Era una obrera tejana, una verdadera guerrera de la
vida, humilde pero grandiosa, que había decidido dedicarse después de jubilada
a lo que en realidad hubiese querido dedicarse siendo muy joven, una niña, casi:
la música, el canto, la modulación de la voz y del alma, en esa sublime y
superior expresión del espíritu humano que en general las exigencias de un modo
de vida opresivo, alienante y absolutamente injusto, nos niegan a los que sólo
disponemos de un par de brazos y de dignidad, para vivir y sólo sobrevivir –-reventados,
pero legítimamente orgullosos-- de nuestro propio trabajo y no del de otros.
Había laburado prácticamente toda la vida para los
que también disponen de brazos aunque no de dignidad para usarlos honradamente.
Había sido alguien de los millones y millones y millones de seres humanos que
en el mundo entero, nacemos, crecemos, nos procreamos y terminamos acogiéndonos
al llamado derecho a una jubilación, con la esperanza de que en este tramo luminoso
y culminante de la vida podamos cristalizar pequeños grandes sueños postergados,
que jamás podrán anidar en las entrañas de los que por ahora disponen cuándo, cómo
y en qué condiciones económicas, podremos jubilarnos después de tanto manoseo.
Su vida fueron interminables jornadas de
explotación fabriquera que se hacían más pesadas porque además de las agotadoras
ocho horas para los holgazanes, cargaba gustosamente con las largas pero dulces
horas de criar y educar un par de hijos soñados y de atender meticulosamente
las tareas hogareñas, sin desatender el cuidado que también reclama una vida en
pareja cuya consolidación y permanencia son en general el milagro logrado por
mujeres únicas, de una sola pieza, de una firmeza imbatible y una fe
inquebrantable fruto de la certeza de que todo en esta vida lo producen y lo
preservan los buenos sentimientos y unos valores que hay que educar --siempre,
sin bajar la guardia, con pasión y voluntad segura--, como se educan la voz y
el oído para que el corazón no sea solamente un músculo de nuestra anatomía que
un mal día deja de funcionar y listo.
Fue una obrera abnegada y ejemplar, a la que en la
plenitud de la juventud, la sorprendió y la castigó sin piedad una dictadura
especialmente ensañada con los más pobres que no agachaban la cabeza ni hacían
la vista gorda a los demás pobres también sorprendidos y castigados por un
fascismo que invocaba la “defensa de la familia”, a la vez que ella era “el
frente” predilecto sobre el que más bestialidad y animosidad descargada, a
sabiendas de que principalmente las familias obreras serían las que a la corta
o a la larga, estropearían su cobarde y repugnante festín de robo, crimen e
impunidad contra el pueblo trabajador.
Conoció los seguimientos “inteligentes” de la
represión pizarrera sobre ella y su compañero –los dos, luchadores de un
capítulo de resistencia antifascista cuyos protagonistas clave, anónimos,
callados, sin prensa, sin libros, no son mencionados por los frecuentes “bet
sellers” editoriales ni los sesudos análisis de los semanarios “de izquierda”,
ni mucho menos en los grandilocuentes y estúpidos “reconocimientos” estatales de
liturgias cínicas de una burguesía hipócrita y totalmente decadente--; supo de
las visitas furtivas y amedrentadoras a su domicilio de la mafia uniformada que
aparecía para paralizarnos y dejarnos sin reflejos; debió conocer el exilio,
las listas negras empresariales, la persecución, el desempleo, las penurias
económicas, la estigmatización que pretende colocarnos en el entrecejo de
nuestros vecinos y nuestras amistades y hasta de nuestra propia familia.
Conoció cosas de las que nunca hablaba, por pudor y
por humildad. No se la oía refiriéndose a su propia odisea de trabajadora con
conciencia de tal. Ni se le ocurría pensar que era en realidad una de las
muchas, muchísimas, mujeres heroicas del pueblo oriental con cuya presencia
activa e insumisa, no habían contado los dictadores a la hora de trazar su
estrategia de dominación “perpetua”. Los milicos no habían podido imaginar siquiera
que en el bolso de una mujer de barrio, así como ayer había podido ir camuflada
un arma de fuego, “ahora”, en el “proceso cívico-militar”, podían ir miles y
miles de volantes llamando a organizar la resistencia, a escrachar al vecino
que colaboraba con los botones, al soplón del laburo; exhortando a zurcir la silenciosa y enaltecedora
lucha contra la cobardía organizada.
La dictadura ni se había imaginado que las mujeres humildes
del pueblo, sin aureolas de “gran compromiso militante” o cosa parecida, podían
portar entre sus cosméticos y chucherías de la cartera, armas sin fuego que en
manos del pueblo pueden llegar a ser tan mortíferas para los déspotas como las
bombas y las balas, y más también cuando logran la multiplicación manzana a
manzana de la rebeldía y la insumisión callejeras.
Era una obrera tejana que a la vuelta de la
legalidad burguesa, cuando parecía que una cierta renovada felicidad hogareña
asomaba en el horizonte, un tonto pero gravísimo accidente de tránsito la puso
al borde de la muerte, enclaustrándola prolongadamente entre los agobiantes CTI
y las penosas terapias clínicas. Durante mucho tiempo pareció que su renuencia
a morir, era una prolongada agonía, nomás; más de un médico ya daba todo por
perdido, o, con suerte, con solo posibilidades de una sobrevivencia vegetalizada.
Sin embargo, una vez más, la presencia de ánimo, la
fortaleza moral y un entrañable amor a la vida, le brindaron otro gran pequeño
triunfo de mujer trabajadora y de guerrera incansable. Con limitantes, con
altibajos, salió adelante, fue reponiéndose, hasta que…
Hasta que de nuevo –cuando como quien dice volvía a
aprender a caminar--, de nuevo las sábanas blancas del hospital y las
inyecciones y los bisturí de punta afinada. Un diagnóstico refulero y un
pronóstico nada alentador volvieron a desafiar la monumental moral de esta
mujer. De nuevo pareció que la guadaña se la llevaría en un santiamén.
Pero no. Tampoco pudo ser. Tampoco pudo con ella ni
el dolor ni el desaliento. La palabra fatalidad no existía en el idioma de su
espíritu. Su alma castigada y sus convicciones reafirmadas cada día, no cedían
ni un milímetro, por más que el panorama de su salud seguiría siendo de por
vida, con toda seguridad, rejodido.
Nada la detuvo, todo lo siguió encarando con el
mismo ímpetu y la misma entereza infatigables de su juventud.
No solamente no se entregó a la pasividad de una
vida prisionera de la telenovela, los chusmeríos del barrio o los pequeños
percances familiares, sino que redobló la apuesta reforzando su decisión de
volcarse por entero a su entrañable vocación innata que le venía como un
mandato vital: el canto, la música, cantar con los sonidos del alma, con otras
y otros estimulados e impulsados por la misma voluntad de no ser meros
cachivaches o estropajos inservibles del capitalismo después de haber sido
explotados y oprimidos al mango por décadas y décadas.
En la tarde del jueves 19 de julio de 2012, aunque
el frío y las lloviznas invitaban a quedarse junto a la estufa, “Coqui” –que
así la conocía todo el mundo y que así hubiese preferido que le llamásemos hoy
en todo momento-- marchó hacia los ensayos del coro al que se había sumado hace
unos años, en el ómnibus, con sus dolores en los huesos y su fatiga cotidiana, llena
de entusiasmos y expectativas que no se ven con frecuencia en una persona de 73
años y mil golpes de la vida.
Venció la tentación inerte de comportarse como se
espera de “los pasivos”, y volvió a darle a la pata como saben hacerlo quienes
han comprendido que la vida no son etapas y que todos los días se renueva el
desafío de honrarla, siendo y no, sencillamente, estando.
Mientras sus hijos y su nieta trabajaban y su
compañero --también un botija setentón con trojas de achaques--, militaba en el
sindicato municipal cuando muchos se creyeron lo de que los jubilados son
pasivos hasta sindicalmente, “Coqui” volvió a alzar la frente, a adelantar el
mentón y a entibiar la gola con fuerza para viajar por las galaxias fantásticas
y celestiales de la música coral, una tarde de un jueves de julio implacable con
un frío que te calaba los huesos y le sacaba las ganas de irse a cantar fuera
de casa hasta al más valiente de los cantores.
A la vuelta, cuando el bondi la dejó en Carlos
María Ramírez y Pedro Giralt para caminar tres o cuatro cuadras hasta su casa;
cuando ya la tarde era nochecita helada y en sus sienes y su pecho todavía
danzaban las notas y los acordes de una juventud inconformista y sin fin, ocurrió
la desgracia que la mataría sin derrotarla:
“Coqui” cayó lesionada mortalmente por una moto que
salió de la nada y la atropelló sin que pudiera darse cuenta.
Su enorme humanidad física resistió hasta las tres
de la madrugada del 20 de julio; más no pudo, ya no podía darle más yapas a la
vida, se replegó, abatida, para darle paso enteramente a lo que mantendrá viva
a “Coqui” para siempre, como ser querible y querido y como ejemplo de vida a
tratar de imitar…
Quedaron en pie y enseñando a vivir y a luchar sin
concesiones a la pereza o la resignación, un espíritu invencible y una moral
obrera que ojalá podamos ir salvando de entre tanta basura egoísta diseminada
en esta sociedad agotada y regida aún por los mismos que desde los noticieros
morbosos de la tele no nos dirán jamás quién era y seguirá siendo la Compañera
Josefina Acosta, “La Coqui”, atropellada por una moto en una esquina cualquiera
de la querida barriada de La Teja laburante, clasista y combativa, de la cual fue
también hijo, amante y Compañero, Eduardo Pinela Acosta, Tupamaro entrañable de
los primeros días de aquel MLN casi desconocido, engendrado entre cobijas que
no alcanzan para abrigar dos o tres gurises durmiendo en la misma cama y entre
necesarios arrebatos de furia proletaria que cuando menos lo pensás, salta de
su paciencia infinita y arremete con razón y odio contra una vida de mierda que
no es ni fruto del destino ni tampoco de la voluntad divina.
Así, pues, en estos renglones que no son ni quieren
ser el responso del ateo, vaya un modesto, sentido y otra que merecido homenaje
a una mujer obrera, luchadora y solidaria de toda la vida, que fue tallando su
propio carácter y su fibra humana entera y sólida, al influjo de mil avatares
tristes pero maestros de integridad, entre los que no fue nada menor,
precisamente, la muerte muy prematura de su primo hermano obrero, guerrillero,
revolucionario y socialista, Eduardo Pinela Acosta, caído a las 23 años de un andamio,
por accidente, es cierto, pero también porque aún a tan joven edad, las ocho
horas del laburo y las miles de horas de la lucha social sin descanso, pueden dejarnos
sin la juventud más valiosa y valerosa reclamadas por una igualdad y una justicia
social siempre postergadas y cada día más urgentes también en esta pequeña
comarca de motos sin control y de consumismo genocida, que destruye vidas del
que baja tranquilamente del bondi y del que le hicieron creer que el bienestar
y el progreso son cuatro fierros locos volando entre la gente sin ton ni son.
“Coqui” es,
en realidad, el nombre de la no resignación que debemos volver a aprender y a
enseñarnos entre todas y todos, para no ser un número más entre “activos” o
“pasivos”, ni simples porcentajes en las estadísticas de la “inseguridad ciudadana”
día a día exacerbada hasta la paranoia desde la imbecilidad mediática adueñada
de nuestros sentidos y nuestra razón como se adueñan del fruto del trabajo y de
nuestros desvelos los mismos que fabrican esta imbecilidad alienante dosificada
día a día desde la tele y desde el discurso demagógico y antihumano que se caga
de la risa de las desgracias del pueblo.
“Coqui” victoriosa ante la enfermedad y la muerte,
es también “Coqui” victoriosa ante la afrenta de patrones y estúpidos “magnates”
que nos quieren obedientes como ovejas y de los fascistas que subestimaron la
resistencia de las mujeres de nuestro pueblo trabajador por morfarse la
pastilla de que la lucha de clases y el honor proletario son cosas de hombres nomás
o la pelea tragicómica entre “dos demonios” enfrentados por locas pasiones.
Josefina Acosta es, al fin de cuentas, cada uno de
nosotros regalado como perejil de feria en el surrealismo letal del capitalismo,
pero es también cada una de nosotras y cada uno de nosotros si somos capaces de
asimilar sin titubeos su monumental ejemplo de vida contra viento y marea, y de
pescar al vuelo nomás la profundidad impresionante de la enseñanza que nos deja
un espíritu indomable y una filosofía proletaria que no está escrita pero que
todas y todos podemos aprender y volver a enseñar como lo hizo “Coqui” y lo
seguirá haciendo a pesar de la muerte tonta que el 19 de julio se la robó a un
coro “de la tercera edad”, que, pese al robo, seguirá alzando la voz al cielo y
dirigiendo su mirada siempre adelante, sin perder ni las ganas de vivir ni la
voluntad de luchar, que “Coqui” quiso contagiarnos a todas y todos los que la
conocimos, incluido este escribidor atrevido que la conoció muy poco y la
quiere muchísimo, por mérito suyo, tanto que le ha hecho creer que ha llegado
la hora de que cada uno de nosotros, donde sea y como sea, empecemos a hablar
de toda esta “gente anónima” que se nos va muriendo sin que de nadie más que de
nosotros mismos, podamos esperar las palabras y el reconocimiento que se merecen con
nombre y apellido.
(No importa cuánto eco puedan tener las palabras;
de pronto alcanza con encontrarnos con un cartelito pegado en el almacén o en
la parada del bondi, y que luego lleguemos al laburo y nuestro hogar, y lo
comentemos, y ahí capaz que nos enteramos de que el mismo cartelito pudo leerse
entre las frenadas nerviosas del ómnibus o a la salida del liceo del barrio,
tanto dá… El asunto es que sepamos que hay otra cultura distinta a la basura
burguesa “de los medios”; distinta y nuestra, solamente nuestra, y con la que
iremos ayudando a recuperar autoestimas colectivas heridas y un sentido épico y
enaltecedor de la lucha, también lesionado y que nos pide a gritos que salgamos
a salvarlo del derrotismo y las claudicaciones).
Por lo dicho, ¡Cháu, Coqui!. ¡Habrá patria y
justicia revolucionaria para todas y para todos!...
Y cuando finalmente sintamos las estrofas de “La
Internacional” celebrando la victoria definitiva de la clase trabajadora y de todos
los oprimidos de esta tierra, tu voz guerrera y sonora estará combatiendo entre
los millones de voces de una humanidad que siempre necesitará que su coro de rebeldía
y dignidad, cuente con muchísima gente como vos, de voz clara y de fe inquebrantable
en la causa de “los más infelices”.
Gabriel –Saracho- Carbajales, Montevideo, 22 de julio de 2012.-
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