Infunde espanto que llegue a consolidarse una alianza militar particular entre Uruguay y los EE.UU.
Daniel Chavarría •
Destacado escritor
uruguayo, radicado en Cuba
Mi primer Camelot, el de la infancia, es una reconocida leyenda, más que difundida en la cultura occidental. Se trata del mítico baluarte de Arturo, el legendario rey britano. Ese espléndido sitio era el eje de la vida social y religiosa del reino. Además, residencia de las damas de la corte y otros súbditos. Allí los caballeros realizaban sus torneos y entrenamientos militares, sesionaban en la mesa redonda; celebraban sus ceremonias y fiestas, organizaban planes e iniciaban aventuras.
De ese Camelot partieron los caballeros del rey Arturo en busca del Santo Grial, el cáliz sagrado que usó Jesucristo en la última cena y que los irreverentes españoles llamaran en alguna frase popular, el Copón divino. Se dice que lo encontró Sir Galahad, joven con el imprescindible corazón inmaculado, hijo de Lancelot du Lac, reconocido lugarteniente general de Arturo. La madre del muchacho es harina de otro costal.
Camelot también encubría engaño y traición. El ilustre y admirable Lancelot cortejaba con éxito a la bella y solitaria Ginebra, la esposa de Arturo. Y sus amoríos estarían destinados a procrear el vástago que rescatara la venerable reliquia. No obstante, alguien trucó la jugada, nunca quedó claro si fue el propio Arturo o Merlín, su adivino particular; condimentaron una pócima de la confusión y se la dieron a Lancelot, que la bebió, menospreció a Ginebra y fecundó a una de sus damas.
Al tanto los cortesanos de estos enredos, Arturo debía ajustar varias cuentas, pero su equipo carecía del peso y la moral necesarios para actuar. El engaño y la traición fueron las causas que destruyeron la corte del rey Arturo y su célebre mesa redonda.
Así terminaron los memorables días de mi primer Camelot, que junto a sus leyendas han sido aprovechados en canciones, danzas y obras de teatro a granel. En Montevideo, de adolescente, yo actué en una, con las vestimentas del caso.
Mi segundo Camelot, el de la adultez, es una confabulación casi continental y lo comparto con unos pocos enterados. Para su reaparición, Camelot debió cambiar de continente y esperar desde la Baja edad media hasta el siglo XX. Se presentó en mi amado Brasil en la década de 1960.
Desde mediados de 1950 el presidente Juscelino Kubitschek había propiciado un ambicioso programa de obras públicas que aumentó en gran medida la prosperidad económica del país, y también sus deudas. Los problemas acumulados, el descenso internacional de los precios del café y la inflación mantuvieron sus ritmos específicos; crecieron las revueltas sociales y se hicieron más frecuentes las huelgas y disturbios por parte de trabajadores y estudiantes.
Mientras tanto, se terminaba la nueva capital, la gran Brasilia. Le correspondería inaugurarla a otro presidente, Jânio Quadros, ex gobernador de São Paulo, que inició de inmediato un programa económico de ahorro riguroso y dejó claro su propósito de eliminar la corrupción que floreciera en el mandato anterior.
Por su parte, la inteligencia de la mayor potencia extranjera tenía la misión in situ de encontrar las vías para garantizar el orden y las normativas de control que mantuvieran a salvo las propiedades de sus conciudadanos e impidieran a la vez las protestas sociales. Compleja tarea bifronte. Para eso, resultaba ideal entronizar a las Fuerzas armadas, ya estructuradas.
Sin pretender un recuento sociopolítico, no puede olvidarse que la capital Río de Janeiro fue la sede donde se firmara el pacto militar de todas las Américas al fin de la Segunda Guerra Mundial, un año antes del nacimiento de la Organización de Estados Americanos, la comprometedora OEA, pero nada de ello parecía apropiado y suficiente ahora.
Y a fin de identificar los componentes de una imagen favorable extensiva a todas las instancias militares diseñaron cuestionarios de oculto sentido que se aplicaron por pueblos y ciudades bajo el disfraz de encuestas para firmas publicitarias.
En particular fueron entrevistados los familiares del entorno doméstico de los oficiales de todas las armas, con el propósito de cerrar el círculo y manejar los criterios y aspiraciones desde adentro. Debían forjar una fachada inexpugnable, extensible al resto del área.
Tal engendro fue denominado Plan Camelot, pero bien podría haberse llamado Plan del Camelo, para marcar la engañifa en la lengua popular de las víctimas. Nombre preciso para el proyecto, signado también por el engaño y la traición.
Este Camelot era un designio de inteligencia para la subversión de alcance continental y parece haber dado inicio en los grandes países de Sudamérica, a las dictaduras militares de nuevo tipo, consideradas desarrollistas por los EE.UU. Hasta ese momento, tal institución parecía reservada, igual que en Centroamérica, a republiquetas de indios y negros; tanto daba Nicaragua como Bolivia, Guatemala que Paraguay.
El imperio siempre respetó a los países por su tamaño y a los ciudadanos por la claridad de la piel, hasta en las naciones pequeñas; su corolario, a piel más oscura mayor desprecio, empezando por sus propios nativos, exterminados a mansalva en ese genocidio popular que se conoce como “conquista del Oeste”. Para no hablar de sus negros en el sur, aquellos para los que se dictó la Proclama de la Emancipación de los esclavos, y que un siglo después todavía no tenían derecho al voto, entre otras libertades civiles conculcadas.
Mientras tanto, en agosto de 1961, el presidente Jânio Quadros dimitía de repente a su cargo. Bajo la alegación de que fuerzas reaccionarias impedían la ejecución de sus disposiciones.
Por lógica sucesión, le correspondía la máxima jefatura al vicepresidente João Goulart, pero los altos jefes militares se opusieron alegando que se trataba de un simpatizante del régimen de Fidel Castro.
Tras algunas contingencias parlamentarias, “Jango” devino presidente y en 1964 logró la aprobación legislativa para su programa de reformas básicas: se fijaron límites al aumento de los alquileres, nacionalizaron las refinerías de petróleo, expropiaron las tierras no explotadas y se limitó la exportación de los beneficios. Era un golpe directo al mentón de las grandes empresas transnacionales. Y precipitó los acontecimientos.
El 31 de marzo, el presidente Jango Goulart fue derrocado por una sublevación del ejército y buscó asilo en Uruguay. Yo, que me había sumado en Bahía a una campaña de alfabetización organizada por los comunistas fui señalado como agitador cubano y también debí huir, pero no podía intentar llegar a mi país, por carecer del imprescindible salvoconducto y opté por esconderme en el Amazonas. Escapé en atavío de monje franciscano y viví buscando oro como garimpeiro hasta que amainó la represión.
Mi tercer Camelot, el de la vejez, es una tétrica sospecha y aspiro a propagarla con ayuda de compatriotas y amigos.
En el siglo XIX, la independencia del Uruguay había servido a los ingleses como calzo, para atravesarla en el Río de la Plata, declarar internacionales sus aguas y evitar la posesión por un solo país, Argentina, que habría tenido el patrimonio absoluto y los poderes de navegación y peaje.
Luego nos convertimos en la Suiza de América, sin suizos ni chocolate, pero con lana, carne y cueros hasta para hacer dulce.
Fuimos un pequeño y tranquilo país bivalente: dos cámaras, dos partidos políticos, dos grandes equipos de fútbol. Los colorados estuvieron más de 90 años en el poder haciendo de las suyas; y los blancos no fueron menos cuando lograron sucederlos.
Desde mediados de los años 60 estuvimos bajo estado de sitio y a partir de 1973 los militares tomaron el poder y las vidas de miles de ciudadanos. En 1984 se restauraron las garantías cívicas, el colorado Julio María Sanguinetti ganó las elecciones y asumió la presidencia en marzo de 1985.
El Frente Amplio, fundado por el general y político Liber Seregni en 1973, logró consolidarse como tercer partido de peso y alcanzar la presidencia en el 2000 por medio del doctor Tabaré Vázquez, ex intendente de Montevideo. La izquierda continúa en el poder, con el obrero y antiguo tupamaro José “el Pepe” Mujica.
En estos últimos años, las presiones externas suben de tono en todos los países de Nuestra América, y los del Mercosur reciben serias embestidas. La verdadera independencia de unos cuantos países latinoamericanos y la libertad política que se respira en el subcontinente, asustan a los EE.UU., que refuerzan su vieja técnica de imposición militarista y multiplican sus bases castrenses.
Por otro lado, en correspondencia con el agotamiento de las áreas de influencia y extracción de materias en otras zonas del planeta crecen las tareas de zapa del imperio en nuestros países. Fracasado el ALCA como yugo colectivo, la emprenden ahora de manera individual contra los distintos gobiernos.
Infunde espanto que llegue a consolidarse una alianza militar particular entre Uruguay y los EE.UU., según anunciara el Ministro de Defensa nacional, que nos convierta de nuevo en cuña, ahora para controlar el Atlántico Sur, una OTAN complementaria en el otro hemisferio.
Al parecer, pretenden reeditar a Uruguay como palanca contra sus vecinos mayores, antiguos contendientes e invasores, y utilizarnos como plataforma contra el Brasil, marcado para tragar desde principios del siglo XX.
Brasil, último reducto gigante, con su ambicionada biodiversidad, sus incalculables reservas de petróleo e ingentes caudales de agua, encima y debajo de su enorme territorio, lleno de metales y maderas preciosos, y de tierras cultivables.
Brasil, en pleno desarrollo social y ascenso político mundial, disputado por los países ricos de Europa, y relacionado en serio con los llamados nuevos emergentes, Rusia, India, los países árabes, sus congéneres latinoamericanos, y hasta con Irán, donde hubiera podido ser eficaz mediador, si el imperio no hubiera decidido dárselas de guapo de barrio.
Ahora, entre Colombia, Perú y Uruguay tendrían triangulado al enorme vecino brasileño, al alcance de las flotas ubicadas en Curaçao y Costa Rica.
Y me pregunto si estamos ante una extensión del Plan Camelot, o de los Programas de Santa Fe o de algún Proyecto especial del Club Bilderberg. ¿Pretenderán iniciar una nueva ola de golpes de Estado? En Venezuela y Bolivia lo vienen intentando desde hace un quinquenio. Y los mantienen bajo permanente amenaza.
En mi primer Camelot me disfracé de paje para actuar; y en el segundo, de sacerdote para sobrevivir. En este tercero, lo más grave es que no hay a dónde escapar, y no vale decir que ya se sabrá qué está pasando. Hay que denunciar e impedir la jugarreta, sea quien sea su promotor.
25 de septiembre de 2010
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