Después del huracán Sandy
Por Eduardo Galeano
Como de costumbre, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas
repite que mantendrá la ocupación militar de Haití porque debe actuar
“en caso de amenazas a la paz, quebrantamientos de la paz o actos de
agresión”.
¿A quién amenaza Haití? ¿A quién agrede?
¿Por qué Haití sigue siendo un país ocupado? ¿Un país condenado a
vigilancia perpetua? ¿Obligado a seguir expiando el pecado de su
libertad, que humilló a Napoleón Bonaparte y ofendió a toda Europa?
¿Será por aquello que los esclavistas brasileños llamaban
“haitianismo” en el siglo XIX? ¿El peligroso contagio de sus costumbres
de dignidad y su vocación de libertad? ¿El primer país que se liberó de
la esclavitud en el mundo, el primer país libre, de veras libre, en las
Américas, sigue siendo una amenaza?
¿O será porque ésa es la normalidad impuesta por un mundo devoto de
la religión de las armas, que destina la mitad de sus recursos al
exterminio del prójimo, llamando gastos militares a los gastos
criminales?
Las Naciones Unidas gastan 676 millones de dólares en la ocupación
militar de Haití. Una millonada para sostener a diez mil soldados, que
no tienen más mérito que haber infectado al país con el cólera que mató a
miles de haitianos y seguir practicando impunemente violaciones y
maltratos a mujeres y niños.
¿No sería mejor destinar ese dineral a la educación? Más de la mitad
de los niños haitianos no va a la escuela. ¿Por qué? Porque no pueden
pagarla. Casi toda la educación primaria es privada y el Banco Mundial
veta los subsidios a la educación pública y gratuita.
¿O no se podría destinar esa fortuna a casas habitables para las más
de trescientas mil víctimas del terremoto, que siguen viviendo en carpas
provisorias? ¿Provisorias por siempre jamás?
¿O consagrar esos fondos multinacionales a mejorar la salud pública,
que todavía depende de la milagrosa solidaridad entre los vecinos de
cada barrio y cada pueblo? Afortunadamente, esas tradiciones
comunitarias de ayuda mutua siguen generando la misma energía creadora
que ilumina las prodigiosas esculturas y pinturas de los artistas
haitianos, capaces de convertir la basura en hermosura, pero mucho
podrían mejorar si se destinaran a fines civiles los derroches
militares.
Consulte usted cualquier enciclopedia. Pregunte cuál fue el primer
país libre en América. Recibirá siempre la misma respuesta: Estados
Unidos. Pero Estados Unidos declaró su independencia cuando era una
nación con 650 mil esclavos, que siguieron siendo esclavos durante un
siglo, y en su primera Constitución estableció que un negro equivalía a
las tres quintas partes de una persona.
Y si a cualquier enciclopedia pregunta usted cuál fue el primer país
que abolió la esclavitud, recibirá siempre la misma respuesta:
Inglaterra. Pero el primer país que abolió la esclavitud no fue
Inglaterra sino Haití, que todavía sigue expiando el pecado de su
dignidad.
Los negros esclavos de Haití habían derrotado al glorioso ejército de
Napoleón Bonaparte, y Europa nunca perdonó esa humillación. Haití pagó a
Francia, durante un siglo y medio, una indemnización gigantesca, por
ser culpable de su libertad, pero ni eso alcanzó. Aquella insolencia
negra sigue doliendo a los blancos amos del mundo.
***
De todo eso sabemos poco o nada.
Haití es un país invisible.
Sólo cobró fama cuando el terremoto del año 2010 mató más de 200 mil haitianos.
La tragedia hizo que el país ocupara, fugazmente, el primer plano de los medios de comunicación.
Haití no se conoce por el talento de sus artistas, magos de la
chatarra capaces de convertir la basura en hermosura, ni por sus hazañas
históricas en la guerra contra la esclavitud y la opresión colonial.
Vale la pena repetirlo una vez más, para que los sordos escuchen:
Haití fue el país fundador de la independencia de América y el primero
que derrotó a la esclavitud en el mundo.
Merece mucho más que la notoriedad nacida de sus desgracias.
***
Actualmente, los ejércitos de varios países, incluyendo el mío,
continúan ocupando Haití. ¿Cómo se justifica esta invasión militar? Pues
alegando que Haití pone en peligro la seguridad internacional.
Nada de nuevo.
Todo a lo largo del siglo xix , el ejemplo de Haití constituyó una
amenaza para la seguridad de los países que continuaban practicando la
esclavitud. Ya lo había dicho Thomas Jefferson: de Haití provenía la
peste de la rebelión. En Carolina del Sur, por ejemplo, la ley permitía
encarcelar a cualquier marinero negro, mientras su barco estuviera en
puerto, por el riesgo de que pudiera contagiar la peste antiesclavista. Y
en Brasil, esa peste se llamaba “haitianismo”.
Ya en el siglo xx, Haití fue invadido por los marines, por ser un
país “inseguro para sus acreedores extranjeros”. Los invasores empezaron
por apoderarse de las aduanas y entregaron el Banco Nacional al City
Bank de Nueva York. Y ya que estaban, se quedaron diecinueve años.
***
El cruce de la frontera entre la República Dominicana y Haití se llama “El mal paso”.
Quizás el nombre es una señal de alarma: está usted entrando en el mundo negro, la magia negra, la brujería…
El vudú, la religión que los esclavos trajeron de África y se
nacionalizó en Haití, no merece llamarse religión. Desde el punto de
vista de los propietarios de la civilización, el vudú es cosa de negros,
ignorancia, atraso, pura superstición. La Iglesia Católica, donde no
faltan fieles capaces de vender uñas de los santos y plumas del arcángel
Gabriel, logró que esta superstición fuera oficialmente prohibida en
1845, 1860, 1896, 1915 y 1942, sin que el pueblo se diera por enterado.
Pero desde hace ya algunos años las sectas evangélicas se encargan de la
guerra contra la superstición en Haití. Esas sectas vienen de Estados
Unidos, un país que no tiene piso 13 en sus edificios, ni fila 13 en sus
aviones, habitado por civilizados cristianos que creen que Dios hizo el
mundo en una semana.
En ese país, el predicador evangélico Pat Robertson explicó en la
televisión el terremoto del año 2010. Este pastor de almas reveló que
los negros haitianos habían conquistado la independencia de Francia a
partir de una ceremonia vudú, invocando la ayuda del Diablo desde lo
hondo de la selva haitiana. El Diablo, que les dio la libertad, envió al
terremoto para pasarles la cuenta.
***
¿Hasta cuándo seguirán los soldados extranjeros en Haití? Ellos
llegaron para estabilizar y ayudar, pero llevan siete años desayudando y
desestabilizando a este país que no los quiere.
La ocupación militar de Haití está costando a las Naciones Unidas más de 800 millones de dólares por año.
Si las Naciones Unidas destinaran esos fondos a la cooperación
técnica y la solidaridad social, Haití podría recibir un buen impulso al
desarrollo de su energía creadora. Y así se salvaría de sus salvadores
armados, que tienen cierta tendencia a violar, matar y regalar
enfermedades fatales.
Haití no necesita que nadie venga a multiplicar sus calamidades.
Tampoco necesita la caridad de nadie. Como bien dice un antiguo
proverbio africano, la mano que da está siempre arriba de la mano que
recibe.
Pero Haití sí necesita solidaridad, médicos, escuelas, hospitales, y
una colaboración verdadera que haga posible el renacimiento de su
soberanía alimentaria, asesinada por el Fondo Monetario Internacional,
el Banco Mundial y otras sociedades filantrópicas.
Para nosotros, latinoamericanos, esa solidaridad es un deber de
gratitud: será la mejor manera de decir gracias a esta pequeña gran
nación que en 1804 nos abrió, con su contagioso ejemplo, las puertas de
la libertad.
(Este artículo está dedicado a Guillermo Chifflet, que fue obligado a
renunciar a la Cámara de diputados cuando votó contra el envío de
soldados uruguayos a Haití.)
Guillermo Chiflet
jueves, 1 de noviembre de 2012
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