De Eduardo Galeano
A los griegos les encantaba matarse entre sí, pero además de la guerra practicaban otros deportes.
Competían en la ciudad de Olimpia, y mientras las olimpíadas ocurrían, los griegos olvidaban sus guerras por un rato.
Todos desnudos: los corredores, los atletas que arrojaban la jabalina y
el disco, los que saltaban, boxeaban, luchaban galopaban o competían
cantando. Ninguno llevaba zapatillas de marca, ni camisetas de moda, ni
nada que no fuera la propia piel brillosa de ungüentos.
Los campeones no recibían medallas. Ganaban una corona de laurel, unas
cuantas tinajas de aceite de oliva, el derecho a comer gratis durante
toda la vida y el respeto y la admiración de sus vecinos.
El primer campeón, un tal Korebus, se ganaba la vida trabajando de
cocinero, y a eso siguió dedicándose. En la olimpíada inaugural, él
corrió más que todos sus rivales y más que los temibles vientos del
norte.
Las olimpíadas eran ceremonias de identidad compartida. Haciendo
deporte, esos cuerpos decían, sin palabras: Nos odiamos, nos peleamos,
pero todos somos griegos.
Y así fue durante mil años, hasta que el cristianismo triunfante prohibió estas paganas desnudeces que ofendían al Señor.
En las olimpíadas griegas nunca participaron las mujeres, los esclavos ni los extranjeros.
En la democracia griega, tampoco.
lunes, 13 de agosto de 2012
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