sumó otra víctima.
Años después reconocen al mayor Gavazzo como protagonista de este
episodio.
Gabriela, la hija de Pelusa, que era una niña en esa
época, tiene la imagen todavía grabada. Vio cuando sacaban los tres
cuerpos en parihuelas, eran como inmensas muñecas de trapo; una era
Silvia Reyes, su brazo sangrando asomaba colgando bajo la sábana, en la
mano tenía el anillo de Washington. Gabriela conocía ese anillo, Silvia
le permitía probárselo.
En el apartamento 4 vivía Gloria. Estaba
embarazada y tenía una niña de 2 años. Esa noche estaba en la cama junto
a su esposo. En el dormitorio irrumpió Silveira con varios soldados, no
los dejaron moverse hasta el amanecer. Escucharon los disparos, eran
tantos que las paredes temblaban, pensaron que en cualquier momento
podían atravesarlas. Hugo, el esposo, decía:
—Sáquennos de acá, las balas van a pasar para este lado.
Les pareció que los milicos estaban tan asustados como ellos, mirando y
rogando que la pared resistiera. Después supieron que la primera hilera
de ladrillos quedó prácticamente deshecha, la pared era doble.
Jacqueline tenía entonces 10 años, vivía con sus padres apartamento por
medio del de Silvia y aquel 21 de abril estaba dormida profundamente.
“De golpe me despiertan gritos y golpes terribles en las ventanas y en
la puerta de entrada –relata–. Con mucho miedo me senté en la cama de un
salto y comencé a entender lo que gritaban:
—¡Abran, abran, somos las Fuerzas Conjuntas, abran que tiramos!
Eran muchas voces y seguían golpeando y gritando como desesperados.
Salí de la cama y fui gateando al dormitorio de mis padres, tenía mucho
miedo. Oía el ruido de las ametralladoras y pensé que podían tirar
contra las ventanas, porque seguían gritando:
—¡Abran, abran que tiramos!
Si lo hubieran hecho, seguro que me habrían matado, porque tenía que
pasar frente a las otras ventanas. En ese momento mis padres prendían la
luz, saltaron de la cama y corrimos hacia la puerta, gritando que no
tiraran e iban prendiendo las luces, abriendo las cortinas y por
supuesto abrieron la puerta de entrada. No entendíamos nada, mi madre
dice que eran las 2.45 de la madrugada; nos parecía que eso no era
realidad, que era una pesadilla. Al abrir la puerta se abalanzaron una
cantidad de militares con metralletas que apuntaban a mis padres y a mí.
El patio estaba lleno de soldados que gritaban y corrían como locos. A
los gritos le preguntaron a mi padre:
—¿Usted cómo se llama?
No
terminó de decir: Washington Barrios, cuando se lanzaron contra él, lo
agarraron de los brazos y empezaron a arrastrarlo hacia afuera. Mi padre
se resistía y preguntaba qué hacían y qué querían. Los soldados le
gritaron a los otros: acá está. En ese momento se siente una voz que
venía de atrás del montón de soldados:
—No, a ése no lo maten que es el padre.
Entonces lo soltaron y una cantidad de soldados y otros hombres de
civil que llevaban camperas negras entraron a nuestro apartamento y
preguntaron por mi hermano Washington. Nosotros respondimos que no
sabíamos dónde estaba. Nos encerraron en el dormitorio custodiados por
varios militares que nos apuntaban con sus armas. Entonces comenzó el
ruido infernal de las ametralladoras y me di cuenta de que estaban
tirando contra la puerta del apartamento de mi hermano. Aquello fue un
infierno, se sentía el ruido de los impactos contra los vidrios, las
ráfagas de las ametralladoras. Y nosotros impotentes; sentía en mi
interior que estaban matando a Silvia y a su hijo, que luego de aquello
no podía estar viva. Cuando salí fuera de la casa parecía que hubiese
pasado un terremoto... Mi mamá me dijo que habían matado a Silvia y a
las dos compañeras que estaban con ella: Laura Raggio y Diana Maidanic.
Al mediodía llegaron varios camiones del Ejército con soldados y
empezaron a llevarse todos los muebles. Se llevaron la puerta, sacaron
hasta los tapones y las tapas de las llaves de prender las luces.
Recuerdo cuando se llevaron la máquina de coser y el colchón del sofá
cama que estaba en el lugar donde las asesinaron, todo estaba lleno de
sangre. Era horrible. Lo que no pudieron llevarse, como el placard del
dormitorio, lo rompieron. Unas semanas después, cuando mi padre y mi
otro hermano limpiaron, volví a entrar al apartamento. La puerta de
acceso al comedor y dormitorio no tenía un solo vidrio sano, el revoque y
los ladrillos estaban todos rotos a consecuencia de las ráfagas, las
paredes salpicadas con sangre y las balas incrustadas en el cielo raso
tenían trozos de cuero cabelludo.”
La madre de Washington, “Nené”,
recuerda claramente que ese día Gavazzo estaba vestido de traje sport de
hilo, con corbata azul y camisa celeste; llevaba una ametralladora.
Silveira estaba de uniforme, entró en la casa con expresión de loco y
puso una metralleta sobre una mesita:
—¿Dónde está el hijo de puta de su hijo, que yo mismo lo mato?
Gavazzo entra y le dice:
—Cállese la boca, no le hable así a la señora y salga para afuera.
Todo era vértigo y violencia. Entra Cordero y le ofrece:
—Tome un cigarro, señora.
Se sienta en la cama y le pregunta a Jacqueline si conoce a la hermana
de Silvia y a su esposo Nicolás Quiñones. Ella le contesta que sí, que
siempre iba a la casa, que conocía también a los padres de Silvia y de
Stella.
—Entonces ¿conocés bien la casa? –insiste Cordero.
La niña asiente, temerosa.
—Te voy a dar una hoja y un lápiz y me vas a hacer un mapa de cómo es la casa –le dice.
Nené reacciona y le responde que no va a permitir que su hija de 10
años dibuje un mapa, que la dejen en paz. Recuerda que Washington padre
quedó mudo, esperando. No lo dejaban moverse, pero cuando vio que
sacaban algo del apartamento no pudieron detenerlo, se acercó a la
ventana y vio que sacaban los tres cuerpos. Dijo:
—Mataron a Silvia, y había dos muchachas más.
Las visitas de Gavazzo a la casa de la familia Barrios continuaron
después del operativo, llegaba con supuestas cartas del hijo o con otro
verso. Este interés se mantuvo hasta setiembre, fecha en que desaparece
Washington. Un día a mediados de octubre, tal cual lo anunciaba el mayor
Gavazzo, llegó Armando Méndez con la moto de Washington que habían
“encontrado” en el taller mecánico en que la había dejado. La
devolvieron “para que la vendieran”.
Stella Reyes, detenida ese
mismo día, reconstruyó la terrible jornada. Escuchó las versiones de los
soldados en el cuartel de artillería, la de Mario Soto y la que su
propio padre registró minuciosamente. En los dos operativos, el
realizado en su casa y el de la familia Barrios, participó la misma
gente, había oficiales de alto rango, los pudo ver cuando estaba contra
un muro.
“Sé que al capitán Gutiérrez lo mataron ellos, pertenecía a
artillería 2 de la ciudad de Trinidad. Rompió la puerta de la casa y
cuando entró al patio abierto los milicos que estaban en la azotea
oyeron ruido y le dispararon. Cayó allí mismo. Cuando entra el general
Rebollo disparan también y lo hieren en el brazo.
Después fueron a
la casa de mis padres, en Jacinto Vera 3777, que estaba situada delante
de la nuestra que era el apartamento 2. Mi padre escribió con lujo de
detalles todo lo que ocurrió esa noche.”
El testimonio del padre de Silvia y Stella Reyes expresa:
“Con un altavoz gritan:
—Que salga Reyes con las manos en alto, vamos a tirar.
Gritaban totalmente enloquecidos:
—¡Tupamaros hijos de puta, venimos a matarlos a todos! ¡Dale, hijo de puta, cantá dónde está tu hijo!
Otro detrás mío gritó:
—¡Volale la cabeza a ese hijo de puta si no habla!
Entendí que sólo con serenidad podría demorar a esas bestias enloquecidas y comencé a contestar.
—No tengo ningún hijo.
Y ellos:
–Dale, matalo, volale la cabeza
Y yo:
—No tengo ningún hijo.
Así pasaban los segundos, o quizás los minutos.”
Con todo detalle narra los recursos que interpuso ante el pelotón
desaforado para demorar el operativo. Finalmente cuando “las luces del
ansiado amanecer comienzan a alumbrar suavemente la escena, camino
lentamente hacia la puerta abierta, entre insultos y amenazas, la última
orden es: ‘entrá y tenés diez segundos para prender las luces, si
demorás te acribillamos con todo lo que esté adentro y morís’. Yo entro
con los nervios agotados, tanteo en la oscuridad hasta que enciendo la
luz, quizás un segundo antes de los diez, por eso no llego a saber lo
que es morir acribillado en la oscuridad como mi hija Silvia y sus
compañeras”.
Continúa Stella: “Fue muy cruel todo esto para mi
padre, la muerte de mi hermana, la desaparición de Washington, la cárcel
mía y de mi esposo. Todo el tiempo estaba pensando en nosotras, y
siempre que podía contaba: ‘A mi hija la mataron, la asesinaron’. Siguió
registrando todo lo que pasaba, lo que hacían para encontrar a
Washington. En 1985 renovó su fuerza, escribió todos los hechos en una
especie de carta abierta al pueblo uruguayo, creyó que se haría
justicia, pero no pasó nada.
En el año 2000 hizo una crisis muy
importante, rompió mesas, rompió todo lo que estaba a su alrededor.
Tuvimos que llamar al médico, que decidió calmarlo con medicamentos
hasta que llegó un psiquiatra. Cuando mi padre se recuperó se dio cuenta
de que había hecho una crisis, nos dijo que tenía que contar lo que
había visto, lo que hicieron en la morgue del Hospital Militar, algo que
no había podido contar nunca. Él creía que era por eso que estaba tan
mal. Yo lo iba a dejar solo para que hablara tranquilo con el
psiquiatra, pero él me pidió que me quedara y dijo:
—Yo quiero que Stella esté, que escuche esto, porque es la que puede contar, yo no puedo contar.
Y empezó a relatar:
—Vi los pies de Silvia y enseguida la reconocí, no precisé nada más,
supe que era ella. Pero la destaparon toda y tenía la autopsia hecha,
estaba abierta desde el cuello hasta abajo, llena de algodones
ensangrentados donde se supone que tenía que estar mi nieto.
El psiquiatra le dijo:
—Mire, lo que le hicieron a usted es una tortura. Lo que le pasa es
normal, con todo lo que usted vivió; ni yo ni nadie lo hubiese podido
soportar. Vamos a medicarlo para que pueda estar tranquilo, lo que usted
tiene que hacer es olvidar.
Pero es imposible olvidar.
—Yo veo
esa imagen, esa imagen la he visto durante años, mi familia no sabe, yo
me duermo y me despierto con esa imagen, me doy cuenta que me estoy
poniendo cada vez peor.
Él se había enterado que Silvia estaba
embarazada cuando lo interrogaban los milicos. La vio con más de 30
impactos de bala en el cuerpo.”
La medicación tuvo que ser más
fuerte, empezó a hacer picos de presión y crisis depresivas. No había
podido salvar a su hija, no había podido encontrar a su yerno
desaparecido en Buenos Aires. Cada vez que viajaba recibía amenazas de
Gavazzo, que le decía que las consecuencias las iba a sufrir Stella, que
estaba presa. En medio del dolor, de la injusticia y del hostigamiento
juntó información, la registró, la ordenó en carpetas; detalles de toda
esta etapa quedaron en su diario, fue su aporte consciente a la memoria,
su lucha contra la impunidad mientras tuvo fuerzas.
Laura Raggio
era la única mujer y la mayor de cuatro hermanos. Le seguían los
mellizos Horacio y Raúl y el más pequeño Daniel. Su mamá era profesora
de educación física y su papá empleado bancario. Vivieron en diferentes
casas, pero siempre en Malvín. Los padres militaban en el PDC. La
educación de Laura incluyó clases de catecismo que recibió en la
parroquia del barrio.
El padre tuvo actividad gremial en el banco,
participó en la combativa huelga del 69 y fue el primer clandestino de
la familia, termina preso en el Cilindro Municipal, entonces convertido
en cárcel, y luego lo llevan a un cuartel.
Laura asistió al liceo 10
y comenzó a militar en el FER 68, tuvo una intensa actividad militante.
Ocupan el liceo, recuerdan sus hermanos, habían hecho barricadas con
bancos. Desde la terraza vieron llegar a los milicos que rápidamente
atravesaron la improvisada barricada. Los bancos no resistieron y fueron
franqueados por los soldados, que llegaron hasta el fondo del liceo
para encontrar a un grupo de rápidos muchachos huyendo por la medianera
del fondo. Otros no tuvieron tanta suerte y fueron detenidos.
El
compromiso de Laura va en aumento, participa en ocupaciones solidarias
cuando llegan las marchas cañeras. Sus estudios también avanzan, cursa
preparatorios en el liceo 15. Una noche del año 1972 sonó el timbre en
la casa de Malvín, eran los milicos haciendo una redada; se llevan a
cuanto joven militante hay en el barrio, camiones y camionetas se llenan
de gurises y gurisas. El destino de Laura fue el Batallón de Infantería
13, en Camino de las Instrucciones cerca de la Gruta de Lourdes. Allí
fue torturada, apenas tenía 18 años. Su familia tardó bastante en
saberlo, empiezan las marchas con paquetes al Prado, junto al liceo
militar. Peregrinación que harán tantos familiares, con sus bolsas de
plastillera con los nombres bordados, conteniendo los pocos víveres, las
pocas prendas e implementos de higiene que permitían pasar.
Cuando
se enteraron de que pasaría a la justicia, estuvieron días y días
turnándose en guardias frente al juzgado para verla. Al llegar Laura,
todos pudieron entrar y se fundieron en abrazos apretados. Estaba muy
flaca y muy pálida, pero la sonrisa que les dedicó era tranquilizadora.
Después del pasaje por el juzgado empezaron las visitas regulares,
podían ir al cuartel dos veces por semana. Los domingos, aunque no
tenían visita, se instalaban en el fondo de la Gruta de Lourdes sólo
para verla cuando salía al patio. En el afán de que los reconociera, su
hermano Horacio, que tenía palomas mensajeras, las soltaba cuando creían
verla para que ella supiera que estaban allí.
Estuvo presa un año, y
su sueño, cuando saliera, era tomar el 104 con las otras compañeras
para pasear por la rambla y ver el mar.
“El día que salió yo estaba
en la puerta de casa –relata Horacio– y de repente veo a alguien que se
acerca por la calle, con un bolso. No lo podía creer, ¡era Laura!, se
había venido sola, la casa era una fiesta, saltos, abrazos, los amigos
empezaron a llegar, charlábamos, la tocábamos, fue muy fuerte, muy
conmovedor. Creo que fue por marzo del 73.
En el verano del 74 se
fue de nuevo: me acuerdo que le dijo a mi padre que se iba de casa pues
estaban arrestando a alguna gente. La ayudé a armar los bolsos y la
acompañé a tomar un taxi. Nos abrazamos y con mis 16 años le dije que
cualquier cosa que necesitara me llamara. Nunca más la vi. Fui el último
de la familia que estuvo con ella.
El terror ya estaba instalado en casa, de repente sonaba el teléfono, atendía mi padre y le decían:
—¿Raggio?, su hija cayó herida.
Era una forma de tortura psicológica, tanto es así que el día que nos avisaron que la habían matado no les creí.
Ese día yo atendí el teléfono y me preguntan:
—¿Familia Raggio?
—Sí –les contesto.
—Lo llamamos de las Fuerzas Armadas, ¿está el señor de la casa?
Fui a buscar a mi viejo, agarró el tubo y la cara se le iba
transformando a medida que oía. Le estaban diciendo que pasara a buscar
el cadáver por el Hospital Militar. Mi viejo no les creía y yo gritaba
que no, que hasta no confirmarlo no les creyéramos. Habían llamado
tantas veces... Fueron mi padre y mi tío a reconocerla, mi padre no
entró.
Parece que se iba a ir a Buenos Aires, pero no salieron las
cosas. Ellos dijeron que fue un enfrentamiento, que ellas les tiraron
granadas, que mataron a uno que pasaba en bicicleta por la calle. Pero a
Laura la ejecutaron y a Diana la deshicieron.
Yo vi a Laura con un
balazo en la cabeza y cuando la velábamos creí que se había teñido el
pelo de rojo, pero era sangre. Pertenecía a la columna 70 del MLN. Tenía
19 años.”
La madre de Laura atesoró durante todos esos años sus
fotos, sus papeles, recortes de prensa. Era la única manera de seguir
teniéndola cerca.
Palomas
Diana Maidanic nació el 31 de
octubre de 1951, en Montevideo. Sus primeros años transcurrieron en la
casa de sus padres en bulevar Artigas y Miguelete. Cuando tenía 2 años
muere sorpresivamente su padre, y la madre se lo oculta; es su manera de
cuidarla. Pero el padre desapareció de su infancia, de su casa, y Diana
no podía comprenderlo. Años más tarde, cuando ya era adolescente le
reprocha por qué, por qué no le dijo…
Flora, su madre, vive hoy en
una casa llena de recuerdos de Diana y sigue lamentando no haber
entendido lo importante que era para la niña conocer la causa de la
ausencia de su padre, no haberse animado a explicarlo.
Diana tenía 5
años cuando Flora se vuelve a casar y con ese matrimonio llegan dos
nuevos hermanos: Mauricio, y Carlos, 14 y 5 años mayores que ella.
Finalmente nacería su hermanita Ana para compartir su mundo infantil.
Ni bien aprende a hablar se manifiesta su pasión por declamar, en la
adolescencia llega a actuar en la Sala Verdi. Todo su cuerpo comunica lo
que siente. Concurre al Liceo Francés en los primeros años, luego de la
mudanza va a la escuela 81 de Carrasco.
Una niñera oriunda de
Rivera, Celia, entra en su vida para quedarse como una madre más. Se
creó entre ellas un vínculo muy fuerte, Diana nunca la consideró una
empleada, siempre fue una compañera.
Celia aún recuerda aquel enorme
corazón de Diana, su generosidad y su entrega. A pesar de que estuvo
criada en un hogar donde nada faltaba, siempre estaba pensando en los
que no tenían para comer. Para el casamiento de su hermano Carlos, a
Diana le hacen un vestido de fiesta tan lujoso que ella decía con pena:
“Todos los que podrían comer con lo que vale esto…”.
Con los ojos
brillantes, cuenta Celia que Diana fue la mejor persona que conoció.
Charlaban mucho, cuando hablaba se apasionaba, le contaba de Sendic, del
Che, le gustaban Los Olimareños y el canto popular. Recuerda con pena
el libro de Sendic que Diana le regaló y que ella tuvo que quemar, con
gran dolor, en la época en que los allanamientos estaban al orden del
día. Diana fue su compinche, como una hija, una compañera...
Flora,
por su parte, se acuerda de cuando encontró a Diana y a Mónica, su
prima, fumando, tenían 13 años. Pensó que la responsable era Mónica, que
siempre había sido vivaz y muy osada. Cuando estaban juntas había
risas, bromas y picardías. En los encuentros familiares las primas
estaban indefectiblemente juntas, muy pegada una a la otra. A Diana le
gustaba mucho ir a la casa de Mónica en Capurro. Charlaban sobre todos
los temas: el amor, las relaciones, la literatura, la revolución, la
militancia, la lucha por el boleto, los acontecimientos del mundo, los
Beatles.
Diana empezó a participar en el FER 68 y Mónica en la UJC. A
Flora le preocupaba y pensaba: esta chiquilina, tan comunista… Diana
era reservada y tenía pocos amigos, a los 18 años quería conocer Israel,
pero tuvo que operarse de un quiste y postergar el viaje. Nunca lo
llegó a hacer. Hoy Mónica y Celia ríen juntas al recordarlo.
Estaba
cursando medicina y el último año de psicología, en el Hospital de
Clínicas. Abrió un jardín de infantes, El Globo Rojo, para niños de 2 a 5
años. Amaba a los niños. Cuando la van a buscar la patrulla militar
pregunta a los vecinos donde está el jardín. Ese día Flora estaba en una
casa cercana, desde donde vio el operativo sin relacionarlo con su
hija. Se dio cuenta cuando unos vecinos le preguntan:
—¿Esa, no es Diana?
Envuelta en un tapado beige la llevaban a empujones. La detienen en
julio de 1972, en el Batallón 13 de Infantería. Hasta allí iban a
visitarla. Los domingos, desde la Gruta de Lourdes, como los demás
familiares presenciaban los recreos y se comunicaban con gestos. Ella
hacía manualidades que les enviaba.
Mónica todavía se pregunta por
qué fue al velorio de Jorge Salerno y no fue al cuartel a ver a Diana.
Tal vez el temor de entrar a un cuartel, y los criterios de seguridad
que se manejaban ante tanta represión. La extrañaba y estaba al tanto de
todo lo que le sucedía. Un año y medio después le dieron la libertad,
el primero de noviembre de 1973. Charlaron mucho, tomaron mate y pudo
sentir su intensa necesidad de afecto, le asombró cuánto extrañaba a las
compañeras que habían quedado en el cuartel, se sentía muy apegada a
ellas y sufría. Recuerda los helados que tomaban juntas, sus paseos en
el balneario Jaureguiberry. Diana siempre estaba pensando en lo que las
compañeras no podían hacer, ver, ni comer. Una parte de ella se quedó en
prisión. Ese verano también pasaron algunos días juntas en La Floresta,
fue su último verano.
Celia recuerda el día que Diana está
preparando las cosas para irse, le pide que elija uno de sus peluches
para regalárselo. Eligió una muñeca patona que hasta hoy conserva.
Empieza la etapa de la clandestinidad, las llamadas telefónicas de Diana eran esporádicas. Celia atendía y ella preguntaba:
—¿Quién habla?
—La muchacha.
—Soy yo, no seas guaranga.
En esos meses la madre la pudo ver muy pocas veces, se citaban en un
café, pero la angustia y el miedo de Flora se convertían en lágrimas.
Diana la tranquilizaba:
—Mamá quedate tranquila, si no te calmás no vamos a poder seguir viéndonos.
En marzo creyó que se había ido a Buenos Aires, porque para su
cumpleaños recibió flores con una tarjeta que parecía venir de la otra
orilla.
Un día sonó el teléfono y alguien le dijo:
—Soy amigo de Diana. Ella la necesita, está herida, se accidentó con una bomba que estaba haciendo…
Cortaron y ella quedó en la más absoluta desolación, sin saber qué
hacer. Lo comentó con unos amigos, que intentaron tranquilizarla:
—No le debe haber pasado nada, quedate tranquila, debe ser tortura psicológica.
Aquel domingo cuando Flora atendió el teléfono, una voz dijo:
—Su hija murió en un enfrentamiento, venga a reconocerla.
Allí en la morgue del Hospital Militar Flora la ve: el pelo corto,
pelirroja, tenía 22 años. Su pequeña, que amaba declamar, tan callada.
Silvia Reyes era dos años menor que su hermana Stella. “Las dos éramos
muy parecidas y mamá nos vestía a las dos iguales, como se usaba en
aquellos tiempos. Mi padre trabajaba en la galería Bruzzone y era
activista de la lista 15 del Partido Colorado, en casa siempre había
propaganda de la 15: pelotas, muñecas, pegotines. Tanto es así que en
época electoral una de las actividades de mi familia era ir a ver a mi
padre o a mi tío cuando pronunciaban sus discursos. Mi madre se ocupaba
de las tareas de la casa. Una costumbre de la familia era juntar
juguetes para el día de Reyes, los arreglábamos y los repartíamos.
Vivíamos en el Buceo, el barrio estaba pegado a un cantegril, en una de
las primeras casas de material construidas en esa zona. Silvia fue a la
escuela de Rivera y Julio César, cursó con muy buenas notas y practicó
patín en el Platense Patín Club. Una enfermedad a los cinco años la
obligó a hacer reposo. Era difícil mantenerla quieta y entre los muchos
recursos que utilizaron, a papá se le ocurrió hacerle una cometa, la
pegó al techo y le dio el hilo para que la remontara dentro de la casa”,
recuerda Stella.
“Más adelante fue al liceo 12 que estaba en Rivera
y Soca, también se destacó por sus notas y por ser muy bonita, sus ojos
verdes en contraste con su pelo oscuro llamaban la atención. Tenía
muchos amigos. Su adolescencia estuvo rodeada de música, los Beatles,
los Rolling, Mateo, Urbano Moraes, Quico Sicone y decidió aprender
guitarra, su profesora fue Teresita Minetti. Su pasión por la música y
por integrar la más famosa barrita del barrio la llevó a formar un grupo
de rock, “The Alacrans”, debutaron en la parroquia San Pedro en una
quermés, todas vestidas con buzos negros con un alacrán bordado en
blanco, minifaldas y botas altas negras.” La idea fue de Silvia, bien
acompañada por Stella y otras amigas, tenía 13 años. “Cuando cumplió los
15 lo festejaron en casa, estaba muy linda, se alisó el pelo, se puso
pestañas postizas, un vestido muy corto de encaje blanco que dejaba
entrever el sutién. Ya tenía un noviecito apasionado. Pero en un viaje a
Buenos Aires con unas amigas, festejando los 15, conoció a Washington,
que no sólo les vendió el pasaje en el Vapor de la Carrera, también les
consiguió un camarote especial, se hizo compañero incondicional de viaje
y estaba a la vuelta esperándola.”
Washington tenía 17 años,
cursaba preparatorios en el nocturno del IBO, quería ser abogado. Silvia
trabajaba cuatro horas, seguía estudiando y empezó a militar. En el año
1971 se integró al Movimiento 26 de Marzo, militó en el FER 68 pero no
estaba integrada al MLN. Washington también militaba en el FER 68 y más
adelante ingresó al MLN.
Se casaron en octubre del 73 y se mudaron a
un apartamento, atrás de la casa de los padres de él, en Brazo
Oriental. Para nochebuena Silvia, Washington y Jacqueline, su hermana,
arman juntos el arbolito.
—Esta Navidad estamos acá, mamá, pero las
próximas capaz que estamos en otro lado; yo te voy a pedir que siempre
hagas el arbolito para nochebuena, así nos vas a tener siempre presentes
–le pidió Washington.
Eran muchos los miedos, cuando le avisaron a la madre de Washington que iban a tener un hijo, Silvia dijo:
—Te vamos a pedir que, si nos tenemos que ir de acá, vos te hagas cargo del niño, o de la niña, sólo vos.
—¿Pasa algo? –preguntó la madre, y Washington contestó:
—No, no pasa nada, pero si llega a pasar algo, mamá... queremos que vos te hagas cargo de nuestro hijo.
La muerte interrumpió sus sueños. En el velatorio, que se hizo en la
casa materna, Rapella apareció a provocar. El padre de Silvia en un
impulso le sacó el arma y le apuntó a la cabeza, lo sacó de la casa y le
dijo que lo iba a matar si le pasaba algo a Stella. Finalmente pudieron
convencerlo de devolverle el arma y Rapella se fue.
La presencia
militar no impidió que los vecinos llegaran y en silencio se fueran
ubicando en la vereda de enfrente, donde armaron una cadena humana.
Cuando salió el féretro, una lluvia de rosas rojas cayó sobre él. Con
las manos unidas la gente formó el espontáneo y cálido cortejo.
El 29 de noviembre de 1973 había cumplido 19 años.
Washington se enteró al día siguiente de la muerte de Silvia, cuando
llamó por teléfono a la casa de una vecina, sus padres no tenían
teléfono. Su madre va a la casa de la vecina, toma el teléfono y le
cuenta:
—La mataron a ella y a dos muchachas más.
Nené aún
escucha su grito. Fue la última vez que hablaron, no lo vieron más, no
lo oyeron más. El 19 de abril se había ido a Buenos Aires. Su última
carta, de abril, refleja el dolor, la impotencia y su inquebrantable
voluntad de lucha:
Querida Celia, Adela y Pepe:
Como le decía
a los viejos, hay veces que resulta difícil escribir y otras no.
Debería poder hablar con ustedes, pero me es imposible ahora, quizás
algún día pueda, quizás no.
Lo que sí hubiera deseado es haber
estado allí junto a Silvia, pero por desgracia me encontraba cumpliendo
una función y estaba bastante lejos. Silvia era parte de mí, como yo de
ella. Nosotros hablábamos de todo lo que podía ocurrir y en cualquier
momento, pero por desgracia pasó una de las cosas peores y lo peor en lo
personal, el haber perdido a mi compañera y a una gran revolucionaria. Y
con la Flaca decíamos que si llegaba a pasar algo así, cualquiera de
los dos que quedara tenía que luchar y ocupar el puesto de los dos, y
eso, estén tranquilos que lo voy a hacer, y que lo más probable es que
muera peleando como ella murió, pero sé que no me voy a llevar a uno ni a
dos, que van a ser unos cuantos.
Ya nadie habrá que pueda parar su
corazón unido y repartido. No digan que se ha ido: su sangre numerosa
junto a la patria queda, lo que tenemos que tomar todos es el ejemplo
que Silvia nos dio día a día, hora a hora, minuto a minuto. Sé cómo se
deben sentir, pero con quedarnos pensando no hacemos nada, por el
contrario perdemos mucho, y somos consecuentes con la manera de pensar y
de actuar de la Flaca.
Me mataron a la Flaca y a un gurí que estaba
en camino, y salga de donde salga, me la van a pagar, les pido que
hagan todo lo que esté a su alcance, pero que no se quemen al pedo.
Nuevamente por los gurises que bastante mal la deben estar pasando. En
cuanto pueda les voy a hacer llegar la guita del entierro, no lo tomen a
mal, para mí es un deber, lo mismo.
Celia, gracias, lo recibí y siempre va a estar conmigo, fuerza, un beso.
Adela, fuerza, un beso.
Pepe, fuerza ahora más que nunca.
Hasta la victoria siempre
Washington
Por testimonios de los sobrevivientes, que actualmente viven en
Córdoba, se sabe que el 17 de setiembre de ese mismo año 1974 Washington
es apresado junto a cuatro argentinos, tres hombres y una mujer. “A los
cuatro días de estar detenidos vinieron a buscar al ‘uruguayo’ y se lo
llevaron”. El procedimiento se efectuó bajo la dirección del secretario
de seguridad y jefe de policía de la provincia, comisario Héctor García
Rey.
Washington se declara “combatiente” y exige que se respeten los
derechos de la Convención de Ginebra. El 20 de febrero del 75, según
consta en oficios de La Plata, Washington firmó la resolución del juez
del Juzgado Federal número 3, en la que se le levantaron los cargos de
entrada ilegal al país. Habían pasado cinco meses desde su detención,
queda constancia de que el detenido debe ser devuelto a Córdoba o
recobrar la libertad. En otro oficio de la misma fecha queda la
constancia de que “desapareció del coche policial que lo conducía con
custodia desde el Juzgado Federal número 3 de La Plata”, ese mismo día.
Apenas dos días después la policía argentina emite un comunicado de
prensa notificando su fuga.
En Uruguay son reinterrogados varios
presos vinculados con el caso, entre ellos Stella, que recibe amenazas:
“si no hablás te va a pasar lo mismo que a tu cuñado”. Tenía 22 años.
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