14 de junio del 2013
Por Jorge Zabalza
Arturo Dubra
Somos una constelación entrelazada por la muerte, la
desaparición, la tortura, la violación y los mil y un verdugueos que es capaz
de crear el sadismo militar. La cofradía hermanada por el horror y el espanto,
el miedo de cada mañana al no saber como vendrá la mano y la búsqueda de aire
puro en la atmósfera putrefacta de la cloaca. Los porfiados sobrevivientes se encuentran en salas velatorias, el
Cementerio de La Teja, las busecas de Ibiray y Crysol, las marchas del silencio
y algunos otros puntos donde cruzar miradas y hacer gestos de mutua comprensión.
En el diálogo recuperamos los antiguos códigos de la clandestinidad, el
lenguaje de los locales abarrotados y esos recuerdos que, pese a las tentativas
de tantos novelistas y poetas salidos del calabozo, son tan difíciles de
comprender por quienes no atravesaron desiertos ni se quemaron en el infierno.
Aburrimos de tanto volver a las viejas historias.
Arturo Dubra Díaz es uno de los recuerdos santos en la
cofradía tupamara. Cada una y cada uno de nosotros tenemos el episodio, la
anécdota o el relato protagonizado por el “flaco”. Todos recibimos esa
sensación de seguridad, de firmeza inconmovible que transmitía. La leyenda de Arturo
“sin miedo” sigue viviendo en la memoria agradecida de sus cofrades. Fue uno de
los protagonistas más destacados de esa historia salpicada por el heroísmo y la humana solidaridad de tantos y
tantas revolucionarias, que resurge pese al empeño por rescatar el lado oscuro
y los agujeros negros, los quebrantos y egoísmos tan humanos que acompañan las
epopeyas más gloriosas de la humanidad.
La tarde del 8 de octubre de 1969 su nombre retumbó en
las viejas Spicas que entretenían el ocio en las celdas del Penal de Punta
Carretas. Lo daban por muerto, había caído baleado cerca de Camino Maldonado al
retirarse de la toma de Pando. Quienes lo conocían no lo podían creer... Arturo
era inmortal. Al salir al recreo, todos
abrazaron a Pedro, su hermano menor. Yo lo abracé conmovido. Volvimos del
recreo y los informativos de las 19:00 horas explicaron que Arturo se había
salvado, lo había protegido un policía de la caminera horrorizado con los
fusilamientos que estaba presenciando. Poco después, Pedro pidió al guardia
para salir y, de mejillas mojadas, se vino hasta la celda a darme un abrazo a
través de la ventanilla. Las informaciones ya no ofrecían dudas y daban los
tres nombres de los asesinados en los alrededores de Manga. En mi memoria
Arturo y Pedro, Pedro y Arturo, están archivados en la misma carpeta donde
conservo a Ricardo, mi hermano.
Murió hace diez años, el 6 de junio del 2003, luego de
una larga agonía. No tuvo la muerte deseada por la generación de Ernesto Ché
Guevara. Sobrevivió para salir amnistiado y adaptarse como podía a la legalidad
permitida, una madrugada en el gimnasio de Atenas nos equivocamos y atravesamos
los límites del código penal. No soportó la muerte de Pedro y lo entiendo demasiado
bien. La tarde que me despedí de la Convención Nacional del MLN(T), con la
mirada nublada, Arturo me acompañó abrazado hasta la puerta y me dijo “venite
por el boliche mañana”. Muchísimas veces atravesamos la frontera política para volver
a hablar nuestro idioma y repasar las fotografias color sepia.
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