EN EL DOLOR, SOLO PUEDO BUSCAR SU PLUMA...
Roger Rodriguez
(The
following story is fictional and does not depict any actual person or
event.) Clark Kent trabaja de cronista en The Daily Planet, un diario
matutino de la ciudad estadounidense de Metrópolis. Escribe las notas
más grises del periódico. Delira a solas con ser un tipo apuesto y muy,
muy fuerte que enamora a la más linda de la redacción, Lois Lane. Ella
sale con el gerente del departamento comercial.
Clark Kent pasa buena parte de su jornada laboral en el baño,
imaginando que vuela a la velocidad de la luz, que ve y oye a través de
las paredes y a miles de kilómetros de distancia. Sueña que es el ser
humano más fuerte del mundo. Cree no ser de este planeta, sino de uno
muy lejano llamado Kriptón. Ese invento es el mito fundacional de sus
ensoñaciones, lleno de soles, auroras y crepúsculos. En realidad, nació
de padres desconocidos en una zona rural de Kansas, territorio
estadounidense propenso a los torbellinos, cruzado por senderos de
ladrillos amarillos. Allí son frecuentes las alucinaciones que te hacen
flotar tan alto el alma que ves el arco iris desde abajo.
En su
infancia, y después también, el pequeño Clark Jonathan daba pena. Sus
padres adoptivos querían un hijo trofeo. Pero les salió fallado. El
padre, Jonathan, detestaba al muchacho porque le faltaba la energía para
ayudar en la granja familiar o para hacer deportes en su detestable
high-school, donde dos por tres se juntaban las pandillas para darle
buenas palizas. Era asmático. Clark se ocultaba en aulas desiertas, en
el granero de la granja, en el baño o en algún galpón derruido para
imaginarse arreando ganado, arando los terrones, levantando silos,
ganando el superbowl y querido por sus padres.
Martha, su madre
adoptiva, lo trataba con distancia. Creía que era gay. Clark dudó de su
heterosexualidad hasta que descubrió los cines pornográficos y las
salas de masaje con happy ending, ya en Metrópolis.
Pero Clark
Kent no guarda rencor hacia sus padres. A veces, se encierra en su
propia cabeza para cumplir los deseos de Jonathan y Martha: la madre lo
adora al ver cómo limpia hasta el más recóndito rincón de la casa, el
padre vuelve del campo y ve toneladas de leña ya cortada, el equipo de
football americano lo lleva en andas, se calza un uniforme y gana la
Segunda Guerra Mundial para los Aliados. Hasta ganó la guerra fría
contra los soviéticos un montón de veces.
Jonathan y Martha ni
siquiera lo sospechan. Tienen un cajón lleno de cartas suyas sin abrir.
Desde que Clark se mudó a Metrópolis con una pasantía, se han dedicado a
criar hijos adoptivos que sí han sido para ellos motivo de orgullo: un
cocinero de metanfetaminas, un asesino serial, un futbolista
descalificado de por vida por uso de esteroides.
Desde hace
años, Clark Kent viene redactando con antelación su propio obituario.
Aprovecha para dejar registradas ahí sus proezas imaginarias. Inventó a
Superman, el superhombre que capturó su espíritu. El superhéroe que le
consigue las noticias de primera plana que jamás escribirá. Clark Kent
ya perdió la cuenta de las veces que Superman salvó a su patria y al
mundo entero.
Nadie encontrará esa nota. Lois Lane asistirá al
velorio un ratito, nomás. Después, cenará en un restaurante paquete con
aquel gerente, quien recibe el mejor sueldo de The Daily Planet (más
comisiones). ¿Para qué se quedaría Lois Lane en el velorio si, en
realidad, no conoce a Clark Kent? Ella se sienta lejos, de espaldas. A
él le gusta mirarle el cuello. Si destella una gota de sudor, es feliz.
Clark Kent usa calzas y camiseta azules y eslip rojo debajo del traje.
Por las dudas. Cree que en algún momento saldrá volando por la ventana
del baño de la redacción. O de una cabina telefónica de ésas que ya no
existen ni en Metrópolis. Pero no lleva puestas las botas rojas que
completan su uniforme de titán porque pondrían en peligro su identidad
secreta. ¿Qué periodista de un diario careta usaría un calzado así?
Clark Kent es callado y no come en el escritorio. Si no encuentra una
oficina vacía, almuerza en el baño. Cuando duerme, vuela. Cuando se
engripa, se calza su pijama de Superman y las medias rojas, se saca los
lentes y salva al mundo debajo de las frazadas. Clark Kent tiene buenos
sentimientos. No le hace daño a nadie. Le cae bien a todo el mundo. Vive
triste su vida triste y su inofensivo delirio.
Clark Kent es
miope en serio: tiene 4,5 dioptrías en el ojo derecho y 4,8 en el
izquierdo. También es un poco sordo. Fuma a escondidas. Es célibe. Le
gusta devorar la grasa amarilla de las costillas, se emborracha con dos
whiskies y cuenta saltos sobre el edificio de The Daily Planet antes de
dormir.
En su vida secreta, Clark Kent procesa cierta
perversión del periodismo: la de creerse con derecho a ejercer poder
igual que las figuras públicas. Se la cree, como suele decirse, pero
nadie se da cuenta. Superman es la íntima e intransferible operación de
autohomenaje que pergeñó un periodista para conformarse con su
frustrante vida, porque en realidad quería ser otra cosa. El quarterback
que gana el SuperBowl, el presidente de Estados Unidos que marcha a la
vanguardia en las guerras, el rey del mundo, el soldado infalible, el
paramilitar discreto. La patética vida de Clark Kent es la mejor
representación de la futilidad del sueño de grandeza que suele abrigar
el periodismo.
Marcelo Jelen
domingo, 27 de julio de 2014
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