Juan Lacaze la proletaria
por Daniel Gatti
http://www.revistaajena.com/la-crisis-de-la-excepcion-coloniense/
La ciudad “más proletaria” del país está desconcertada. Sus
dos grandes industrias –la antigua Campomar y sus continuaciones, y
Fanapel– cerraron o redujeron su pantilla. Un crédito del FONDES para
reabrir la textil, y aprovechar el conocimiento adquirido en los años de
pujanza industrial flotan como ideas entre los lacacinos que combaten
la sensación de impotencia.
“No hay ciudad uruguaya de mayor tradición proletaria que Juan Lacaze. No hay tampoco ciudad con más viejos y más en crisis”. Francisco Abella –periodista en el semanario local Noticias– se queda un momento en blanco y agrega como con bronca: “esto es un velorio que no termina más, una agonía lenta. Y le estamos dando la espalda al resto del departamento. En casi todo Colonia hay como una efervescencia, y aquí…” Luis, cincuentón largo, cruzado a la salida de un negocio, dice: “es una crisis terminal”. Y opinan algo similar el maestro David Mackiewicz, el textil jubilado Ariel Gambetta, su colega Hugo Fontana, la encargada de un curioso museo local… En el verano pasado el presidente Mujica y varios de sus ministros desembarcaban en tierras sabaleras. Llegaban –anunciaban– al rescate.
A primera vista Juan Lacaze no da la impresión de estar “en crisis terminal”. La ciudad, en su centro, se ve prolija, calles limpias, buenas casas, lindo liceo, escuela ídem, flamante y desbordante local de UTU, una pobreza no expuesta. Y bastante movimiento en las calles comerciales. “Sí, pero es fachada”, dice Abella. La pobreza despunta en los cuatro asentamientos de los alrededores, “y si rascás te das cuenta que el consumo es sostenido por los obreros jubilados, algunos de ellos, si no la mayoría, con muy buenos ingresos (hay jubilaciones de hasta 50 mil pesos). Algo con patas muy cortas, porque cuando entrás a ver en qué andan los jóvenes, no digamos los más jóvenes, los tipos de 40, te querés morir”.
Juan Lacaze es, efectivamente, una ciudad de viejos. Y de cuño obrero. De viejos con cuño obrero. Un 25 por ciento de sus alrededor de 13.000 habitantes son jubilados. “Si Uruguay es uno de los países más envejecidos del mundo, Juan Lacaze es de los lugares más envejecidos del Uruguay”, resume Abella. La mayoría de esos pasivos viene de la industria textil y papelera. “Mucha gente tiene aquí conocimientos industriales, de oficios que fueron aprendiendo en las dos grandes empresas símbolo: la antigua Campomar & Soulas y Fanapel. Hay mucho mecánico, soldador, tornero, electricista”, dice a Ajena Mackiewicz. Las fábricas eran la sangre de la ciudad. Todo venía de ellas.
Y todos iban hacia ellas. Ariel Gambetta tiene 69 y de chico encaró en Campomar “lo que no podía en la escuela. Mi padre me dijo un día: ¿no querés estudiar? Entonces a laburar, y a los 14 entré a la textil”. Allí estuvo hasta los 59 años; trabajó como obrero (“pasé por casi todas las secciones, la clasificación de lanas, el lavadero, el cardado, anduve por sótanos y techos, por el depósito y la chimenea”) y escaló hasta ser jefe de seguridad industrial. Gambetta idolatra a la vieja Campomar, al punto de haber escrito una historia de la empresa que presentó en escuelas.
La fábrica comenzó a funcionar en 1905 y fue, según él, la mayor textil de América Latina. Fue, al menos, la principal de Uruguay. María Magdalena Camou, doctora en ciencias sociales que en 2011 publicó un estudio sobre la empresa, apunta que hacia los años treinta llegó a representar la mitad de la producción bruta del sector y a emplear cuatro veces más gente que la textil que le seguía en tamaño. Hacía todo el proceso industrial, de una punta a la otra, y producía casimires de lana cardada y peinada, paños de lana, fieltros, lana para tejer, hilados, frazadas, jergas, mantas, tops.
“La calidad era fabulosa. Casimires Perrotts made in England se fabricaban acá. Se le mandó de regalo a la reina Isabel una frazada blanca con rosas dibujadas que era una preciosidad”, cuenta Hugo Fontana, que pasó 38 años en el sector aprestos y se jubiló “con buen dinero”. Su padre también había trabajado en la fábrica. Llegó de Italia a los 21, picó en Montevideo y desembarcó en Colonia atraído por las promesas de la textil. Hugo siguió su camino “apenas salido de la infancia. Uno entraba con un sueldo que equivalía a 15.000 pesos de ahora, más o menos, y te pagaban para enseñarte”.
Ariel Gambetta dice con nostalgia que para él la fábrica “representó casi que un padre”. “La textil propiamente de los Campomar tuvo ese papel paternalista que fue costumbre entre algunos grandes empresarios de la época, es verdad, y fue esa la que conoció Ariel. Pero antes, cuando en la empresa mandaba el italiano José Salvo, socio de José Campomar, otro de los fundadores, español, la norma era la explotación más vil, de niños, de mujeres. Salvo era un negrero. El palacio que lleva su nombre en Montevideo debería tener un letrero que dijera: ‘este edificio se construyó con la sangre de los textiles’. Levantó el palacio a fuerza de plusvalía.” Nadie recuerda esa historia, ni siquiera en Juan Lacaze: José Salvo se llama su calle principal.
“Miguel Campomar fue mucho más inteligente: hizo obra social”, apunta el maestro Mackiewicz. A él la ciudad “le debe” –dice Gambetta– una escuela, un centro de salud, una plaza de deportes, un estadio, una guardería modelo para los hijos de obreras, un grupo de viviendas. Y un estilo de relaciones laborales que apuntó “a la paz social”. “Sí, don Miguel era inteligente, astuto”, asiente Abella. “Aquí instauró ese modelo de gestión paternalista, pero llegó de Montevideo, donde tenía tres fábricas, escapando de las sociedades de resistencia”, los sindicatos anarquistas.
Tan vieja, o más (se creó en 1898), Fanapel no marcó tanto el ritmo de los lacacinos, piensa Gambetta. En momentos de auge de las dos, la papelera empleaba mucho menos gente, “pero además hay diferencias entre papeleros y textiles. El textil es derrochador. Le gusta vivir bien, gastar. Capaz que porque muchos son de origen italiano, expansivos. El papelero es más individualista, más conservador. Nosotros cobrábamos y allá íbamos a los boliches, a los comercios, a gastar. Había que ver lo que era la ciudad cuando se decía ‘pagó la fábrica’”, se relame Gambetta pensando en “su” Campomar.
La maquinaria obsoleta de la antigua Campomar aún permanece en la planta. FOTO: FEDERICO GUTIÉRREZ
Mackiewicz ratifica la impronta que los textiles dejaron en Juan Lacaze. “Lo bueno y lo malo de acá viene de ellos: la timba, el alcoholismo, el derroche, pero también los sindicatos, las cooperativas. Con los textiles despertaron los obreros de la ciudad, como en Inglaterra”, dice, pero a la hora de evocar los años dorados el maestro es más ecuménico: “Era todo el pueblo. En una ciudad del tamaño de esta tenías de repente, 3.500 a 4.000 personas –de 2.000 a 2.500 de la textil, 1.000 de la papelera, 500 entre la curtiembre, la fábrica de cola y otras industrias– que volcaban sus ingresos localmente y hacían vivir al comercio. Un engranaje movía a otro. Las propias industrias compraban sus insumos acá. Y todo eso se notaba”.
Pero de esa bonanza se acuerdan los más veteranos. Abella conoció apenas los descuentos. Campomar cerró en 1993, dejando en la calle a 1.200 personas. Un año y medio después abrió en el mismo predio Agolán, que la sobrevivió menos de dos décadas. No resistió la competencia china, como la mayoría de las empresas de su sector.
Una cooperativa, Puerto Sauce, intenta retomar la producción bajo control obrero, con bastante menos personal que el que tenía Agolán a su cierre, mientras Fanapel ha ido reduciendo poco a poco su personal, víctima de las restricciones argentinas, y hoy emplea a unos 400 trabajadores. El conjunto del tejido social lacacino resiente la decadencia de sus dos íconos industriales, dice Hugo Malán, pastor de la fuertemente presente Iglesia Valdense y presidente de la Agencia de Desarrollo Económico, un ente local creado en el año 2000 para reactivar la ciudad y que intenta montar un parque industrial en otra ala de la gigantesca factoría textil.
La peculiaridad de Juan Lacaze en el contexto coloniense, su excepcionalidad regional –el entramado fabril, la casi exclusiva condición proletaria de la ciudad– puede ser también la explicación de su crisis, piensa Malán. Cuando se construyeron, y fundamentalmente cuando se desarrollaron, los enormes complejos fabriles de Campomar y Fanapel, épocas fordistas de una acelerada expansión del mercado, era otra la organización del trabajo, otras las dimensiones de las fábricas, otros los procesos industriales. “Lo que fue Campomar & Soulas no existe más, se terminó”, afirma Malán en una entrevista que le hiciera Abella. De lo que se trata ahora, piensa, es “aprovechar el saber adquirido en el trabajo industrial que tiene incorporado un alto porcentaje de la población local”, para ir hacia otra cosa.
Los lacacinos son bichos de ocho horas, asegura Francisco Abella, llevamos las ocho horas en los genes, confirma Ariel Gambetta, y el maestro Mackiewicz asiente con el gesto y agrega: no se puede dar un paso por aquí sin toparse con pedazos de historia obrera, en los edificios, en la cultura local. Y así es. Uno se topa literalmente con las dos grandes fábricas, fundamentalmente con la ex Campomar, un dinosaurio industrial de más de 62 mil metros cuadrados pero también con Fanapel (“ya no se hacen papeleras como ésta a la entrada de las ciudades, son una gran fuente de contaminación, un sindicalista sueco que nos visitó se quería morir al verla”, dice a Ajena Walter Silva, dirigente de CUOPYC, el sindicato de la rama), y en las calles la marca proletaria en el orillo se ve hasta en la imposibilidad de encontrar un lugar –ni uno solo– donde tomar un café (“el obrero toma grappa, no le pidas café”, hace como que se indigna Abella).
Algunos de los efectos colaterales de “la fábrica”, de la textil –la guardería modelo, el formidable local del club CySSA (por Campomar y Soulas Sociedad Anónima), incluso el bastante coqueto estadio– vegetan perdiéndose en la noche de los tiempos. Se consumen.
Gambetta agita las manos y se imagina un mapa: por allá, hacia la derecha, a orillas de la ruta 1, está Colonia Valdense –“magnífica Valdense, un espectáculo” –; más allá los secaderos de granos, los silos; hacia la izquierda, en Tarariras, los granos; y a quilómetros de Juan Lacaze, tierra adentro, Cosmopolita, una muy pequeña colonia de inmigrantes italianos, con sus tambos. Y Artillero, Minuano, Santa Ana… Y más lejos, Rosario, Carmelo. “Hay una enorme producción agrícola por estas tierras, pero no tenemos lazos con ella. Podríamos imaginarnos que aquí agregáramos valor a esa producción, vincularnos con esos pueblos agrícolas a los que les va tan bien. Esta es una ciudad formada por italianos, alemanes, catalanes, algún nórdico, que ya eran obreros o técnicos cuando llegaron a Uruguay, y las generaciones que los siguieron continuaron viviendo en ese trillo”, dice Mackiewicz. “Si no miramos al agro estamos fritos”, remata Abella.
Cuesta. Esther Secco es responsable del proyecto Innovación social como estrategia de desarrollo de los territorios y las personas de Juan Lacaze, un proyecto de enrevesado nombre financiado por Naciones Unidas que en 2012 realizó un diagnóstico del pueblo y de su crisis. “Surge principalmente una visión de ciudad discutida. Por un lado está la idea de que es una ciudad industrial, con la presencia de los dos grandes íconos, que continúan siendo los medidores de prosperidad. Por otro lado hay un cambio de rumbo que no puede detener al resto de la sociedad. Existe inestabilidad, porque la gente […] tiene dificultad para ver otras posibilidades de desarrollo”, resumió Secco en una entrevista en el semanario Noticias.
Los jóvenes son, para Abella, un ejemplo claro de esa dificultad lacacina: “añoran aquel pasado, no se ven con un futuro”. La investigación de Secco lo dice negro sobre blanco: “los jóvenes manejan un discurso de nostalgia”. La ciudad no escapa, no podría hacerlo, a la crisis global, nacional, del sistema educativo, pero los índices de deserción son altos en comparación con la media coloniense (25 por ciento abandonan en tercer año de Ciclo Básico en Juan Lacaze, y sólo 8,5 en Rosario), así como lo son las tasas de pobreza y desempleo. “La alta deserción del Ciclo Básico muestra que muchos jóvenes están quedando por fuera del sistema educativo. Tomaron como propio el discurso de todo tiempo pasado fue mejor y no proyectan un futuro laboral. Ven a la ciudad como estática, que no les brinda las oportunidades que ellos esperan”.
Salteña, Secco dice que viéndola de afuera Juan Lacaze “tiene un montón de capital social y muchos elementos y herramientas como para no ser una ciudad estancada”. Pero que hay algo…
Lausarot y Silva frente a la maquinaria de la textil, que está en óptimas condiciones. Foto: FEDERICO GUTIÉRREZ
Abella, y sobre todo Mackiewicz y Gambetta, abundan en el anecdotario para ponerle carne a ese algo. Cuentan historias de proyectos fracasados, de esperas milagrosas por ayudas que caigan de arriba. Gambetta dice que no siempre fue así aunque en el ADN sabalero “estén las ocho horas bien arraigadas”. Se pone a sí mismo como ejemplo: “terminaba en la fábrica, agarraba la bicicleta y me iba a hacer de proyeccionista en el cine”. Y como él otros: “muchos trabajadores de la textil ponían un tallercito. Esa capacidad de iniciativa se fue perdiendo”, piensa. Abella cita el caso de un empresario uruguayo que fabrica relojes de madera y coloca su producción en Brasil. Se enteró de la crisis de Juan Lacaze en enero, “cuando los diarios mencionaron que Mujica había venido a interesarse por la situación”. Le pareció interesante el pasado obrero de la ciudad, y como no tenía descendencia se le ocurrió ofrecer su savoir faire a alguna cooperativa local. Era un trabajo para una decena de personas, pero no le interesó a casi nadie. “No hay concepto de riesgo”, cree Abella. “Está el puerto deportivo, y la costa es una zona preciosa para desarrollar turismo”, propone Mackiewicz. Se queda pensando y dice: “claro, si se la puede recuperar: el viejo Juan Lacaze, que era un pillo, se llevó primero la arena hacia Argentina, vendió los médanos y luego los terrenos. Y ahora la costa está privatizada y llena de pozos, y la siguen agujereando sin que nadie haga nada”.
La nomenclatura local, como la de todas las ciudades, está llena de homenajes a sátrapas, salvo que los sabaleros la cargan en el propio nombre de la suya, mucho menos poético que el original Puerto Sauce, se lamenta el maestro.
A Juan Lacaze le faltaría –dicen Abella y Mackiewicz, Malán y Secco– “mayor cultura del emprendimiento”. Secco lo declara casi con acento liberal: “hoy el empleo se genera por uno mismo”. Como Malán, habla de insertar a la ciudad en las “cadenas productivas” de la zona, de calificar a los ex trabajadores de los “íconos” para otros empleos, de aprovechar “las capacidades instaladas” para revolucionar “la mentalidad de la gente”. Malán presenta el parque industrial que se intenta generar en una de las alas de la vieja Campomar –que hoy se reparten en distintos porcentajes la Intendencia de Colonia y la Corporación Nacional para el Desarrollo (CND)–, como una oportunidad para “cambiar la pisada”. En un área de 5.000 metros cuadrados, el parque agrupa a siete empresas que no llegan a emplear un centenar de personas. Hay una pequeña textil, una metalúrgica, dos de vestimentas, una que produce cueros sintéticos, otra que fabrica llantas de bicicletas, otra de motores eléctricos. Hasta mayo ADE llevaba invertidos casi un cuarto de millón de dólares en acondicionamiento de espacios y 431.000 en maquinaria. Pero restaurar los enormes galpones vacíos de la ex Campomar necesita muchísimos millones. Tantos que una empresa brasileña que proyectaba producir allí llantas de aluminio y emplear a unas 200 personas abandonó la idea. Por lo menos en el parque. Era una de las esperanzas con que contaba la ciudad para atraer a una nueva gran empresa.
(Una señora, funcionaria municipal ella, ensaya una extraña explicación a la crisis sabalera: “esto pasa porque aquí todo es de izquierda, ¿qué querés?” Juan Lacaze es, también en eso, una excepcionalidad: un feudo frenteamplista en la blanca Colonia).
Walter Silva, dirigente del sindicato papelero, piensa que es cierto que en su ramo las empresas de gran porte no tienen futuro y cree que sus colegas en Fanapel deberían tomar nota de que “ya no hay en el mundo gigantescas papeleras como ésta”, pero cree también que muy poco ha hecho el Estado “Cuando comienza a sentirse el efecto de la crisis de 2008 –escribió Silva en un memo que entregó a Ajena– la retracción de los mercados y las crecientes restricciones de Argentina, más la competencia de los productos extrazona, planteamos al gobierno y a las empresas de la rama que sería importante potenciar el mercado interno implementando políticas de sustitución del plástico por el papel y el vidrio en los envases y formular una política de compras del Estado que favoreciera la industria nacional, no sobre la base de barreras arancelarias sino controlando el dumping, tanto el económico como el social”. En los últimos años, CUOPYC aceptó una rebaja salarial del 30 por ciento, presentó planes para reformular –incluso tecnológicamente– la industria del papel (pasar del eucalipto al pino, por ejemplo, para abaratar costos) y enfrentar la competencia de las pasteras, acompañó el planteo de la empresa de pedir exenciones fiscales parciales, pero las respuestas no llegaron. Ni de parte de la empresa ni del gobierno. Fanapel, hoy de capitales argentinos, está en “un proceso de desinversión” y “plantea un ajuste de costos permanente” que implica la continuidad de la hemorragia de puestos de trabajo comenzada hace más de 20 años, cuando 117 trabajadores fueron despedidos con el argumento de que “debía reformularse ante la llegada del Mercosur”. “Es realmente una ironía siniestra que el no funcionamiento del bloque nos ponga hoy en la misma situación”, apunta Silva. En cuanto al Estado –se enoja– “mira para otro lado”.
En noviembre de 2013, por primera vez en años, el sindicato de Fanapel decidió la suspensión de la Fiesta Nacional del Sábalo, la fiesta de la ciudad, por “la difícil situación que atraviesan los papeleros” y anunció que volvería a organizarla “apenas hayan cambiado las condiciones”…
Las viejas casas de los altos mandos de Campomar son testigos de la crisis de la ciudad.“No hay ciudad uruguaya de mayor tradición proletaria que Juan Lacaze. No hay tampoco ciudad con más viejos y más en crisis”. Francisco Abella –periodista en el semanario local Noticias– se queda un momento en blanco y agrega como con bronca: “esto es un velorio que no termina más, una agonía lenta. Y le estamos dando la espalda al resto del departamento. En casi todo Colonia hay como una efervescencia, y aquí…” Luis, cincuentón largo, cruzado a la salida de un negocio, dice: “es una crisis terminal”. Y opinan algo similar el maestro David Mackiewicz, el textil jubilado Ariel Gambetta, su colega Hugo Fontana, la encargada de un curioso museo local… En el verano pasado el presidente Mujica y varios de sus ministros desembarcaban en tierras sabaleras. Llegaban –anunciaban– al rescate.
A primera vista Juan Lacaze no da la impresión de estar “en crisis terminal”. La ciudad, en su centro, se ve prolija, calles limpias, buenas casas, lindo liceo, escuela ídem, flamante y desbordante local de UTU, una pobreza no expuesta. Y bastante movimiento en las calles comerciales. “Sí, pero es fachada”, dice Abella. La pobreza despunta en los cuatro asentamientos de los alrededores, “y si rascás te das cuenta que el consumo es sostenido por los obreros jubilados, algunos de ellos, si no la mayoría, con muy buenos ingresos (hay jubilaciones de hasta 50 mil pesos). Algo con patas muy cortas, porque cuando entrás a ver en qué andan los jóvenes, no digamos los más jóvenes, los tipos de 40, te querés morir”.
Juan Lacaze es, efectivamente, una ciudad de viejos. Y de cuño obrero. De viejos con cuño obrero. Un 25 por ciento de sus alrededor de 13.000 habitantes son jubilados. “Si Uruguay es uno de los países más envejecidos del mundo, Juan Lacaze es de los lugares más envejecidos del Uruguay”, resume Abella. La mayoría de esos pasivos viene de la industria textil y papelera. “Mucha gente tiene aquí conocimientos industriales, de oficios que fueron aprendiendo en las dos grandes empresas símbolo: la antigua Campomar & Soulas y Fanapel. Hay mucho mecánico, soldador, tornero, electricista”, dice a Ajena Mackiewicz. Las fábricas eran la sangre de la ciudad. Todo venía de ellas.
Y todos iban hacia ellas. Ariel Gambetta tiene 69 y de chico encaró en Campomar “lo que no podía en la escuela. Mi padre me dijo un día: ¿no querés estudiar? Entonces a laburar, y a los 14 entré a la textil”. Allí estuvo hasta los 59 años; trabajó como obrero (“pasé por casi todas las secciones, la clasificación de lanas, el lavadero, el cardado, anduve por sótanos y techos, por el depósito y la chimenea”) y escaló hasta ser jefe de seguridad industrial. Gambetta idolatra a la vieja Campomar, al punto de haber escrito una historia de la empresa que presentó en escuelas.
La fábrica comenzó a funcionar en 1905 y fue, según él, la mayor textil de América Latina. Fue, al menos, la principal de Uruguay. María Magdalena Camou, doctora en ciencias sociales que en 2011 publicó un estudio sobre la empresa, apunta que hacia los años treinta llegó a representar la mitad de la producción bruta del sector y a emplear cuatro veces más gente que la textil que le seguía en tamaño. Hacía todo el proceso industrial, de una punta a la otra, y producía casimires de lana cardada y peinada, paños de lana, fieltros, lana para tejer, hilados, frazadas, jergas, mantas, tops.
“La calidad era fabulosa. Casimires Perrotts made in England se fabricaban acá. Se le mandó de regalo a la reina Isabel una frazada blanca con rosas dibujadas que era una preciosidad”, cuenta Hugo Fontana, que pasó 38 años en el sector aprestos y se jubiló “con buen dinero”. Su padre también había trabajado en la fábrica. Llegó de Italia a los 21, picó en Montevideo y desembarcó en Colonia atraído por las promesas de la textil. Hugo siguió su camino “apenas salido de la infancia. Uno entraba con un sueldo que equivalía a 15.000 pesos de ahora, más o menos, y te pagaban para enseñarte”.
Ariel Gambetta dice con nostalgia que para él la fábrica “representó casi que un padre”. “La textil propiamente de los Campomar tuvo ese papel paternalista que fue costumbre entre algunos grandes empresarios de la época, es verdad, y fue esa la que conoció Ariel. Pero antes, cuando en la empresa mandaba el italiano José Salvo, socio de José Campomar, otro de los fundadores, español, la norma era la explotación más vil, de niños, de mujeres. Salvo era un negrero. El palacio que lleva su nombre en Montevideo debería tener un letrero que dijera: ‘este edificio se construyó con la sangre de los textiles’. Levantó el palacio a fuerza de plusvalía.” Nadie recuerda esa historia, ni siquiera en Juan Lacaze: José Salvo se llama su calle principal.
“Miguel Campomar fue mucho más inteligente: hizo obra social”, apunta el maestro Mackiewicz. A él la ciudad “le debe” –dice Gambetta– una escuela, un centro de salud, una plaza de deportes, un estadio, una guardería modelo para los hijos de obreras, un grupo de viviendas. Y un estilo de relaciones laborales que apuntó “a la paz social”. “Sí, don Miguel era inteligente, astuto”, asiente Abella. “Aquí instauró ese modelo de gestión paternalista, pero llegó de Montevideo, donde tenía tres fábricas, escapando de las sociedades de resistencia”, los sindicatos anarquistas.
Tan vieja, o más (se creó en 1898), Fanapel no marcó tanto el ritmo de los lacacinos, piensa Gambetta. En momentos de auge de las dos, la papelera empleaba mucho menos gente, “pero además hay diferencias entre papeleros y textiles. El textil es derrochador. Le gusta vivir bien, gastar. Capaz que porque muchos son de origen italiano, expansivos. El papelero es más individualista, más conservador. Nosotros cobrábamos y allá íbamos a los boliches, a los comercios, a gastar. Había que ver lo que era la ciudad cuando se decía ‘pagó la fábrica’”, se relame Gambetta pensando en “su” Campomar.
La maquinaria obsoleta de la antigua Campomar aún permanece en la planta. FOTO: FEDERICO GUTIÉRREZ
Mackiewicz ratifica la impronta que los textiles dejaron en Juan Lacaze. “Lo bueno y lo malo de acá viene de ellos: la timba, el alcoholismo, el derroche, pero también los sindicatos, las cooperativas. Con los textiles despertaron los obreros de la ciudad, como en Inglaterra”, dice, pero a la hora de evocar los años dorados el maestro es más ecuménico: “Era todo el pueblo. En una ciudad del tamaño de esta tenías de repente, 3.500 a 4.000 personas –de 2.000 a 2.500 de la textil, 1.000 de la papelera, 500 entre la curtiembre, la fábrica de cola y otras industrias– que volcaban sus ingresos localmente y hacían vivir al comercio. Un engranaje movía a otro. Las propias industrias compraban sus insumos acá. Y todo eso se notaba”.
Pero de esa bonanza se acuerdan los más veteranos. Abella conoció apenas los descuentos. Campomar cerró en 1993, dejando en la calle a 1.200 personas. Un año y medio después abrió en el mismo predio Agolán, que la sobrevivió menos de dos décadas. No resistió la competencia china, como la mayoría de las empresas de su sector.
Una cooperativa, Puerto Sauce, intenta retomar la producción bajo control obrero, con bastante menos personal que el que tenía Agolán a su cierre, mientras Fanapel ha ido reduciendo poco a poco su personal, víctima de las restricciones argentinas, y hoy emplea a unos 400 trabajadores. El conjunto del tejido social lacacino resiente la decadencia de sus dos íconos industriales, dice Hugo Malán, pastor de la fuertemente presente Iglesia Valdense y presidente de la Agencia de Desarrollo Económico, un ente local creado en el año 2000 para reactivar la ciudad y que intenta montar un parque industrial en otra ala de la gigantesca factoría textil.
La peculiaridad de Juan Lacaze en el contexto coloniense, su excepcionalidad regional –el entramado fabril, la casi exclusiva condición proletaria de la ciudad– puede ser también la explicación de su crisis, piensa Malán. Cuando se construyeron, y fundamentalmente cuando se desarrollaron, los enormes complejos fabriles de Campomar y Fanapel, épocas fordistas de una acelerada expansión del mercado, era otra la organización del trabajo, otras las dimensiones de las fábricas, otros los procesos industriales. “Lo que fue Campomar & Soulas no existe más, se terminó”, afirma Malán en una entrevista que le hiciera Abella. De lo que se trata ahora, piensa, es “aprovechar el saber adquirido en el trabajo industrial que tiene incorporado un alto porcentaje de la población local”, para ir hacia otra cosa.
Los lacacinos son bichos de ocho horas, asegura Francisco Abella, llevamos las ocho horas en los genes, confirma Ariel Gambetta, y el maestro Mackiewicz asiente con el gesto y agrega: no se puede dar un paso por aquí sin toparse con pedazos de historia obrera, en los edificios, en la cultura local. Y así es. Uno se topa literalmente con las dos grandes fábricas, fundamentalmente con la ex Campomar, un dinosaurio industrial de más de 62 mil metros cuadrados pero también con Fanapel (“ya no se hacen papeleras como ésta a la entrada de las ciudades, son una gran fuente de contaminación, un sindicalista sueco que nos visitó se quería morir al verla”, dice a Ajena Walter Silva, dirigente de CUOPYC, el sindicato de la rama), y en las calles la marca proletaria en el orillo se ve hasta en la imposibilidad de encontrar un lugar –ni uno solo– donde tomar un café (“el obrero toma grappa, no le pidas café”, hace como que se indigna Abella).
Algunos de los efectos colaterales de “la fábrica”, de la textil –la guardería modelo, el formidable local del club CySSA (por Campomar y Soulas Sociedad Anónima), incluso el bastante coqueto estadio– vegetan perdiéndose en la noche de los tiempos. Se consumen.
Gambetta agita las manos y se imagina un mapa: por allá, hacia la derecha, a orillas de la ruta 1, está Colonia Valdense –“magnífica Valdense, un espectáculo” –; más allá los secaderos de granos, los silos; hacia la izquierda, en Tarariras, los granos; y a quilómetros de Juan Lacaze, tierra adentro, Cosmopolita, una muy pequeña colonia de inmigrantes italianos, con sus tambos. Y Artillero, Minuano, Santa Ana… Y más lejos, Rosario, Carmelo. “Hay una enorme producción agrícola por estas tierras, pero no tenemos lazos con ella. Podríamos imaginarnos que aquí agregáramos valor a esa producción, vincularnos con esos pueblos agrícolas a los que les va tan bien. Esta es una ciudad formada por italianos, alemanes, catalanes, algún nórdico, que ya eran obreros o técnicos cuando llegaron a Uruguay, y las generaciones que los siguieron continuaron viviendo en ese trillo”, dice Mackiewicz. “Si no miramos al agro estamos fritos”, remata Abella.
Cuesta. Esther Secco es responsable del proyecto Innovación social como estrategia de desarrollo de los territorios y las personas de Juan Lacaze, un proyecto de enrevesado nombre financiado por Naciones Unidas que en 2012 realizó un diagnóstico del pueblo y de su crisis. “Surge principalmente una visión de ciudad discutida. Por un lado está la idea de que es una ciudad industrial, con la presencia de los dos grandes íconos, que continúan siendo los medidores de prosperidad. Por otro lado hay un cambio de rumbo que no puede detener al resto de la sociedad. Existe inestabilidad, porque la gente […] tiene dificultad para ver otras posibilidades de desarrollo”, resumió Secco en una entrevista en el semanario Noticias.
Los jóvenes son, para Abella, un ejemplo claro de esa dificultad lacacina: “añoran aquel pasado, no se ven con un futuro”. La investigación de Secco lo dice negro sobre blanco: “los jóvenes manejan un discurso de nostalgia”. La ciudad no escapa, no podría hacerlo, a la crisis global, nacional, del sistema educativo, pero los índices de deserción son altos en comparación con la media coloniense (25 por ciento abandonan en tercer año de Ciclo Básico en Juan Lacaze, y sólo 8,5 en Rosario), así como lo son las tasas de pobreza y desempleo. “La alta deserción del Ciclo Básico muestra que muchos jóvenes están quedando por fuera del sistema educativo. Tomaron como propio el discurso de todo tiempo pasado fue mejor y no proyectan un futuro laboral. Ven a la ciudad como estática, que no les brinda las oportunidades que ellos esperan”.
Salteña, Secco dice que viéndola de afuera Juan Lacaze “tiene un montón de capital social y muchos elementos y herramientas como para no ser una ciudad estancada”. Pero que hay algo…
Lausarot y Silva frente a la maquinaria de la textil, que está en óptimas condiciones. Foto: FEDERICO GUTIÉRREZ
Abella, y sobre todo Mackiewicz y Gambetta, abundan en el anecdotario para ponerle carne a ese algo. Cuentan historias de proyectos fracasados, de esperas milagrosas por ayudas que caigan de arriba. Gambetta dice que no siempre fue así aunque en el ADN sabalero “estén las ocho horas bien arraigadas”. Se pone a sí mismo como ejemplo: “terminaba en la fábrica, agarraba la bicicleta y me iba a hacer de proyeccionista en el cine”. Y como él otros: “muchos trabajadores de la textil ponían un tallercito. Esa capacidad de iniciativa se fue perdiendo”, piensa. Abella cita el caso de un empresario uruguayo que fabrica relojes de madera y coloca su producción en Brasil. Se enteró de la crisis de Juan Lacaze en enero, “cuando los diarios mencionaron que Mujica había venido a interesarse por la situación”. Le pareció interesante el pasado obrero de la ciudad, y como no tenía descendencia se le ocurrió ofrecer su savoir faire a alguna cooperativa local. Era un trabajo para una decena de personas, pero no le interesó a casi nadie. “No hay concepto de riesgo”, cree Abella. “Está el puerto deportivo, y la costa es una zona preciosa para desarrollar turismo”, propone Mackiewicz. Se queda pensando y dice: “claro, si se la puede recuperar: el viejo Juan Lacaze, que era un pillo, se llevó primero la arena hacia Argentina, vendió los médanos y luego los terrenos. Y ahora la costa está privatizada y llena de pozos, y la siguen agujereando sin que nadie haga nada”.
La nomenclatura local, como la de todas las ciudades, está llena de homenajes a sátrapas, salvo que los sabaleros la cargan en el propio nombre de la suya, mucho menos poético que el original Puerto Sauce, se lamenta el maestro.
A Juan Lacaze le faltaría –dicen Abella y Mackiewicz, Malán y Secco– “mayor cultura del emprendimiento”. Secco lo declara casi con acento liberal: “hoy el empleo se genera por uno mismo”. Como Malán, habla de insertar a la ciudad en las “cadenas productivas” de la zona, de calificar a los ex trabajadores de los “íconos” para otros empleos, de aprovechar “las capacidades instaladas” para revolucionar “la mentalidad de la gente”. Malán presenta el parque industrial que se intenta generar en una de las alas de la vieja Campomar –que hoy se reparten en distintos porcentajes la Intendencia de Colonia y la Corporación Nacional para el Desarrollo (CND)–, como una oportunidad para “cambiar la pisada”. En un área de 5.000 metros cuadrados, el parque agrupa a siete empresas que no llegan a emplear un centenar de personas. Hay una pequeña textil, una metalúrgica, dos de vestimentas, una que produce cueros sintéticos, otra que fabrica llantas de bicicletas, otra de motores eléctricos. Hasta mayo ADE llevaba invertidos casi un cuarto de millón de dólares en acondicionamiento de espacios y 431.000 en maquinaria. Pero restaurar los enormes galpones vacíos de la ex Campomar necesita muchísimos millones. Tantos que una empresa brasileña que proyectaba producir allí llantas de aluminio y emplear a unas 200 personas abandonó la idea. Por lo menos en el parque. Era una de las esperanzas con que contaba la ciudad para atraer a una nueva gran empresa.
(Una señora, funcionaria municipal ella, ensaya una extraña explicación a la crisis sabalera: “esto pasa porque aquí todo es de izquierda, ¿qué querés?” Juan Lacaze es, también en eso, una excepcionalidad: un feudo frenteamplista en la blanca Colonia).
Walter Silva, dirigente del sindicato papelero, piensa que es cierto que en su ramo las empresas de gran porte no tienen futuro y cree que sus colegas en Fanapel deberían tomar nota de que “ya no hay en el mundo gigantescas papeleras como ésta”, pero cree también que muy poco ha hecho el Estado “Cuando comienza a sentirse el efecto de la crisis de 2008 –escribió Silva en un memo que entregó a Ajena– la retracción de los mercados y las crecientes restricciones de Argentina, más la competencia de los productos extrazona, planteamos al gobierno y a las empresas de la rama que sería importante potenciar el mercado interno implementando políticas de sustitución del plástico por el papel y el vidrio en los envases y formular una política de compras del Estado que favoreciera la industria nacional, no sobre la base de barreras arancelarias sino controlando el dumping, tanto el económico como el social”. En los últimos años, CUOPYC aceptó una rebaja salarial del 30 por ciento, presentó planes para reformular –incluso tecnológicamente– la industria del papel (pasar del eucalipto al pino, por ejemplo, para abaratar costos) y enfrentar la competencia de las pasteras, acompañó el planteo de la empresa de pedir exenciones fiscales parciales, pero las respuestas no llegaron. Ni de parte de la empresa ni del gobierno. Fanapel, hoy de capitales argentinos, está en “un proceso de desinversión” y “plantea un ajuste de costos permanente” que implica la continuidad de la hemorragia de puestos de trabajo comenzada hace más de 20 años, cuando 117 trabajadores fueron despedidos con el argumento de que “debía reformularse ante la llegada del Mercosur”. “Es realmente una ironía siniestra que el no funcionamiento del bloque nos ponga hoy en la misma situación”, apunta Silva. En cuanto al Estado –se enoja– “mira para otro lado”.
En noviembre de 2013, por primera vez en años, el sindicato de Fanapel decidió la suspensión de la Fiesta Nacional del Sábalo, la fiesta de la ciudad, por “la difícil situación que atraviesan los papeleros” y anunció que volvería a organizarla “apenas hayan cambiado las condiciones”…
Tras el cierre de la textil, CUOPYC relevó –en parte– al de Campomar-Agolán en la “asunción de tareas sociales en la ciudad”, dice Silva. Se encarga, en especial, de mantener un CAIF que funciona enfrente de la sede sindical. Empezó con un puñado de niños, y después de una discusión en el sindicato –“había compañeros que decían que sólo debía ser para hijos de papeleros, por ejemplo– se decidió extenderlo a “todos los chicos carenciados de Juan Lacaze y alrededores. Atiende a más de 200, se les da alimentación adecuada y se les sigue en su escolarización”. Silva no quiere ni pensar “el drama que sería con estos gurises” si cerrara también la papelera.
Sergio Lausarot tiene cerca de 40 años y es obrero textil “desde siempre”. Trabajó en Campomar y luego en Agolán, donde era operario de los telares. Desde que Agolán cerró definitivamente se sumó al proyecto de cooperativa. Los últimos años la empresa, que al pasar candado había encogido hasta poco más de 200 trabajadores, “era un desastre. Si se mantenía era porque el Estado ponía plata a través de CND, que la gestionaba, pero la gestión también era deficiente”. El sindicato cuestionaba, por ejemplo, a la Corporación que mientras nada hacía para reflotar la producción pagaba sueldos de 8.500 dólares a cinco gerentes. En febrero, Agolán se extinguió. “Nos fuimos todos de licencia, y al regresar, nada”. Cuando Ajena visitó el predio –el pequeño espacio ocupado por Agolán en la ciudad que era Campomar– todavía estaban armados algunos arbolitos de navidad y había telas y frazadas prontas para ser embaladas y entregadas. “Los cooperativistas hicimos un proyecto en base a estudios de mercado, lo analizó una junta en la que estaban Presidencia, la CND, el PIT-CNT, y fue aprobado”. El Fondes dio luego el okey. Pero la plata no llegó. Cooperativa Puerto Sauce pide, a término, un total de 7,9 millones de dólares. “Para arrancar –comprar la lana, la leña, mantenernos hasta cobrar los primeros pedidos–, necesitamos 1,5 millones. Ya podríamos estar colocando mercadería en Estados Unidos, Chile, Brasil, Canadá. Cuando vino aquí una delegación de Rusia, en junio, se interesaron por nuestras frazadas de lana cardada, especiales para zonas frías. Pero la cosa se trancó en el Fondes”. A comienzos de agosto, los trabajadores amenazaron con cortar la ruta 1. A último momento desactivaron la medida, después de recibir nuevas promesas del gobierno. Si el proyecto se pone en marcha –dice Lausarot– dará empleo a un máximo de 120 personas (65 al arranque). “Tenemos el oficio y unas máquinas espectaculares, casi nuevas, y otras viejas que son un lujo y se pueden reciclar. Fabricaremos lo que sea necesario: si salen trapos de piso, trapos de piso, si salen frazadas, frazadas. Después se irá viendo si se precisa más gente, pero tal como está Juan Lacaze, sólo con que arranque otra vez la textil sería una inyección de ánimo que para qué te voy a contar…”
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ResponderEliminarcon gente como el negro lacra de silva cualquier cosa se funde vividor gremialista vago
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