a los 85 años del nacimiento de Ernesto
Aquel jueves 14 de junio de 1928 en el que nacía a
las tres y cincode la madrugada Ernesto Guevara de la Serna, era una fecha ya
bastante distante del 22 de noviembre de 1916 en el que moría, a los 40 años –víctima
de una sobredósis de morfina terapéutica--, el escritor socialista norteamericano
Jack London, nacido en San Francisco, California, el 12 de enero de 1876.
Para el Ché, aun en los duros e inciertos ensayos
de pequeño ejército revolucionario imaginado en la abigarrada espesura boliviana
de la segunda mitad de los ´60, su lectura preferida y casi que permanente en
la clandestinidad alerta de la selva, más todavía que los escritos filosófico-políticos
a los que acudía intermitentemente con profunda mirada crítica, era la de los relatos
breves de aquel californiano –marino, aventurero, mil oficios, autodidacta- que
solía despedirse de sus amigos socialistas en sus cartas con un “Jack London, Tuyo
para la Revolución”.
Tal vez atraído por la “nacionalidad” de London,
que era la misma que la de los antepasados de su abuela materna, Ana Lynch; o
simplemente porque lo descubrió en su infancia o preadolecencia en los cuentos
de denuncia del maltrato a los niños y a los animales domados para el circo, el
Che tuvo en este “Tuyo para la Revolución” una de sus primeras referencias en
la formación de un carácter hondamente humanitario, rebelde, irreverente e inflexiblemente
insurrecto hacia una sociedad que por esa época de su vida ya mostraba unas
purulencias asqueantes y prefiguraba el trágico período de ascenso del nacionalsocialismo/fascismo
y la devastadora segunda guerra interimperialista/capitalista del siglo XX con
55 millones de muertes.
Por cierto que este vínculo fino y estrecho entre
el finado Jack London y el Guerrillero de América, daría para hilvanar muy
interesantes reflexiones acerca del protagonismo de la literatura social en el
desarrollo de los pueblos desde la más tierna infancia, hoy hostigada y
alienada por una parafernalia consumista digitalizada e idiotizante, que
asusta, realmente, y que hay que combatir con furia irrefrenable, incluso para
que las necesarias y posibles revoluciones impulsadas y realizadas a pesar de
la alienación masiva, no sean traicionadas o desnaturalizadas con el empacho edulcorado
de las “mieles del poder”.
Pero mi capacidad y mi corazón, hoy, a las tres y
media de la mañana de este 14 de junio del 2013, a la misma hora en que el Che
pegaba sus primeros gritos que el tiempo convertiría en gritos de Revolución y
Socialismo sin concesiones; a la misma hora en que Ernesto cumple sus imberbes
85 junios de lucha interminable y ejemplarizante, el combustible sesentón y el arrebato
antojadizo de los jovatos, me inducen únicamente a transcribir, por amor al Che
y también a Jack London, y con la esperanza de que llegue a ojos mucho más
jóvenes que los de Ernesto, este lindísimo texto del californiano “Tuyo para la
Revolución”, casi que como regalo en este día que vale la pena celebrar con el fervor
y el orgullo castigado pero no derrotado de los que aquel domingo 8 de octubre
de 1967, lloramos al Ché y quisimos convertir el duelo americano en compromiso
de no dejar que la senda trazada fuera cubierta por yuyos inservibles y sólo
piedras quietas e invadida por cruceras y luces malas, nomás.
Ahí va, Ché (es larguito, pero muy jugoso):
Jack London
”Yo he nacido en la clase obrera” (Whay
life to me), artículo de Jack London publicado en
marzo de 1906***
Traducido
del francés. Tomado del blog argentino Bandera roja:
“En buena hora descubrí el entusiasmo, la ambición, los ideales; y el
satisfacerlos llegó a ser el problema de mi vida de niño. Las condiciones en
que me crié eran primitivas, duras y frustrantes. Carecía de mirada sobre el
exterior, solamente era capaz de ver lo que tenía delante. Mi lugar en la
sociedad era en todos los sentidos de baja escala. En este nivel, la vida no
ofrecía nada que no fuera sórdido y miserable, tanto para la carne como para el
espíritu; ya que tanto la carne como el espíritu se encontraban parejamente
hambrientos y torturados.
Por encima de mí se elevaba el colosal edificio de la sociedad, ya mis ojos
el único medio de escapar, era ascender. Es por lo tanto en este edificio en el
que resolví en buena hora hacerlo. En los pisos superiores, los hombres
llevaban trajes negros y camisas almidonadas, las mujeres ropas magníficas.
Había también buenas cosas para comer, y con profusión. Esto en lo que se
refiere a la carne. También existían cosas del espíritu. Aunque era lejos de
donde yo estaba, yo sabía que reinaba la generosidad del espíritu, el
pensamiento limpio y noble, una viva intelectualidad. Sabía todo eso porque
leía las novelas de la "Seaside Library" en las que, con la excepción
de los bribones y los aventureros, todos los hombres y todas las mujeres no
tenían más que bellos pensamientos, hablaban un bello lenguaje, y desarrollaban
acciones magnificas. Así es, yo admitía como una cosa evidente que por encima mio,
todo era bello, noble, amable, que abundaba todo lo que daba respetabilidad y
dignidad a la vida, todo lo que hace que la vida merezca ser vivida, todo lo que
remunera vuestros trabajos y consuela vuestras desdichas.
Pero esta ascensión no es particularmente fácil para aquel que pertenece a
la clase obrera -en especial para aquel que además tiene como obstáculo sus
ideales y sus ilusiones. Yo vivía en California en un rancho y me puse
enérgicamente a buscar el sitio donde apoyarme para escalar. En buen momento
también me enteré sobre la tasa de interés del dinero y torturaba mi cerebro de
niño en tratar de comprender las virtudes y las excelencias de esta soberbia
invención del hombre, el interés compuesto. Después, pude informarme del nivel
corriente de los salarios para los trabajadores de todas las edades, y del
coste de la vida. Partiendo de estas informaciones, llegué a la conclusión que
si me ponía a trabajar y a economizar hasta la edad de treinta años, podría
entonces dejar de trabajar y ponerme a participar en buena medida en las
delicias y en las bienaventuranzas que se me ofrecían en un escalón más alto de
la sociedad. Naturalmente, me encontraba firmemente decidido a no casarme, al
tiempo que olvidaba completamente contemplar ese terrible escollo generador de
desastres para la clase laboriosa: la enfermedad.
Pero la vitalidad que poseía me exigía mucho más que una existencia
mezquina de economía sórdida, de parsimonia. Aunque a la edad de diez años me
convertí en vendedor de diarios en la calle, y me encontré con una nueva manera
de mirar las cosas que se encontraban encima de mí. Estaba siempre rodeado de
un ambiente sórdido y miserable, y por encima de mí se encontraba siempre el
mismo paraíso atendiendo mi escalada; pero la escala y la posibilidad de acceso
no eran iguales para todos. El paso siguiente era la escala de los negocios.
¿Para qué guardar el dinero e invertir mis economías en fondos del Estado,
cuando, comprando dos diarios por cinco céntimos, yo podía, en un golpe de
mano, venderlos por diez céntimos y doblar de esta manera mi capital? La escala
de los negocios era la escala que me convenía, y ya me veía convertido en un
príncipe del comercio, calvo y con éxito.
¡Tanto peor para estas visiones del porvenir! A la edad de dieciséis años merecía ya el título de “príncipe”. Pero me lo habían concedido un “gang” de borrachos y de ladrones que me llamaban “El Príncipe de los Ladrones de Ostras”. Fue en este instante cuando subí mi primer escalón en la escala de los negocios. Era un capitalista. Poseía un barco y un material completo para ladrones de ostras, y comencé a explotar a mis semejantes. También poseía un grupo de hombres a mis órdenes. En mi calidad de capitán y de propietario poseía las dos terceras partes del botín dando a la tripulación un tercio, aunque esta tripulación había trabajado exactamente y tan duramente como yo, y habían arriesgado igualmente su vida y su libertad.
No llegué a trepar más alto de esa escala única en el mundo de los
negocios. Una noche efectué un "raid” sobre los pescadores chinos. Las
cuerdas y las redes costaban bastantes dólares y céntimos. Se trataba de un
robo, lo reconozco, pero este era precisamente el espíritu del capitalismo. El
capitalismo se ampara en las posesiones de sus semejantes por medio de una
rebaja, de un abuso de confianza, o bien comprando los senadores y los jueces
delante de la Corte Suprema. Solamente que yo no respetaba las formas. Esta era
la única diferencia. Me servía de un revólver.
Pero esa noche, mi tripulación estaba compuesta por esos hombres ineficaces
contra los cuales el capitalismo está acostumbrado a maldecir porque, en
verdad, aumentan las despensas y disminuyen los dividendos. Mi tripulación
tenía los dos defectos. En cuanto a su ausencia de cuidado, era tal que llegó a
meter fuego a la gran vela que fue completamente destruida. No hubo el menor
dividendo en esta noche, y los pescadores chinos se enriquecieron con los cordeles
y las redes que nosotros no habíamos cogido. Me encontré entonces en una mala
situación ya que era absolutamente incapaz de pagar los sesenta y cinco dólares
que eran necesarios para comprar una vela nueva. Dejé mi barco anclado y partí
a bordo de un navío pirata de la bahía para llevar a cabo un «raid» sobre
Sacramento. Durante este viaje, otro “gang” de piratas de la bahía llevó a cabo
un ataque sobre mi barco. Se adueñaron de todo, incluso de las anclas; y a
continuación, cuando recuperé el casco, llevado a la deriva, lo vendí por
veinte dólares. Había resbalado del único escalón que había logrado alcanzar, y
no he tratado desde entonces nunca más de ensayar ningún ascenso en el mundo de
los negocios.
A partir de este momento he sido explotado sin piedad por otros capitalistas. Tenía mis músculos, ellos tiraban del dinero mientras yo no conseguía para mí más que medios de existencia muy mediocres. Fui marinero delante del mástil, descargador, mano de obra. Trabajé en una manufactura de conservas, en las fábricas, en las lavanderías; también corté el césped, limpié tapices, lavé vitrinas. Jamás obtuve por ello el producto integro de mi esfuerzo. Miraba a la hija del propietario de la manufactura de conservas en su coche, y sabía que eso se debía en parte a mis músculos que contribuían en hacer avanzar este coche y sus ruedas de caucho. Miraba la hija del dueño de la fábrica que iba a la universidad, y sabía que mis músculos contribuían, en parte, a pagar el vino que él bebía y las distracciones que tenía.
Pero esto no me inspiraba ningún rencor. Todo formaba parte de un juego.
Ellos formaban la gente fuerte. Muy bien, yo también era fuerte. Me abriría
camino para encontrar una plaza entre ellos y para conseguir dinero de los
músculos de los demás hombres. El trabajo no me daba miedo. Incluso adoraba el
trabajo penoso. Me sumergiría y trabajaría más duramente que nunca, y no
tardaría en llegar a ser uno de los pilares de la sociedad. En ese momento
preciso, como por un golpe de suerte encontré un encargado que coincidía con mi
estado de ánimo, deseaba trabajar, y llegaba todavía más lejos del mero de cumplir
con mi trabajo. Creía además que iba a aprender un oficio. En realidad lo que
había hecho era reemplazar a dos hombres. Creía también que estaba a. punto de
convertirme en un electricista; de hecho, yo le hacía ganar cincuenta dólares
por mes. Los dos hombres que había desplazado recibían cada uno cuarenta
dólares por mes; hacía el trabajo de los dos por treinta dólares mensuales. El
encargado casi me mató trabajando. A un hombre le pueden gustar las ostras,
pero demasiadas ostras le puede quitar ese gusto particular. Igual ocurrió
conmigo. Tanto trabajo me hastiaba. Llegué a no querer oír hablar más de trabajo.
Dejé entonces el mío. Me convertí en un vagabundo y mendigaba de puerta en
puerta el medio para continuar mi camino, recorriendo todos los Estados Unidos,
sudar sangre y agua en los tugurios y en las prisiones.
Yo había nacido entre la clase laboriosa y a la edad de 18 años, me
encontraba por debajo de mi punto de partida. Me encontraba en los sótanos de
la sociedad, en los profundos subterráneos de la miseria de los que no resulta
ni agradable ni conveniente hablar. Estaba en la fosa, en el abismo de la fosa
de desahogo humano, en los mataderos y los desagües de nuestra civilización.
Todo esto formaba parte del edificio de la sociedad que la propia sociedad
había escogido ignorar. La falta de plaza me obliga aquí a ignorarlo también,
pero diré solamente que lo que he visto me ha causado un miedo terrible.
Tenía miedo a pensar. Veía al desnudo los elementos simples de esta
civilización complicada que me había tocado vivir. La vida era para mí una
cuestión de comida y de cobijo. Con el fin de obtener comida y abrigo, el
hombre vende cosas. El mercader vende zapatos, los politiqueros venden su
virilidad, el representante del pueblo con, naturalmente, las excepciones de
rigor, vende la confianza que logra inspirar; al mismo tiempo, casi todos
venden igualmente su honor. De la misma manera, las mujeres, sea en la calle,
sea por los vínculos sagrados del matrimonio, tienen tendencia a vender su
cuerpo. Todas estas cosas son mercancías, todo el mundo compra y vende. La
única mercancía que el trabajo tiene para vender son sus músculos.
El trabajador sólo tiene músculos a la hora de vender.
No obstante, hay una diferencia, una diferencia vital. Los zapatos, la
confianza, el honor, tienen sus medios para renovarse. Cuentan con “stocks”
imperecederos. Por el contrario, los músculos no se renuevan. En la medida en que
el comerciante vende sus zapatos, renueva su “stock”. Pero no existen medios
para renovar el "stock" de fuerza muscular del trabajador. Mientras
más lo vende, menos le queda. Es su única mercancía y cada día su “stock”
disminuye. Al final, si la muerte no le llega antes, al trabajador no le queda
nada para vender y debe cerrar su tienda. Si le fallan los músculos no le queda
más que descender a los sótanos de la sociedad para morir miserablemente.
Aprendí a continuación que el cerebro era también otra mercancía. El
cerebro es diferente a los músculos. Uno que venda su cerebro se encuentra
todavía en su primera juventud cuando no tiene más que cincuenta o sesenta
años, y sus salarios alcanzan entonces las tasas más elevadas. Pero un
trabajador se encuentra agotado o roto a los cuarenta o cincuenta años. He
estado en los sótanos de la sociedad, y no me gusta ese lugar para vivir. Las
cañerías de las aguas y de las letrinas no son saludables, y el aire no es
bueno para respirar. Si yo no puedo vivir en el piso en el que se entra en la
sociedad, puedo en todo caso mirar de hacerlo en el granero. Es verdad, en éste
el régimen de comida es poco abundante, pero al menos el aire es puro. Aunque
yo había decidido no vender mis músculos y llegar a ser un buen vendedor del
cerebro.
Desde entonces comencé una persecución frenética por el saber. Volví a
California para abrir los libros. De esta manera intenté equiparme para llegar
a ser un cerebro a un buen precio, y era inevitable que me metiera a
investigador sociológico. En este terreno encontré, expresado de una manera
científica y en una cierta categoría de libros, los conceptos ideológicos simples
que ya había descubierto en cierta medida por mi mismo. Ya antes de mi
nacimiento, otros espíritus más desarrollados que el mío, habían expresado todo
lo que yo pensaba y se habían adelantado a su tiempo. Fue entonces cuando
descubrí que era socialista.
Los socialistas eran revolucionarios, en la medida en que luchaban para transformar la sociedad tal como existe actualmente, y con otros materiales, construir una nueva sociedad. Yo también era socialista revolucionario. Me había adherido a los grupos de obreros revolucionarios e intelectuales, y tomé contacto por primera vez con la vida intelectual. Encontré inteligencias penetrantes y brillantes espíritus; ya que había entrado en relación con miembros de la clase obrera que, aunque tenían las manos callosas, poseían un cerebro sólido y alerta. Se trataba también de predicadores que habían colgado sus hábitos y que tenían una concepción demasiado amplia del cristianismo como para formar parte de ninguna congregación de adoradores de Mammon; de profesores víctimas del avasallamiento de la Universidad por parte de la clase dirigente y habían sido expulsados de ella porque pensaban demasiado en extender sus conocimientos ensayando su aplicación al servicio de la humanidad.
Los socialistas eran revolucionarios, en la medida en que luchaban para transformar la sociedad tal como existe actualmente, y con otros materiales, construir una nueva sociedad. Yo también era socialista revolucionario. Me había adherido a los grupos de obreros revolucionarios e intelectuales, y tomé contacto por primera vez con la vida intelectual. Encontré inteligencias penetrantes y brillantes espíritus; ya que había entrado en relación con miembros de la clase obrera que, aunque tenían las manos callosas, poseían un cerebro sólido y alerta. Se trataba también de predicadores que habían colgado sus hábitos y que tenían una concepción demasiado amplia del cristianismo como para formar parte de ninguna congregación de adoradores de Mammon; de profesores víctimas del avasallamiento de la Universidad por parte de la clase dirigente y habían sido expulsados de ella porque pensaban demasiado en extender sus conocimientos ensayando su aplicación al servicio de la humanidad.
También encontré entre ellos una fe calurosa en el idealismo humano y
radiante, el dulzor del altruismo, del renunciamiento y del martirio, en suma:
todo lo que hay de espléndido y estimulante en el espíritu. Entre ellos la vida
era limpia, noble y en movimiento. La vida se rehabilitaba, llegaba a ser
maravillosa y gloriosa; me encontraba muy feliz de estar entre los vivos.
Estaba en contacto con grandes almas que ponían su carne y su espíritu por encima
del dinero, y que sentían el débil grito lastimero del niño del suburbio que
moría de hambre como algo que tenía mucha más importancia que todos los
ambiciosos problemas de la expansión comercial y de la supremacía mundial.
Alrededor de mí, no existían más cuestiones que la de los nobles objetivos a
lograr, que las de los esfuerzos valerosos, y mis días y mis noches eran fuego
y rocío, soles y estrellas rutilantes, objetos que brillaban radiantes sin
cesar ante mis ojos que contemplaban el Santo Grial, el Grial de Cristo, una
humanidad calurosa que después de tanto tiempo de sufrimientos y malos tratos,
convenía socorrer y salvar.
Y yo, pobre loco, tomaba todo eso como un simple anticipo de las delicias
que encontraría más allá, por encima de mí, en el porvenir. Había perdido todas
las viejas ilusiones de la época en que leía las novelas de la “Seaside
Library” en un rancho de California. Todavía debería de perder muchas más ideas
de las que todavía conservé.
Como vendedor de ideas conseguí éxito. La sociedad me abrió entonces sus
puertas, todas ellas grandes. Entré directamente en el piso del salón, y mis
desilusiones hicieron un progreso rápido. Comí con los señores de la alta
sociedad, con las esposas y las hijas de esos señores. Las mujeres estaban
magníficamente vestidas, lo reconozco; pero fui ingenuamente sorprendido al
encontrarme que eran de la misma arcilla que todas las demás mujeres que había
conocido en la baja escala, en los sótanos. «La mujer del coronel y Judy
O'Grady eran hermanas bajo sus pieles y sus vestidos».
No era tanto eso como su materialismo lo que más me chocaba. Ciertamente,
esas magníficas mujeres, ricamente vestidas cotorreaban sobre pequeños ideales
y sobre pequeños problemas morales; pero al margen de sus habladurías, la nota
dominante de su vida era materialista, ¡en el orden sentimental eran
tremendamente egoístas! Participan en toda suerte de hermosas pequeñas obras de
caridad que luego hacen saber a todo el mundo, al tiempo que lo que comen y la
magnífica ropa que llevan, están pagadas por dividendos manchados por la sangre
vertida por la mano de obra infantil, fruto del trabajo a destajo, e incluso de
la prostitución. Sin embargo, cuando yo anunciaba estos últimos hechos, creyendo
en mi inocencia que estas hermanas de Judy O' Grady irían con sus cederías y
sus joyas ensuciadas de sangre a conocer la verdad sobre el terreno, por el
contrario, se enervaban, se irritaban, y me leían las tesis sobre la ausencia
de espíritu económico, el alcoholismo y la depravación que se encuentran en el
origen de todas las desdichas de los sótanos de la sociedad. Y cuando yo
respondía que no veía muy bien como la ausencia de espíritu de comercio, la
intemperancia y la depravación de un niño de seis años y medio muerto de hambre
le hacen trabajar todas las noches durante doce horas en una hilandería de
algodón de los Estados del sur; estas hermanas de Judy O'Grady atacaron
entonces mi vida privada y me han tratado de “agitador” como si esto, de alguna
manera, pusiera fin a todas las discusiones.
Mi trato personal con los señores no fue mucho mejor. En un principio
esperaba encontrarme hombre limpios, vivos, con ideales propios, nobles... Sin
embargo me encontré entre gente que ocupaban puestos elevados: predicadores,
politiqueros, hombres de negocio, profesores, periodistas. He comido y bebido
con ellos. Cierto es que he encontrado algunos que eran limpios, y nobles,
pero, salvo algunos que formaban una rara excepción, no estaban vivos. Creo que
podría contar estas excepciones con los dedos de mis dos manos. Se trataba
simplemente de muertos sin enterrar. Entre la gente que he encontrado quizás deba
de hacer una mención especial de los profesores, esos hombres que realizan ese
ideal de la Universidad decadente, “la búsqueda sin pasión de una inteligencia
sin pasión”.
También he conocido hombres que invocaban el nombre del Príncipe de la Paz
en sus diatribas contra la guerra, y que ponían los fusiles en manos de los
detectives privados para que se sirvieran de ellos contra los huelguistas de
sus propias fábricas.
He conocido hombres conmovidos de indignación delante de la brutalidad de
los combates de boxeo que participaban en la falsificación de alimentos que
matan cada año más niños que el propio Herodes el sangriento.
He hablado en los hoteles, en los clubs, en las casas particulares, en los
compartimentos de los trenes, sobre puentes de los paquebotes con capitanes de
la industria y me he podido sorprender del escaso camino que habían recorrido
en el reino del intelecto. Por contra, he descubierto que su inteligencia, en
lo que se refiere a los negocios, era enormemente desarrollada.
Igualmente descubrí que su moralidad, cuando se trataba de negocios, era
nula.
Ese “gentleman” delicado, con el físico aristocrático, era un director que
hacía de “hombre de paja”, era un juguete entre las manos de las empresas que
robaban secretamente a las viudas y a los niños. Ese señor, que coleccionaba
bellas ediciones y que era un mecenas literario, sufría el chantaje de un
patrón mofletudo que fruncía unas tupidas cejas y se dedicaba a la política
municipal. Ese hombre publica un diario insertando publicidad sobre especialidades
farmacéuticas, y no osa imprimir la verdad sobre esos productos por miedo a
perder sus clientes. Me ha tratado de bribón demagogo porque yo le había dicho
que su economía política databa de la antigüedad y su biología de Plinio.
Ese senador es el juguete, el esclavo, del jefe de una importante
agrupación política sin ninguna educación, una marioneta en su mano. Ese
gobernador y ese juez de la Corte Suprema se encuentran en el mismo caso. Los
tres viajaban en un tren con billetes de transporte gratuitos. Ese hombre, que
habla con sobriedad y seriedad de las bellezas del idealismo y de la bondad de
Dios, apenas acababa de traicionar a sus camaradas en la reciente conclusión de
un negocio. Ese hombre, pilar de la Iglesia e importante sostén de misiones
extranjeras, hacía trabajar durante diez horas por día a unas señoritas en unos
almacenes por un salario de hambre, y de hecho animaba la prostitución. Ese
hombre que subvencionaba cátedras de la Universidad, perjura delante de los
tribunales por una cuestión de dinero. Y ese magnate de los ferrocarriles ha
traicionado su palabra de “gentleman" y de cristiano acordando una rebaja
a un capitán de industria que se había comprometido con otro capitán de
industria con el que estaba empeñado en una lucha a muerte.
Es igual por todas partes, crimen y traición, traición y crimen -entre
hombres que están vivos, pero que no son ni limpios ni nobles, entre hombres
que lo son pero que no están vivos. Empero, existe actualmente una gran masa,
la de los desesperados; que no es noble ni está viva, pero sí simplemente
limpia. Ella no peca activamente, ni deliberadamente. Aunque sí lo hace por su
pasividad e ignorancia aceptando la inmoralidad general, aprovechándose a su
manera. Si fuera noble y viva, no sería ignorante, y se negaría a tomar su
parte en los beneficios de la traición y el crimen.
Me di cuenta de que no me gustaba tampoco, vivir en el piso de la alta
sociedad. Intelectualmente yo era un inoportuno. Moral y espiritualmente, era
un inconformista. Prefería a mis intelectuales y mis idealistas, mis
predicadores que habían colgado los hábitos, mis profesores despedidos, y los
trabajadores con el espíritu claro, poseedores de una conciencia de clase. Me
acordaba de mis días de sol y de mis noches de luminosas estrellas, donde la
vida era una maravilla salvaje y dulce, un paraíso espiritual de aventura
altruista y novelesco-moral. Y he visto delante de mí, siempre brillante y
esplendoroso, el Santo Grial.
Sí, volví a la clase obrera, en la que nací y a la que pertenezco. Ya no me preocupé más por ascender. El importante edificio de la sociedad que se levanta por encima de mi cabeza no oculta para mí nada deleitoso. Es la fundación de este edificio lo que de verdad me interesa. Aquí me contento con trabajar con la palanca en las manos, codo con codo con los intelectuales, los idealistas, los trabajadores con conciencia de clase, y con ellos organizar una acción sólida para sacudir todo el edificio.
Sí, volví a la clase obrera, en la que nací y a la que pertenezco. Ya no me preocupé más por ascender. El importante edificio de la sociedad que se levanta por encima de mi cabeza no oculta para mí nada deleitoso. Es la fundación de este edificio lo que de verdad me interesa. Aquí me contento con trabajar con la palanca en las manos, codo con codo con los intelectuales, los idealistas, los trabajadores con conciencia de clase, y con ellos organizar una acción sólida para sacudir todo el edificio.
Luego, un día, cuando hayamos podido trabajar, con muchas manos y muchas
palancas, lo transformaremos, al mismo tiempo que cambiaremos a todos esos
vivos podridos ya todos esos muertos sin sepultura. Entonces, limpiaremos el
sótano y construiremos en su lugar una nueva habitación para la humanidad, en
la cual no habrá ningún piso de salón: todas las piezas serán claras y
ventiladas, y el aire que respiraremos será limpio, noble y humano.
Estas son mis perspectivas. Aspiro al nacimiento de una nueva época donde
el hombre realizará el mayor progreso, un progreso más elevado que el de su
vientre, y en el que el aura para animarlos para nuevas acciones será mucho más
estimulante que la actual derivada de su estómago. Guardo intacta mi confianza
en la nobleza y excelencia de la especie humana. Creo que la delicadeza espiritual
y el altruismo triunfarán sobre la glotonería grosera que reina hoy en día. En
último lugar quiero hacer constar mi confianza hacia la clase obrera. Como ha
dicho un francés: "En la escalera del tiempo resuenan sin cesar el ruido
de los zuecos que suben, y de los zapatos barnizados que descienden”.
***
"Whay life to me"; artículo
publicado en marzo de
1906 en el "Cosmopolitan Magazine". Publicado en
forma de folleto por el «The Intercollegiate Socialist Society, Princenton, New
Jersey. Fue también incluido en el volumen Revolution And Other Essays, New
York, The Macmillan Co., marzo, 1910. Publicado por Francis Lacassin en su
recopilación de escritos socialistas de London, «Yours for the Revolution Ed.
10/18, Paris, 1977.
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